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Bolaño antes de Bolaño
Por Roberto Brodsky
Publicado en "Jornadas homenaje Roberto Bolaño (1953-2003): Simposio Internacional"
ICCI, Casa Amèrica a Catalunya, 2005
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Quisiera, en primer lugar, expresar mis agradecimientos a Mihály Desz y al equipo de revista Lateral, quienes gentilmente me invitaron a este décimo aniversario de la publicación, el cual celebramos coincidentemente con el primer seminario internacional dedicado a la obra de nuestro querido amigo Roberto Bolaño. Dicho sea de paso, mis agradecimientos a los anfitriones se justifican no sólo por este honroso motivo, sino también por haberme permitido, y esto desde hace varios años —los años que conozco a Mihály y al equipo, es decir desde 1999, cuando Roberto nos presentó—, reproducir de manera muy poco santa diversos materiales de la revista Lateral en los voluntariosos y floridos intentos que desde Santiago algunos de nosotros hemos realizado para levantar y sostener una publicación independiente y crítica, aunque esto último es cada vez menos importante, intentos que por supuesto han tenido una vida efímera pero elocuente.
Dicho esto, mejor no nos quejemos, no empecemos con la queja: Chile es el país pobre mejor vestido del planeta, y este aserto de un humorista mexicano que pasó no hace mucho por Santiago, interpreta bien nuestros esfuerzos, limitaciones y transgresiones en los más variados campos de batalla. Somos los pobres mejor vestidos del planeta y se me ocurre que de ahí, precisamente, proviene Bolaño, o su mito: el de un niño absurdamente feliz, y poco más que eso, nacido en la ciudad de Los Angeles, capital del Bío Bío, antiguo escenario de guerra entre españoles e indígenas donde la infancia de Bolaño recibió seguramente de oídas las primeras lecciones de estrategia para enfrentar un enemigo superior en número y recursos, nada que ver por cierto con la mega Elei californiana de los spanglishs, sino una de esas ciudades cuarteles de la frontera sur chilena donde no deja de llover durante semanas y todo se ve como detrás de una neblina o un vidrio empañado. Es una primera escena ideal para la presentación de títulos y créditos: un Bolaño aterido y mudo, de cinco o siete años, fascinado por la inmensidad del espacio y las lluvias en la frontera sur chilena, una región poética para algunos y antipoética para otros, pero que de todos modos asusta como una raíz que amenaza con levantarse de la tierra mientras el niño se mantiene inerme detrás de la ventana, viendo pasar por delante de sus primeros años sin memoria la pobreza mejor vestida del planeta.
Corte: la imagen funde a negro y se opera un cambio brutal en la siguiente escena como a la vuelta de una brusca pesadilla. Ya no más agradecimientos, no más lluvias torrenciales ni umbrales de experiencia posible. Unas fumarolas ardientes se elevan sobre un paisaje fenecido. Ahora estamos en Santiago, corre 1998 y Bolaño regresa después de casi veinticinco años, invitado por la revista Paula como jurado de su concurso anual de cuentos. Es un escritor ya asentado y pródigo, que ha salido del dique al vasto océano a través de una novela breve —Estrella distante, pequeño diamante extraído del gran mal latinoamericano— que en tiempo récord hace de parteaguas entre la sequedad conceptual de la derrota y el valor todavía posible de la escritura para una generación de sobrevivientes de los años setenta y la posterior diáspora de los ochenta. En su biografía y en su literatura, es claro que Bolaño reivindica la aventura, el viaje. Ahora estamos en Santiago a fines de los noventa, a un paso del nuevo siglo, y muchos se preguntan cómo haremos para atravesar el proceloso mar de los perplejos. La visita de Bolaño, autor apenas conocido por unos cuantos buenos lectores en su propio país, es aprovechada por una editorial para relanzar La pista de hielo, la segunda de sus novelas y la primera publicada en solitario, en 1993, después de Consejos de un fanático de Joyce a un discípulo de Morrison, escrita a cuatro manos con Antoni García Porta en 1984. Se trata de un dato digresivo no menor: entre Consejos de un fanático y La pista, han transcurrido casi diez años, una década completa, y si la imaginación alcanza para prefigurar hipótesis en torno a este sostenido encierro narrativo, el escritor de cuerpo presente, en cambio, no da señales que ayuden a explicar la grieta. Todo el mundo lo saluda, y Bolaño saluda a todo el mundo. Hay algo de cine mudo en la mutua disponibilidad, sin embargo. Como si las sombras en las butacas esperaran algo más.
¿Qué irá a pasar? Retrospectivamente es fácil responder: los premios, los conflictos con el stablishment literario local, algunos maltratos, la consolidación absoluta, el prestigio y la aclamación, hasta el estoico final en manos de la enfermedad. Pero ser general después de la batalla no tiene mayor mérito, y decir que Bolaño conocía su derrotero con las estaciones respectivas cuando aterrizó en Chile en 1998, tiene para mí un agrio sabor a sucedáneo, sobre todo a la luz del unánime reconocimiento obtenido. Tanto es así que, en un arranque confesional, a veces me dan ganas de escribir un libro sobre Bolaño, un libro donde el narrador haría de detective salvaje en busca de un punto intangible o una frase definitiva en el paisaje, la marca de Sion que perseguía Ulises Lima tal vez, o el instante irrecusable donde Bolaño es Bolaño antes de Bolaño, fijando una sola imagen entre todas las escenas guardadas en la memoria, para así comprender su mito o desmontarlo. Me veo entonces en raros trances de diversión y culpa: visito a Bolaño en Blanes, con mujer e hijo en el curso de una rocambolesca situación de precariedad territorial mientras Pinochet está detenido en Londres, y somos acogidos por Carolina y Lautaro con abuela incluida en el Carrer Ampla; luego caigo terriblemente enfermo en el hotel donde nos hospedamos en Caracas a la espera de recibir el premio Rómulo Gallegos, mientras Bolaño me asiste como si fuera una enfermera, hasta que aparecen unos cubanos en el hotel que guardan celosamente las fotos desaparecidas y ahora recobradas del periodista argentino Ricardo Masetti, amigo del Ché o algo parecido, y Bolaño se pone muy nervioso, implora que me recupere pronto para salir de allí, y es como si estuviera en unos de sus cuentos de Llamadas telefónicas, perdido en la línea, hasta que nos reencontramos en Santiago para su segundo viaje, y Bolaño se pelea con media ciudad y me reta, me reprocha y se enoja como decía él que lo retaba Enrique Lihn, a pesar de lo difícil que me resulta imaginar a Lihn regañando a nadie, y menos a Bolaño, aunque todo era epistolar en su caso y presencial en el mío, pero como para su tercer viaje a Santiago ya todo eso ha quedado más o menos en el olvido, lo acompaño a una sucursal bancaria para recoger el dinero que él ha ganado con por el Premio del Consejo del Libro o el Municipal, pero ocurre de pronto que al salir del banco con una bolsa de billetes bajo la chaqueta, Bolaño se para en mitad de la vereda y me pide que lo abrace. Obedezco. Compadre, le digo, muy fraternal, porque para mí Bolaño se ha transformado a estas alturas en una especie de hermano mayor, y ya se sabe lo crueles que pueden ser los hermanos mayores cuando uno no les hace caso. Entonces lo abrazo y digo amigo, o hermano. Ostias, huevón, ¿qué haces?, me dice él: te pido que cubras la chaqueta, no a mí. Y claro, Bolaño quería proteger el dinero, no recibir una expresión de renovada complicidad, por lo que nos volvemos caminando por Providencia como quien no quiere la cosa, y me imagino que vistos desde una micro en marcha debemos parecer dos tipos que acaban de fundar un banco y no tienen un peso, como los dos pobres mejor vestidos del planeta, porque al fin y al cabo de aquí somos.
Sí, podría llenar un libro de seguir por esta cuerda. Pero mejor que no. Me acusarían de oportunista fúnebre, de subirme al carro de la foto ahora que Bolaño amenaza con convertirse en un comodity literario, según los expertos de mercado. ¿Dónde ir a encontrarlo entonces? En esa fisura, me digo, hay algo que revelar: en eso diez años que transcurren entre Los consejos de una fanático de Joyce y La pista de hielo, intuyo elementos que podrían ayudarme a explicar ese pesar terrible, esa aniquilación de huesos y esperanzas que nos cayó encima y nos destruyó al pequeño comité de amigos chilenos cuando supimos que Bolaño ya no respiraba (recuerdo una mesa con Andrés Braithwaite, Rodrigo Pinto, Alexandra y Marcial Cortés Monroy, Paula, y los celulares que sonaban). Ninguno de ellos era escritor y cada uno tenía sus propios diálogos con Bolaño, cada cual —es lo que imagino ahora— había establecido una complicidad singular con Bolaño antes de Bolaño, quien a su vez también la tenía con el propio Bolaño, según sospecho, en la medida que se construía a sí mismo como un sujeto exponencial, alguien, en suma, que a través de la literatura era capaz de esparcirse en múltiples direcciones posibles. Quizá esto pueda explicar el enorme atractivo que ejercía su trabajo entre otros autores, y también la contagiosa vertiginosidad de su carácter. Supongo que no incurro en una extravagancia si digo que es precisamente en los textos de Bolaño antes de Bolaño donde se deja ver mejor este desarrollo del propio mito, porque son ellos los que dejan entrever que la procesión iba por dentro, que el atento devorador de libros y futuo autor de La literatura nazi en América y Los detectives salvajes se movía en el sentido de una adivinación.
¿Qué dicen, al respecto, los Consejos de un fanático de Joyce a un discípulo de Morrison? Cito del diario de Angel Ross, cuando el protagonista-narrador describe su deriva desde una voluntad catastrófica que busca en la Forma el lugar donde la existencia puede llegar a ser legible: “Pero la forma fue adquiriendo progresivamente el rostro del crimen. La vida cotidiana, los trabajos que me proporcionaban el sustento y mis inútiles trabajos paralelos, algunas mujeres, los libros, las calles, todo me arrastraba al crimen, un lugar desconocido que a veces identificaba con la aventura, ese territorio donde los roles no existen o bien son múltiples e intercambiables y en donde el talento no obedece a ningún discurso, no quiere decir nada, no tiene importancia. Una boca muda”. Tras cartón, en el capítulo llamado “La señora Ricardi”, el narrador hace su examen de conciencia: “Debí moverme más. A veces creo que no estoy tan perdido. En sueños, sobre todo. Pronto cumpliré treinta años pero eso no es ser viejo, podría aún, si me esfuerzo, empezar algo, un verdadero intento de escritura. A veces pienso que la edad de oro fueron mis dieciocho años y que esa violencia vergonzosa ya es imposible que la pueda reproducir. Al mismo tiempo me doy cuenta que no he madurado”.
Esta tentativa de transformación, la que media entre los Consejos de un fanático y La pista, dibuja una fractura, un quiebre visible en los textos, antecedido de un largo silencio donde el deslizamiento hacia el crimen admite el encuentro de un camino hacia la improbable belleza. En efecto, La pista de hielo, novela construida como un informe pericial a tres voces, es el reporte de una experiencia y su dispersión, en donde asoma lo que será posteriormente el tótem narrativo de Bolaño. Cito textual: “Creo que ya lo dije, pero si no, lo repetiré: no era el primer cadáver que me encontraba. Antes ya había ocurrido un par de veces. La primera en Chile, en Concepción, la capital del sur. Estaba asomado al ventanuco del gimnasio en el que permanecíamos recluidos unos cien presos; era de noche, una noche de luna llena de noviembre del año 73, y en el patio vi a un gordo encerrado en un círculo de detectives. Todos lo golpeaban sirviéndose para tal efecto de manos, pies y barras de caucho. El gordo, al final, ni siquiera gritaba” dice con lacónica objetividad uno de los narradores. Y luego añade: “A veces, por las mañanas, cuando desayuno solo, pienso que me hubiera encantado ser detective. Creo que no soy mal observador y tengo capacidad deductiva , además de ser un aficionado a la novela policíaca. Si eso sirve de algo... En realidad no sirve de nada... Me parece que Hans Henny Jahn escribió unas palabras al respecto: quien encuentra el cuerpo de una persona asesinada que se prepare, pues le empezarán a llover los cadáveres”.
Hasta aquí la cita, y sospecho que al narrador Bolaño comenzaron a lloverle los cadáveres antes incluso de haber terminado el libro. ¿Y cuál pudo haber sido el primer cadáver que se le apareció, incluso antes de aquél de la belleza surgida en La pista de hielo? La respuesta es obvia: fue el cadáver de un poeta. Ese mismo año de 1993, luego de enterarse de la enfermedad hepática que lo acompañaría hasta la muerte, Bolaño publica La senda de los elefantes, posteriormente retitulada Monsieur Pain, y cuyo tema, aunque su autor no se haya decidido a nombrarlo, es el valor, el coraje, y la deuda indeleble que deja su incumplimiento. Tal es, por otra parte, la cerrada trama de esta tercera novela: César Vallejo muere en un hospital y Pain es llamado para asistirlo en su lecho de moribundo, pero la cita nunca llegará a producirse. Primero porque dos sujetos interceden y sobornan a Pain con el fin de divertirse y evitar cualquier intento de sanación, y luego porque Paín huye espantado de los besos de la muerte cuando logra por fin ubicar la habitación de Vallejo, aunque alcance a divisar su profecía aleteando en el pasillo del hospital:
me moriré en París con aguacero /
un día del cual tengo ya el recuerdo /
Me moriré en París –y no me corro- /
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
El narrador no lo dice, pero son los versos de Vallejo los que persiguen a Pain y lo echan a la calle, y a veces me parece que son esos mismos versos los que me han seguido a mí también desde la muerte de Bolaño en la clínica Vall de ..., aquí en Barcelona, hace un año y medio. Lo digo casi como una voz en off a la escena con que inicié esta aparatosa exposición, cuando Bolaño llega a Chile en 1998 siguiendo la senda de los elefantes, y las sombras comienzan a moverse entre las butacas de la sala parisina donde Monsieur Pain ha ido a encontrarse con las partes del puzzle roto que cifran su pasado. Fuera, en la calle, llueve. Es 1938 en París, y en el interior de la minúscula sala de cine donde Pain se ha ido a refugiar, un leve siseo del proyector se monta sobre el audio del filme, un documental de ficción salpicado de testimonios verídicos donde sobresale el diálogo de dos hombres ya maduros que tensan la cuerda de sus respectivas existencias en la hora previa a las decisiones. “La vida es hermosa y usted aún es joven, querido amigo, haga un esfuerzo”, dice Paul. “Mis noches, invariablemente, son tensas, Paul”, contesta Michel. “Tenga valor”, insiste Paul. “El valor es posible cuando uno sabe de qué tiene que defenderse y ése no es mi caso. Mis enemigos están en el aire. Peor aún: debajo del aire”, se defiende Michel. “De todas maneras, no se deje aplastar por sus propias pesadillas, Michel, las pesadillas suelen estar vacías, recuérdelo”, dice Paul. “La pesadilla es el pasado, la memoria; para olvidar tendría que ser otro”, concluye Michel.
Son voces de pesadilla, por cierto, y que irrumpen en el sueño de esa novela hermética y magnífica por su oscuridad, como una huella dactilar dejada en la antesala de una obra y de un mito, mientras Monsieur Pain busca certezas que le permitan situar la esquiva realidad a la que ha sido convocado por obra de su propia sugestión. Como muchos de ustedes ya lo sospecharán, prefiero en este sentido la lectura de Monsieur Pain por sobre otras novelas del mismo Bolaño, sin duda más claras y mejor estructuradas, como ocurre con casi todas las del ciclo posterior a Bolaño antes de Bolaño, pero que para este detective no se ajustan a esa ejemplar inflexión donde la cámara oscura revela su juramento más personal, su credo y su imposibilidad, su motivo secreto a fin de cuentas: el primer cadáver que le llovió encima y lo impulsó a crear su propio mito en tercera persona.
César Vallejo ha muerto, le pegaban /
todos sin que él les haga nada;/
le daban duro con un palo y duro.
Como el poeta peruano, también Bolaño esquivó a conciencia la gloria hasta volverla inevitable para sí mismo. Queda el misterio mayor, ahora, que es el de averiguar en qué momento Bolaño coincide con Bolaño. En efecto, y como todos ustedes ya se habrán dado cuenta, luego de esta conferencia figura en el programa la exposición de Ignacio Echevarría, con el título de Bolaño después de Bolaño. Yendo de una orilla a otra sólo puedo concluir una cosa definitiva: nunca nos encontraremos de nuevo, y es lo que más lamento.