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Roberto Brodsky: Extranjero feliz
Por Claudia Donoso
Publicado en Revista Paula. N°1185, Sábado 20 de Octubre de 2007
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La despedida de Roberto Brodsky fue con bailongo en la casa sin muebles que dejó despejadita para el arrendatario. La decisión de agarrar la maleta e irse con su música a otra parte cristalizó bruscamente el domingo de la muerte de Pinochet, en diciembre de 2006, después de darse una vuelta por Santiago y sentirse bobo tocando la bocina. Mandó proyecto y currículum a las universidades estadounidenes y al poco tiempo recibió una invitación del Centro de Estudios Latinoamericanos de Georgetown University para integrarse como profesor visitante. Y partió a Washington con su familia.
“En Santiago los amigos me golpeteaban el hombro, consolándome por adelantado de los primeros cuatro o seis meses de depresión segura. Parece que es un clásico, pero yo llevo tres meses y no he sentido ninguna extrañeza”, asegura mientras se prepara para viajar a España a recibir los 24 mil euros del Premio Jaén de novela 2007, certamen al que envió Bosque quemado. El manuscrito compitió con 270 obras y ganó la última pelea entre cuatro finalistas. El jurado, entre cuyos miembros estaba el crítico español Ignacio Echavarría, ponderó la novela como “una obra de gran vigor estilístico, espléndida y madura sobre el exilio chileno”. Random House, colección Literatura Mondadori, la publicará en España en diciembre. A Chile llegará en 2008.
Perteneciente a la generación post golpe que dentro y fuera de Chile cursó su juventud bajo la suela del bototo milico, Brodsky se demoró en empezar a publicar. Recién en 1999, a los 40 años, salió al ruedo de la narrativa nacional con El peor de los héroes, novela a la que siguieron Los últimos días de la historia y El arte de callar. En esas narraciones los personajes, antihéroes y subhéroes, pueblan ficciones emparentadas con el thriller y la novela de espionaje en torno a la historia chilena de los últimos treinta años donde, la secuencia de la Unidad Popular, la dictadura y la transición se anudan desde una lacerante perplejidad.
Como descendienta de las novelas que la precedieron, Bosque quemado acusa un giro fundamental, cual es su anclaje en la escena familiar, ficción alimentada ya sin pudores por el material autobiográfico del autor. Es en el área chica de la intimidad subjetiva donde los efectos de la historia reciente se encarnan en el hijo adolescente que acompaña al padre al exilio; en la madre que permanece en Chile junto a Félix, el hombre corcho por el que optó; en “los felices”, que son los vecinos treintañeros del narrador en un condominio cualquiera del Santiago actual, y en el Alzheimer que a la vuelta del exilio se apodera del padre, quemándole la cabeza de vínculos y referencias.
Antes de que Brodsky se acogiera al autodecreto de extranjería que lo tiene actualmente en Washington nos juntamos a conversar en un cafetín y completamos más tarde por mail los datos a que obliga la contingencia de su premio.
Escritor para callado
— Te vi hace poco en un video sobre Rodrigo Lira, donde hay una secuencia filmada en la casa de Enrique Lihn por ahí por el 81, ¿qué hacías tú ahí?
— Había vuelto de Barcelona a acompañar a mi padre en su regreso a Chile, a tratar de trabajar en periodismo, que había estudiado en Venezuela, y supongo que a perseverar en la idea de escribir.
— Poco después Lira se suicidó y tú armaste el grupo de teatro El Teniente Bello, ¿cómo describirías hoy esa etapa?
— El Teniente Bello se formó en el 80, cuando Gregory Cohen y yo coincidimos en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Chile. Los nuestros eran ejercicios de sobrevivencia porque, claro, andábamos todos más perdidos que el susodicho teniente. La cuestión era cómo seguíamos siendo más o menos lo que éramos en un contexto completamente hostil. Entonces uno se juntaba con otros que andaban en la misma, es decir, en la estética del esperpento de la que Lihn fue un adelantado y al que nosotros seguíamos haciendo películas sin destino, happenings, obras de teatro y poesía que eran muy raras, todo como de cuervo.
— Publicaste tu primera novela en 1999. ¿Por qué fuiste tanto tiempo un escritor escondido?
— Un escritor para callado. Lo que pasa es que antes de ponerme siquiera a pensar en terminar una prosa, sabía que no era sin dolor porque, oye, qué lata la dictadura y el exilio y los desaparecidos y qué lata que te hayan hecho pebre. A mí también me daba lata, entonces, enfrentar la propia lata que es la violencia que me metieron en el cuerpo y tratar de hacer con eso algo que fuera válido sin ser cursi progresista o cursi testimonial o cursi valiente, era un poco mucho.
— El cómo escribir era entonces el problema.
— Por supuesto, cómo ponerle vidrio, por así decirlo, al camino, al propio camino sin que eso impida que uno lo transite, porque al escribir uno se pone a excavar en el yo, en la culpa, en el crimen, pero no en crímenes externos, sino en el propio, en el que cada uno comete consigo mismo y en relación a un entorno determinado y definido.
— ¿Y no encuentras demasiado dura la escritura?
— La encuentro cada vez más dura, pero prefiero ese problema al otro, porque si no logras escribir te viene el ahogo, te da una gonorrea cerebral y se te pone el seso malo, porque hay algo fuerte, una intuición que acoger. No puedes oponerle resistencia y de lo único que puedes dar fe es de eso, entonces cuando logras la entrada y encuentras la estructura hay un nivel de satisfacción muy loco y eso es lo que más retribuye.
— El narrador de tu nueva novela es un ochentero machucado que, sin embargo, logra agarrarse del presente y armarse una vida en el Chile de hoy, representado por “los felices”. ¿Por qué esa distancia y esa ironía con la felicidad?
— Es que creo que esos felices, esas parejas que ahora tienen unos 30 años y que están empezando a pujar su propio mundo, están creando fantasmas tanto o más tremendos que los que uno cargó. Nosotros cargamos con la falta de expectativas y ellos cargan con una sobredosis de expectativas feroz: de sí mismos, del país, de olvidarse de lo pasado, de ser sanos, de pensar positivo y andan obsesionados por el éxito, la estabilidad, la corrección, la ambición de instalarse, cuajar, encajar, toda esa cosa “pro”. Pero eso tiene una pared, no sé cuál, pero con la que van a chocar.
— Bueno, uno partió chocado, no te parecerá una ventaja, ¿o sí?
— Una ventaja terriblemente relativa, porque ni a ti ni a mí nos cuentan cuentos, tanto desde el punto de vista de las expectativas individuales como de los proyectos colectivos, ni tampoco respecto de las posibilidades de la literatura misma. No es que tengamos las riendas de nada, porque no las tenemos ni nunca las vamos a tener, pero con que no te cuenten cuentos y con que uno tampoco tenga ganas de contárselos ya es mucho. La gran mayoría está dedicada a contárselos y a creérselos a pie juntillas.
— Entre otras diferencias entre los gallos de las generaciones anteriores a la nuestra está la aproximación al amor, que en los 80 era con Cortázar y el Che como mitologías de fondo.
— Claro, pura ideología tardorromántica. Era una cosa desesperada de agotar, de pasar la cuchara hasta el fondo de tipos hambrientos que se encontraban en medio de la turbulencia milica. Vamos a la lucha y a emborracharnos y a suicidarnos todos juntos y yo me voy a meter con todas las minas y tú con todos los minos y no nos vamos a enojar porque estamos por sobre los celos. Agotador.
— En ese terreno, ¿te costó entender de qué se trataba la pareja?
— El aprendizaje fue duro. Me costó tres parejas largas ir aterrizando; me casé por primera vez a los 38, digamos viejito.
— Te atreviste a apostar.
— Pero aterrado, ¿ah?, porque no puede ser un programa, depende de la persona, que encuentras, y como yo me encontré con una persona no me quedó más remedio que elegir: o esto se acaba o nos casamos. Pensé que me separaría al tercer mes y creo que a la Paula, mi mujer, le pasó lo mismo, pero ha durado y ha durado.
Hombre corcho
— Volviendo a tu novela, el Bosque quemado es el Alzheimer que, como guinda de la torta, contrae el padre después de retornar del exilio a Chile. Esa enfermedad es el terror de todos.
— Claro, es una enfermedad que te va quemando los recuerdos y los vínculos con la realidad. Es el exilio al cubo, porque no reconoces nada, ¿quién es amigo mío?, ¿quién no lo es? Nadie es lo que es, entonces, ¿en quién puedo confiar? Ni siquiera en el hijo y el efecto del Bosque quemado también le quema la ampolleta al que está más cerca del enfermo, eso está médicamente comprobado.
— Y Félix, la pareja de la madre, es un personaje que produce entre fascinación y desprecio…
— Bueno es lo que nos produce Chile a todos, interés, entusiasmo y desprecio, porque intuimos que hay algo pusilánime en lo que vivimos. Félix es el hombre corcho que transporta el modelo, no tiene mucha sofisticación, porque no le sirve pero es astuto. Él es la vida útil y el otro, el padre, es la vida inútil, perdida.
— Al mismo tiempo hay mucho cariño por la madre, que es absolutamente incorrecta políticamente, porque abandona al padre caído y opta por Félix, el astuto.
— Totalmente incorrecta, es la menos predecible, porque busca alimentarse vitalmente de las cosas que están ocurriendo de verdad, no de la historia, no del futuro, no del pasado. En ese plano es muy lúcida, es la sangre y el sentido común, la mujer y la madre hormiga que está en el presente en busca de la miga de pan, sabe que cualquiera la puede aplastar, porque es una hormiga. Frágil en ese sentido, pero muy valerosa.
— Es desgarrado el juego de espejos entre el hijo y el padre, o sea entre la generación de la derrota y la que la heredó.
— Es que cuando tú conoces la derrota de alguien que te es muy cercano, no puedes dejarlo. No puedes no más y te puedes cagar la vida por eso. Por un lado yo trataba de arrancar y al mismo tiempo esa fuga me culpabilizaba enormemente. Cuando estuvimos en Venezuela, yo veía a mi padre mantenerse –por necesidad, por idealismo, por lo que fuera– en un optimismo totalmente forzado y para mi intolerable porque mi análisis era realista y sabía que las cosas no se iban a arreglar.
— Pero a la vez la generación post golpe tuvo como referencia la épica de la Unidad Popular.
— Yo diría que a nosotros lo que nos llegó fue el tufo de las banderas; los de mi generación agarramos la cola de esa embriaguez y lo que hace el narrador es contar cómo esas banderas se deshilachan.
— Tus novelas anteriores son más intrincadas, más sesudas que ésta, donde hay emoción e intimidad.
— Sí, eran más herméticas. Ahora me doy cuenta de que fueron estratégicamente necesarias para el enfrentamiento decisivo con este núcleo pesado. En esta novela, en cambio, dejé los pudores y las vergüenzas de lado para poner lo que tenía que poner.
— Un huevo de gallina ya sin miedo a la propia subjetividad.
— Exactamente, y lo que hice fue llegar a las regiones inferiores y, de frentón, al acantilado, cosa que antes no habría podido hacer, porque me hubiera resultado intolerable excavar en esa veta.
— ¿Qué fue, aparte de tu trabajo anterior de escritura, lo que te soltó de los pudores y la vergüenza?
— Para ser sumamente sincero, yo creo que fue porque me convertí en padre sin padres. Me quedé sin padres, por lo tanto yo soy el que viene, ya no hay nada adelante y el viento me empezó a llegar encima sin impermeable, ¿me entiendes? Entonces, de repente me di cuenta de que ya no tenía excusas y que sólo me quedaba enfrentar la biografía propia sin hacer retórica sino al contrario, tratando de entrar al hueso.
El sano Bolaño
— A todo esto, ¿qué piensas que significó la abrupta aparición de Roberto Bolaño en la escena literaria chilena?
— Bolaño fue un misil al tablero. Subió la vara, ya no es suficiente copiar a Graham Greene para pasar por escritor. Todas las condiciones de gloria sobre las cuales se había construido la nueva narrativa, el grupo de no se qué y no sé cuanto, quedaron desestabilizadas y puestas en duda. Entonces se desordenó todo y se abrió la sospecha de que había una literatura que tenía que salir a flote, que es la de la experiencia de afuera y de adentro de la liquidación de los ideales de la juventud post golpe.
— ¿Y podrías identificar en ti el efecto Bolaño?
— Sí, pero más que en lo literario lo que me pareció espectacular es que rechazara el lugar que le proponía la literatura chilena. Eso fue lo que más me llamó la atención porque la literatura chilena le ofrece, si no la cabecera, al menos uno de los puestos de los senadores designados, y Bolaño dijo “No me interesa ese lugar, no me interesa estar ahí, no me interesa hablar desde ahí”.
— Que es un poco lo que ahora estás haciendo.
— Sí, fíjate, creo que la fórmula más sana es acogerse al decreto de extranjería cuando durante demasiados años te han estado diciendo que eres un sujeto extraño y que no calzas. Eso me dio la oportunidad de acogerme a un decreto de extranjería más radical y permanente. Creo en el camello y en la carpa y la familia arriba del camello, podemos irnos o quedarnos, ahí veremos. No tengo mucho apego a los terruños vernáculos y todo lo nacional me repele, porque creo que es el gran enemigo de cualquier diálogo y lo que me interesa es la literatura sin casa que permite un horizonte ampliado y armar diálogos con libros de autores vivos o muertos que me importen, chilenos o no chilenos.
— ¿Para desprenderte de la referencia local?
— De la literatura chilena como literatura nacional, como explicación nacional y como construcción de un imaginario nacional. Te juro –y esto no es pose ni pedantería– que me sirvió muchísimo la lectura de los judíos austrohúngaros y otros autores de entre las dos guerras mundiales para entender que la violencia, el totalitarismo y, dentro de éste, lo que Hannah Arendt llama la banalidad del mal, no es una exclusividad chilena. El zafarrancho tiene un sustrato permanente que escurre de una forma mucho más tendenciosa para todos lados, y no se resuelve con unas empanadas, un asadito y los abrazos de una comisión que se supone que nos representa a todos. Para mí no al menos.
— ¿Cómo ha sido el aterrizaje en Washington?
— Mucho mejor de lo que me anunciaban. Mi rutina funciona de mañana hasta mediodía con la literatura en la cocinería propia y después me voy a la universidad, reviso libros, bibliografía, películas y voy conociendo gente de lo más extraña y simple a la vez en los jardines del campus. Y fumo poco.
— ¿Te ha sentado bien tu condición de extranjero?
— Ha sido un cambio liberador, al menos desde la perspectiva de mi trabajo con la literatura. Me he reconciliado con los diez años de nomadismo que pasé viajando de país en país durante mi juventud. La diferencia es que ahora lo disfruto en vez de padecerlo, y si te digo que mi poema de cabecera en lengua española es Soliloquio del individuo, de Parra, completaría mi respuesta.
— Oye y ¿cómo lo hiciste para conciliar la vida doméstica y familiar con la labor? Un sujeto que escribe es insoportable para quienes lo rodean.
— Totalmente insoportable, porque en Santiago, mientras estaba en la casa donde tenía un cubículo al fondo del patio, igual no podía tolerar que sonara el timbre porque sentía que me estaban molestando a mí a propósito.
— ¿Qué medidas tomaste?
— Tuve que hacer abandono del hogar y en las mañanas me arrancaba a un lugar sin teléfono, sin internet, un lugar en que el mundo no existía y del que nadie sabía dónde quedaba, porque efectivamente cuando uno escribe se vuelve monotemático, se pone histérico cuando lo están mirando y se ofende cuando no lo están mirando.
— Lograste instalarte en la disciplina.
— Totalmente. Sólo creo en la disciplina actualmente. No creo más que en la disciplina.
— ¿Y qué crees que va a pasar con tu libro?
— Lo que espero es que se abra camino entre los lectores. Estoy muy tranquilo porque confío en que lo va hacer y también estoy preparado para que lo mojen con lágrimas o lo quemen vivo. Y, en lo personal, no te digo que sea exactamente lo que había imaginado, pero se acerca. No me avergüenzo por lo menos.
Fotografía: Avi Gupta