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"CASA CHILENA", DE ROBERTO BRODSKY
(Penguin Random House, 2015)
Por Ramiro Rivas
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Roberto Brodsky (Santiago, 1957) es un escritor pausado, comprometido con la literatura, que empezó a publicar tarde. Esta novela, Casa chilena (Penguin Random House, 2015), es su quinta entrega. Anteriormente había editado El peor de los héroes (1999), Últimos días de la historia (2003), El arte de callar (2004), Bosque quemado (Premio Jaén de Novela, 2007) y Veneno (2012). Ha vivido muchos años en el exterior (Buenos Aires, Caracas, Barcelona) y actualmente reside en Estados Unidos, donde ejerce como profesor en Georgetown University. No es un escritor de cofradías y grupos de poder, de esos que copan los escasos espacios del periodismo cultural chileno, pero su trabajo sistemático y riguroso es respetado por sus pares.
Como se sabe, lo más importante en una novela es el punto de vista del narrador. Es el conductor de la historia, la voz que nos tiene que subyugar para seguir leyendo. Las más empleadas son dos: la tercera y la primera persona. También la más usual es la tercera, porque según los teóricos, es la narración más fiable, al apelar a la omnisciencia. La menos fiable correspondería a la primera persona, debido a que ignora lo que va a ocurrir, al igual que el receptor. ¿Pero por qué hago esta disquisición? Simplemente porque la novela de Roberto Brodsky está narrada en segunda persona del singular, punto de vista raramente empleado por los novelistas y de aplicación más frecuente en textos poéticos o relatos cortos. Este “tu” resulta engañoso para el lector, puesto que no queda claro si es la voz del autor o la conciencia del personaje, que lo interpela y lo conduce sin restricciones a lo largo de la historia. Esta modalidad puede ser de gran efectividad o definitivamente fatal, según las capacidades del escritor. Pero Roberto Brodsky cumple con las expectativas. Casa chilena es una novela intimista, centrada en un personaje poco comunicativo, encerrado en sí mismo, por momentos de una indolencia que sobrecoge, falto de resolución, cargado de culpas del pasado familiar y del país, un Chile con el que no puede reconciliarse, que le es extraño y poco familiar. Existen dolores y heridas de infancia que el protagonista se esfuerza en recuperar con la memoria, con el recuerdo de lugares físicos de la casa deshabitada, pronto a ser demolida y arrasada como su propia existencia.
La anécdota de esta novela pareciera ser simple. Un dramaturgo chileno, bordeando la cincuentena, que ha resido largos años en el extranjero, con dos matrimonios fracasados y el actual en crisis, retorna a Santiago, ya en democracia, a vender la casa familiar que posee en Ñuñoa, de esas viejas construcciones que la voracidad de las inmobiliarias van comprando y demoliendo para instalar enormes torres de departamentos. Pero los arrendatarios, un matrimonio a punto de separarse y antiguos amigos del dueño, se niegan a abandonar la propiedad. Las amenazas judiciales, los conciliábulos con la pareja, agobian al escritor que lo único que desea es finiquitar el negocio y retornar a esa suerte de exilio indefinido en que ha transformado su vida. En ese intertanto se enreda en una ambigua amistad con una vecina, se confiesa con un viejo amigo de juventud internado en una clínica por problemas del corazón y recorre la ciudad como un turista extraviado. Este nuevo Chile le es demasiado ajeno a sus vivencias de adolescente y de infancia. Su indolencia congénita, acrecentada por los recuerdos fragmentados de su padre rumbo al exilio con él aún adolescente, las culpas por saldar con su madre, sus propios fracasos matrimoniales, lo tornan un ser vulnerable.
El empleo de la ambigüedad literaria, elemento crucial en la narrativa contemporánea, acarrea ciertos riesgos. Porque los símbolos o las claves del relato pueden parecer evidentes para el autor, pero no siempre esclarecedores para el lector. Esto sucede en uno de los capítulos finales de esta historia. Se escenifica la conversación telefónica entre Gloria, la compañera del protagonista, con Tito, el arrendatario que se niega a abandonar la casa. Este intercambio telefónico, esencial para destrabar el litigio, no lo conoce el dueño de la casa y menos el lector que queda en blanco en los últimos tramos de la novela. Este tipo de ambigüedad resulta engañosa para el lector, porque no ofrece mayores indicios que puedan justificar la resolución del conflicto. Se puede decir que el lector tiene todo el derecho a conjeturar sobre el hecho y finalizar por rearmar su propio puzle. Pero no siempre el receptor está dispuesto o capacitado para interpretar situaciones equívocas y sin las señales suficientes para dilucidar dichos acontecimientos.
Esta novela de Roberto Brodsky está urdida desde el exilio, el desarraigo, la culpa, las sombras del pasado familiar y del país. Es una mirada cuestionadora, crítica con el presente, desesperanzadora por lo que se perdió con la dictadura. Una literatura “comprometida”, en el mejor sentido sartreano, pero profundamente personal y significativa. Con esta nueva obra, Casa chilena, Roberto Brodsky confirma su vigencia en las letras chilenas, constituyéndose en una de las voces imprescindibles en el panorama nacional actual.