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Maldito viejo
A propósito de "El Astillero", de Juan Carlos Onetti

Por Roberto Brodsky
Publicado en NÚMERO QUEBRADO N°2, diciembre de 1989


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Maldito viejo, nunca quiso a los críticos y menos todavía al gremio de los escritores. Era perezoso y supongo que llegaba a la escritura, entre otros motivos, por rencor a la inacción, huyéndole a la "profesión literaria" cacareada como gran virtud por los alpinistas de las letras. Pensaba, en consecuencia, que pasados los 25 años las mujeres comenzaban a secarse, y que sólo en la adolescencia los hombres atravesaban la zona en que verdad y realidad se constituían en una sola categoría.

Esa era su desgracia, y es la nuestra, si se acepta que el "gran rayón" de Onetti reside en su credibilidad, como acto que arrastra por igual al autor y al lector (Onetti le cree a Onetti, por lo tanto yo también le creo, no puedo dejar de creerle). Lo que busco entonces es sacarlo del lugar común que ocupa en la reseña. literaria —un texto entre otros textos—, para verificar su anclaje en el imaginario obsesivo del otro —el texto entre los textos—, hoy.

 


TOCAR MADERA

Estudios sobre Onetti no abundan en el mercado nacional, afortunadamente. Por ahí Josefina Ludmer dijo algunas cosas sobre La vida breve, y cuando existía, Crisis de Buenos Aires le dedicó un cuadernillo de difusión. Aparte, hay que decir que se trata de un autor más respetado que leído. Aunque anterior, y también posterior, al boom latinoamericano, en un momento los editores españoles llegaron a la conclusión de que Onetti cabía en el paquete de ventas, y a comienzos de los 80 su nombre vendió millares de ejemplares a propósito del premio Cervantes. Desde entonces, y antes, su obra fue rodeada por una leyenda de malhumor, amargura y hastío que el propio Onetti se encargaría de intensificar, golpeando concienzudamente las narices de los periodistas que lo buscaban para entrevistarlo. Desde entonces también, la interpretación común ha visto en Onetti a un novio de la muerte, acaso para dar a entender que quien habla lo hace desde el partido de la vida. Historia repetida y célebre en la literatura, y que ha dejado sin cabeza risas tan serias como las de Beckett, Céline o Kafka. El resultado es siempre el mismo, y para el caso la neurosis de la crítica ha terminado por disimular a Onetti: el desasosiego intensivo de sus ficciones es cosa de fantasmas y demonios crepusculares. Así, la obra se vacía de su poder revulsivo, de su diagnóstico terminal:

"Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de la otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae".

El plan de acción de Larsen, antihéroe de El Astillero, es una caída, una pérdida y un descenso no reparables, la desgracia como trabajo de la desgracia. Lo que chupa en el remolino es un dictamen que antecede a la forma, una raya por donde el que enuncia y el que lee pueden transitar creyendo que se avanza, y como si, la ficción misma avanzara, a la vez que se capturan en la conciencia del hundimiento real. Este doble movimiento es la desgracia misma, mi rayadura.

Cierto que hoy es moda la poquita fe y el no me viene, pero hay que aclarar y diferenciar de entre las muchas desgracias. Concéntricas, sus historias dejan que el vacío se propague en la escritura haciendo su agosto con la ansiedad del lector, que en casos reiterados opta por la renuncia y memoriza la solapa. Sus frases agotan, es cierto, pero quedan; caen como indispensables en un mundo que pasa. La adjetivación recurrente, sostenida sobre una escritura asfixiada (como una lengua sin salida, un castellano ensombrecido por el mestizaje), donde el sujeto pierde pie en el enunciado, se extravía en la página o capítulo, se destierra a sí mismo en el éxtasis de sus fuegos, anuncia una condición, un tiempo ahogado en sus afanes (Santa María es Montevideo tanto como Santiago). La desgracia, dice Onetti, no es mala suerte, cosa caprichosa que viene y que va como la lectura de un libro que se termina y se deja. La desgracia, y no lo dice porque es lo que anuncia, es un paisaje, una distancia latinoamericana con respecto a su propia representación, su tentación de existir, para usar un término que vende. Por eso, las apretadas ficciones de Onetti derrumban muchas veces el propio acto de lectura, transformadas en un peso específico que se resiste al desalojo. Como si para conocer fuera necesario penetrar, y para penetrar fuera indispensable quedarse. Quien persiste, gana el extravío del mundo y el secreto sentido de su maravilla. Cuando se realiza, la lectura de Onetti es ya una relectura, porque su ficción es precisamente el viaje desde un extravío mezquino a otro armado de bondad, es decir, con el reconocimiento de la relectura de por medio: "Mi literatura es una literatura de bondad", ha dicho el propio. "El que no lo vea es un burro".


DECADENCIA DE LOS SUEÑOS

Pero a diez años y más (Dejemos hablar al viento es de 1979; El Astillero, de 1961; y El Pozo, de 1939) releer a Onetti es también. hollar en esa zona tan cercana donde los mejores sueños se convirtieron en pesadillas, donde algo —la certeza histórica del latinoamericano de los 60, la voluntad de poder de su inteligencia dirigente— fue mudado de lugar, arruinado, convertido en extravío y ficción onettiana. Releer El Astillero es reconstruir la profecía de la decadencia que nos toca, la sensación de recaimiento y fe hostil a la que nos obliga este tiempo. Releer es comprobar que el regreso de Larsen ha sido imitado hasta el escándalo por la realidad. Veamos qué pasa.

Viejo y gastado, concluido en sus propios trucos, el protagonista de El Astillero regresa a la otredad de Santa María con el ánimo ripioso de quien ya se sabe derrotado. Por insistencia y orgullo, recae en Puerto Astillero, donde un viejo de apellido Petrus sueña con millones y contrata a Larsen como gerente general de una empresa fantasma. Larsen sabe, pero quiere creer. Gálvez y Kunz, los otros dos operarios del astillero, también saben, y dejan que Larsen crea haciéndole saber. Juego asfixiante de una ruina más honda que la autoconfesión de Larsen una noche de impaciencia: "Este cuerpo; las piernas, los brazos, el sexo, las tripas, lo que me permite la amistad con la gente y las cosas; la cabeza que soy yo y por eso no existe para mí; pero está el hueco del tórax, que ya no es un hueco, relleno de restos, virutas, limaduras, polvo, el desecho de todo lo que me importó, todo lo que en otro mundo permití que me hiciera feliz o desgraciado. Y tan a gusto, y siempre listo para empezar, si me hubiera dejado quedar allí o hubiese podido".

Larsen es, no hay que olvidarlo, el que se salió de la fila, el regente de putas y artista fracasado; hambriento de corbatas, café del bueno y un periódico en las mañanas. Para él la salvación fue siempre asunto personal, aunque llegado al punto reconozca que no haya nada que salvar, sólo esperar que el paisaje de la desgracia se desprenda y caiga una vez consignada su evidencia. En El Astillero, Larsen es la decadencia de sus cualidades, no el cambio de éstas. Al menos en eso nos lleva una cierta ventaja. "Nos" quiere decir que estamos hablando de gente del Uruguay, de Argentina, de Chile, países que un buen día pasaron del devenir de la historia a la carne quemada, transitando el terror del pellejo individual.

Es el latinoamericano de los 80 y de este lado del mapa de Santa María, humillado como Larsen, derrotado como él, enfermo de impotencia, fraguando en soledad y sin verdadero entusiasmo venganzas domésticas con odios mínimos, sacando cuentas para la nueva marcha que ya no es nueva ni tampoco es marcha. Gente que, como Larsen, sabe pero quiere creer, se afana y se reduce, concilia sus sueños con la razón de lo posible y entra al juego cínico y jubiloso de El Astillero. De lo que se trata, siempre, es de existir, dejándose habitar por los símbolos del poder y del vigor. Hijos de Larsen, contemporáneos de la post-dictadura y de la post-desgracia, nuestra comarca es la ficción de El Astillero plagiada con erratas, ya que de hecho, y a diferencia de Larsen, optamos por vivir la decadencia de los sueños como un cambio de ganancia. En el crepúsculo, dejamos los deseos con sus ruinas y conquistamos pragmatismo: ahora pensamos distinto, y aunque el astillero y su problema sean el mismo, el olvido neutraliza el rayón de la desgracia. Pero en verdad no es exactamente eso: crucificada la derrota, su testimonio queda como valor de cambio en la tentación de la nueva realidad. La desgracia de la desgracia.

 

 


 

 






 

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