Autobiografía de la patria súbita
Roberto Brodsky
Brooklyn College
Publicado en AContra corriente, N°1 Vol. 21, otoño de 2023
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UNO
Cincuenta años atrás, en enero de 1974, conocí el exilio y la felicidad al mismo tiempo.[*] Eran dos caras de una misma moneda, situadas tan cerca y tan lejos en mi ánimo de entonces que, juntas, parecían dar prueba de las emociones que arrastraba. Ese entremedio, ese pliegue —como diría un deleuzeano— era mi condición o mi patria revelada, a no dudarlo; ese momento exacto de la llegada del bus de la empresa Cata al rodoviario de Buenos Aires a la hora del mediodía, en la que se unían la incertidumbre de una realidad nueva con un sentimiento de libertad personal que me hacía temblar de entusiasmo, revelaba algo más que una mera epifanía adolescente.
Como todas las cosas que se aman sin recompensa ni retribución alguna, Chile, mi país, se me aparecía entonces como ese oxímoron de la identidad donde el recuerdo está más cerca mientras más se aleja uno de sus crímenes. Puede que esto ocurra siempre que la identidad se cierra sobre la palabra patria en vez de abrirse sobre el devenir de la experiencia, de lo que llega y deviene en nosotros, pero el caso es que la patria se había convertido para mí en una pomposa amenaza en boca de los líderes de la Junta Militar que había asaltado el poder en 1973.
Remordimiento y fuga. Abandono de lo vivido y deseo ante lo desconocido. Nostalgia y excitación. Enumero al voleo los sentimientos que me acompañaban al dejar atrás aquello que cargaba encima sin haberlo elegido. El equipaje era prematuramente denso para mi edad: padres separados, vida sexual absorbente y adolescente, una segunda lengua para siempre hospedada en la memoria de mis años de escolaridad en la Alianza Francesa, un misterio familiar que se levantaba los fines de semana en la cancha de fútbol del Estadio Israelita donde mi padre jugaba de defensa central, y el quiebre del mundo conocido que sobrevenía a la fallida revolución de Allende de la cual me sentía partícipe y testigo, con una militancia blanda pero irrecusable al momento de presenciar desde la torre de la Escuela de Ingeniería de Santiago el bombardeo a La Moneda.
Nada de todo eso existía ahora, y a veces me parecía que nunca había existido: tantas eran mis ganas de olvidarlo todo. Mi país era ahora ese cielo claro y luminoso bajo el cual el bus entraba al rodoviario, tras una larga travesía iniciada con el paso de la cordillera, seguida de una detención en Mendoza y de una noche rodando a través de la pampa como un animal desbocado hasta llegar a Capital en horas del mediodía. Allí me esperaba el exilio de mi padre, que luego sería mío, y una felicidad personal que no cabía en su promesa, tocado por la novedad camaleónica de una ciudad que adopté como propia desde el instante mismo de pisar la primera esquina.
Mi padre había arrendado un departamentito de un solo ambiente en la calle Vicente López al llegar a Callao, donde nos acomodamos como pudimos con mi hermano Ricardo, quien anhelaba volver a Chile y de hecho no tardó en hacerlo, apurado por la necesidad de sumarse a la oposición clandestina contra Pinochet. Mis prisas eran otras, se diría más poéticas que políticas: tomar distancia, abrazar lo nuevo, dejarme ir. Recuerdo que esa primera tarde recorrí el barrio hasta Plaza Francia y caminé de vuelta por Las Heras con la impresión de haber llegado a otro planeta. Compré mi primer paquete de Particulares y el tabaco me supo a perfume negro, a estación de trenes, a tumulto. La calle se agitaba. Era maravilloso estar ahí, mientras las palabras venían a la mente como encantadas por el aire tibio. Nunca había escrito otra cosa que consignas en los muros o aburridos exámenes para pasar de curso, pero esto era distinto. Las palabras hilaban la realidad y la transfiguraban en algo peculiar, consistente, sensible y agudo al oído. La ciudad se abría, se dejaba recorrer al pronunciarla. Buenos Aires era amor a primera vista. Los olores de la tarde y los aprestos de la noche formaban círculos alrededor de los cafetines por donde una muchedumbre entraba y salía. No había miedo ni ese aire de traición y recelo que se había impuesto en las calles de Santiago. Ese primer día en la ciudad yo era un bildungsroman, una novela de formación con dieciséis años cumplidos y sin otra mácula que la mala conciencia de sentirme como un doble de algo o de alguien, un otro recién llegado a un lugar ajeno donde siempre había estado. Un extranjero en casa, en suma.
DOS
En su “Prólogo” a Caminar por el desfiladero de la cultura y la barbarie. En torno a lo judío, el filósofo argentino Ricardo Forster apunta con precisión al cruce entre exilio y memoria como clave inteligible para abrir la experiencia de la judeidad, es decir para desplegar el relato del ser judío sin serlo en la observancia religiosa ni en la vivencia de sus tradiciones. “Lo impostergable (del judío) nace de ese cruce (del exilio y la memoria), allí se forjan los hilos de acero de una continuidad hecha de vanos intentos por abandonarla. Su presencia no constituye una virtud sino una cita con lo impostergable de nosotros mismos”.
Pero si exilio y memoria hacen las veces de alimento terrestre para ese advenimiento de la conciencia, es a la palabra a quien le corresponde ser la llave de ese sujeto de aprendizaje, y no al revés. Es la palabra, en su actividad de búsqueda y tanteo, es decir en sus condiciones reales de existencia “fuera de casa”, quien produce el significante de la judeidad, antes que un rezo el viernes por la noche o un ayuno prolongado en Yom Kippur. Así se entiende que el ser judío sea tanto un enunciado auto-evidente como una bienvenida que sólo el sedimento del tiempo y la escritura vuelven impostergable, traduciendo lo que Forster designa bellamente como la presencia de la huella biográfica que “testifica, a través de su permanencia, aquello que nos marca”.
Diría más: es en una palabra anterior, cuando aún ésta no es plenamente articulada como tal en el conflicto entre le foyer et le lointain, entre la tierra natal que se vuelve cada día más ajena y la tierra de acogida que se hace más y más familiar, donde lo judío, como dice Forster, se revela como “un modo de leer e interpretar”, “un encuentro extraño con palabras de otros tiempos y una suerte de impostergable deber ético que siempre está allí, casi secreto, pero operando infatigablemente sobre mi conciencia”.
Apunto esta anterioridad como un proceso inconsciente que, al menos en mi caso, devino en escritura de lo judío en lo no-judío y viceversa, muy en consonancia con la experiencia diaspórica de una judeidad sin territorio ni cierre en una identidad nacional. De hecho, lo impostergable aludido por Forster deviene una imagen que adopta sus rasgos propios con el tiempo y sobre todo ante el tiempo, con el curso de los años y la urgencia de una alteridad que no resiste homologarse sin disenso.
No fui judío hasta muy tarde, quiero decir. Y aun hoy puede que no lo sea del todo. Ser un judío no-judío ante sí mismo puede considerarse el primer síntoma del judío asintomático, tal como se autocalifica Tomas Abraham, de origen rumano pero argentino para todos los efectos civiles y políticos. En mi caso, antes de llegar a serlo, me distraje, me dispersé y aprendí de todas las corrientes que confluían secretamente en el campo magnético de una judeidad que, en 1974, cuando salí al exilio e hice memoria siendo muy joven, no pasaba de ser una vaga acusación de quienes deseaban saber algo más sobre mi apellido. Si la extranjería fue mi escuela desde entonces, la escuela del exilio y de la falta como carencia y delito al mismo tiempo, Chile por otra parte era ya la tierra prometida de un reencuentro posible que me habitaba. Regresé muchas veces, y sigo regresando hoy con la obstinación de un amante kafkiano que no se decide a amar del todo, desconfiado y necesitado del despecho que provoca en otros su insistencia en alejarse, y en donde por muy espontánea e inmediata que sea su chilenidad, no logra sacudir la paradójica impresión de jugar de local en tierra extraña. Tan cerca y tan lejos, siempre, que no dejo de coleccionar frases y citas donde la dispersión y/o la distracción —como dicen de mí mis amigos— reinan de manera casi inconsciente por encima de cualquier otro criterio antológico.
Aquí un ramo al azar, tal como están en la aplicación del celular:
“Todo fue entonces presa de la velocidad y se abismó en la lejanía” –Franz Kafka.
“Así que ya conoce la lengua del país extranjero. Es su lengua materna” –Joseph Roth.
“Mi utopía es la de escribir un texto inhabitable” –Enrique Lihn.
“Yo estoy escuchando ese silbido en la oscuridad. Yo que estoy enferma de condición humana” –Clarice Lispector.
“En su trabajo destacaba un hombre judío como yo, de una familia medio asimilada, cuyos valores judíos habían perdido contenido, y cuyo espacio interior era desértico y embrujado” –Aharon Appelfeld.
“ ̈Ser judío significa, y esto lo escribo porque me lo dicta la hija de mi voz, ser poseedor de un secreto” –Alejandra Pizarnik.
“Pronto sabré quien soy” –J.L. Borges.
“Uno es tres, de eso se trata” –José Kozer.
“Nunca he amado a ningún pueblo ni a ningún colectivo por sí mismo —ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase trabajadora ni a ninguna otra. Efectivamente, ‘solo’ amo a mis amigos y el único tipo de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas” –Hannah Arendt, carta a Gershom Sholem, 24 de julio de 1963.
Palabras fuertes y sabias estas últimas, que sin conocerlas ya llevaba conmigo conforme la vida en Buenos Aires parecía ajustarse a mis expectativas. Tenía nuevos amigos, y cursaba con solvencia mi último año escolar en el Nacional Buenos Aires, gracias a una gestión personal del rector Raúl Aragón que, en acuerdo con el directorio, había invitado a un reducido grupo de chilenos a incorporarse al tradicional colegio de la elite porteña en un gesto de solidaridad académica con los hijos de exiliados. Cursaba el turno de la tarde, y a las seis ya estaba libre para ir a la Cinemateca, reunirme en El Querandí o La Puerto Rico (nuestras confiterías favoritas) con los compañeros de promoción, y caminar las calles hasta medianoche hablando de literatura y política con Alejandro “El Mono” Valente, el mejor guía y amigo que podría haber encontrado para actualizar mis lecturas. Alex me hablaba de Dostoievski, de Kafka, de Arlt, y discutíamos si era posible condenar a Georges Politzer al olvido por su dogmática comprensión del marxismo. Buenos Aires no dormía, y tampoco nosotros.
Una especie de disfrute pleno nos acompañaba, favorecido por un último año de escolaridad donde las notas ya no importaban y cada uno comenzaba a planificar su vida futura en medio del fervor político dentro y fuera del colegio. Los fines de semana tocaba partido al otro lado de la línea del tren, junto al río, donde nuestro equipo, Radagaiso, se medía vistiendo la albiceleste (hay una foto que aún conservo por ahí). Luego nos reuníamos en la casa de Martín Malamud, otro buen amigo que dibujaba figuras coléricas y vivía en Palermo, o me iba al barrio de Chacaritas donde estaba Selva, mi primera novia, o me dejaba caer donde Gustavo Villares, que vivía cerca de la estación de Belgrano R y estaba siempre dispuesto a recibirme. Para todos yo era ‘el amigo chileno’, una especie de personaje que vivía espiritualmente en la frontera, y del cual no se sabía cuándo un día pasaría del otro lado.
Me hice viejo recordando esos nombres, esos rostros que tambien fueron míos. Entonces el mundo con sus figuraciones cabía en un trozo de papel. Escribía en servilletas que luego mostraba ante mi audiencia cautiva, poemas que no valían nada sino fuera por el encanto de leerlos y hacérselos escuchar a mis compañeros del Buenos Aires, todos generosos, puros en su entusiasmo y pacientes con mi prosopopeya, solidarios y fraternos como no habrán otros. Mi patria súbita era la palabra, no tenía necesidad de ninguna otra aunque suene demagógico y sea mentira, porque no hay ser humano que no tenga necesidad de hogar, de seguridad y relaciones de confianza con la cual crear de nuevo el entorno que lo inscribe en una comunidad; allí donde sembrar aunque sea una identidad provisoria y aún sabiendo que todo acabaría, como era mi caso.
Antes de terminar ese año fabuloso de 1974, el colegio fue intervenido y su rector, Raúl Aragón, fue destituido. El Nacional era dependiente de la Universidad de Buenos Aires, y tras la muerte de Perón en julio y la designación de Alberto Ottalagano en septiembre para ocupar la Rectoría de la UNBA, el destino del colegio quedó marcado. El gobierno ya estaba en manos de Isabel Martínez y José López Rega, ideólogo de la macabra Triple A y ministro de Bienestar Social nada menos, por lo que no fue una sorpresa que Ottalagano, un fascista confeso y admirador de Hitler, llegara a hacerse cargo de la Universidad en medio de advertencias a los profesores, estudiantes y administrativos de origen judío para que “se estuvieran tranquilos” y no se hiciran notar demasiado, de modo de “no despertar la cólera de los arios”, según reporta la prensa de la época.
Fue como encender la mecha y excusar a la pólvora por el incendio.
Según cifras oficiales, de las aproximadamente 30 mil víctimas del terrorismo de Estado en Argentina, un 69% del total tenía menos de 30 años. Los estudiantes constituyen el 21% del total. Sólo del Nacional Buenos Aires hay 105 desaparecidos y asesinados. Hace unos años, Irene Saccone, la bella Irene a cuya casa quinta íbamos cada tanto y a cuya madre yo adoraba porque me recibía con libros de Cruchaga Santa María y Vicente Huidobro para mostrarme y comentar (cuestión que me halagaba enormemente porque entonces quería decir que Irene le hablaba de mí, en circunstancias que yo vivía platónicamente enamorado de Irene), me hizo llegar La Otra Juvenilia, un libro de Santiago Garaño y Werner Pertot que recopila y articula de un modo coherente la experiencia del Buenos Aires en aquellos años de inocencia, militancia política y brutal represión. El libro incluye fotografías de las primeras víctimas del Nacional, como Eduardo Beckerman (19 años) y Franca Jarach (18 años), ambos asesinados por la Triple A en agosto de 1974 y junio de 1976, respectivamente, así como un listado con información precisa sobre cada uno de los 105 alumnos muertos o desaparecidos. Los apellidos judíos abundan: Martín Berkovich (21), Pablo Dubcovsky (17), Alicia Zimman (22), Claudio Slemenson (20), José Rosemblum (19), Claudio Tisminetzky (21), Eva Ullman (22), Gustavo Vaisman (21), Gerardo Hoffman (21), entre muchos otros. Sólo entre mis compañeros de promoción, la del año ’74, figuran Ana María Franconetti (20), Nora Friszman (19), Horacio García (21), Marcelo Gelman (19), Alberto Gutman (19), Alberto Hojman (19), Juan Carlos Losoviz (20), Jorge Nakamura (21), Patricia Palazuelos (20), y Carolina Segal (20).
Diez compañeros de promoción asesinados o desaparecidos antes de cumplir los 25 años es una vergüenza, un horror, una memoria intransitiva para cualquier país, cualquier gobierno, cualquier recinto educacional y público, cualquier poeta no importa su edad ni tendencia.
No exagero si digo que el paso por el Nacional Buenos Aires hizo de mí el tipo de judío que soy.
TRES
Hace unas semanas, dialogando con amigos argentinos en Chile adonde fui a pasar las fiestas del Año Nuevo, saltó a la mesa el tema de Argentina 1985, la película de Bartolomé Mitre que narra los juicios a la cúpula militar de Videla y compañía luego del retorno a la democracia. No sé cómo llegamos a la discusión de cuán fidedigno o forzado resultaba el retrato del fiscal Julio Strassera (Ricardo Darín) y su ayudante Luis Moreno Ocampo (Juan Pedro Lanzani), acompañados del equipo de jóvenes abogados que llevaban la firma del casting de Netflix para hacer más digerible el amargo drama de la memoria sobre la guerra sucia.
No sé cómo llegué de un salto, decía, sin casi solución de continuidad, a esos primeros días en Buenos Aires cuando conocí a Daniel, a sus padres Hugo y Blanca, a su hermano mayor Sergio y a su hermana menor Betina en el departamento familiar de Laprida y Peña al 2600, en pleno barrio norte y muy cerca del edificio de Vicente López donde vivíamos. Debió ser a causa de una visita desde Santiago a la cual hubo que hacerle espacio en nuestra reducida vivienda, porque fue entonces cuando la solidaridad de los Tarnopolsky surgió en medio de la prisa para conseguir hospedaje. Invitado a mudarme con ellos durante el tiempo que fuese necesario, abusé de la hospitalidad durante semanas, sin deseos de volver al piso de Vicente López donde chocábamos unos con otros en el estrechísimo espacio de un solo ambiente. Los Tarnopolsky estaban emparentados con Chile a través de la abuela paterna de Daniel, cuya hermana Sofía vivía en Santiago y era la madre de Jacques Chonchol, ex ministro de Allende que había liderado el programa de reforma agraria en Chile y estaba exiliado en Francia para 1974. La solidaridad era por tanto un pariente directo para los Tarnopolsky.
Judíos laicos y liberales, la familia era originaria de Ucrania como la nuestra, y cuando llegué a vivir con ellos fue como llegar a casa, a mi antigua casa: una madre infatigable y entusiasta, un padre protector y compasivo de sus hijos, hermanos celosos y obstinados, unidos todos por un judaísmo practicado en diagonal y que se manifestaba solo en las grandes ocasiones. Con Daniel no demoramos nada en hacernos amigos e intimar, vulnerados por una confianza inmediata alrededor de temas que nos apretaban a los dos: la identidad judía, la identidad de izquierda, los padres y hermanos, las vocaciones balbuceadas. Teníamos la misma edad, y acaso fuera ese modo desapegado de vivir la judeidad, tan próxima a las costumbres de la mía, que el vínculo con Daniel se transformó en poco tiempo en una entrañable coincidencia de humores y complicidades.
Veo la foto en que estamos los dos en el departamento de Peña 2600 y se me sueltan los ojos. Hasta hace muy poco, cuando la foto llegó a mis manos, no conservaba ninguna imagen física de los dos juntos durante el tiempo que me hospedé en la casa de los Tarnopolsky, y esta que tengo al frente fue rescatada de milagro por Alex “El Mono”Valente en su libro Mon année 76, autoeditado en París hace menos de dos años y enviado a mi dirección. La foto nos muestra abrazados y de pie, con la vista dirigida hacia un tercer espacio del departamento de Peña, quizá hacia la propia habitación de Daniel porque recuerdo bien que me había cedido su cuarto mientras él ocupaba el de su hermano Sergio, que estaba siempre de salida con su novia Laura del Duca, con la cual se casaría pronto.
Con la excepción de Daniel, todos ellos desaparecieron.
El padre, Hugo, era industrial químico y empresario. La madre, Blanca Edelberg, psicóloga y educadora. Sergio, el mayor de los hermanos, tenía 22 años, y Betina, la menor, solo 15. Lo escribo, vuelvo a escribirlo, no quiero pensarlo. Y sería una obscenidad explicarlo. Yo estuve ahí, con ellos, desayunando cada mañana en medio de una conversación caótica y disparatada, con risas y bromas de lado y lado. Sólo Sergio militaba, y acaso Betina lo hiciera también en una agrupación de estudiantes secundarios afín al peronismo de izquierda. Ni Daniel ni sus padres lo hacían.
Los testimonios y antecedentes recogidos a lo largo de años de búsqueda sobre el paradero de cada uno de ellos y de los tormentos que padecieron en las cárceles clandestinas, hablan manifiestamente de un encono antijudío como incentivo para secuestrar y exterminar a todos los miembros de la familia. Si no hay crimen que se excuse del desprecio a la vida, el brutal genocidio de losTarnopolsky no tiene dimensión humana: fue hecho para quemar el rastro de un mundo común a todos y sumergir los restos en el puro terror, para divulgarlo y multiplicarlo cuanto se pueda, para enloquecer al que se le oponga con su memoria.
Pero entonces nada sabíamos con Daniel, y en la foto no somos más que dos adolescentes confiados en que la noche del 14 de julio de 1976 no llegará nunca. La redada fatídica hizo estallar la puerta del departamento de la calle Peña con una bomba y el secuestro de los Tarnopolsky se consumó en casa de la abuela, donde esa noche se hospedaba Betina.
Meses antes, a fines de 1975, Daniel había vuelto a recibirme en la misma casa familiar, pero esta segunda vez ya asustados y sigilosos los dos, él para protegerme y yo para esconderme por unas cuantas noches, luego de que un grupo de tareas se presentara en el departamento de Charcas con Pueyrredón, en el barrio Once, donde para entonces nos habíamos mudado con mi padre. No volveríamos a pisar el lugar después de escondernos en el subterráneo toda esa tarde y, de manera imprudente, me hospedé dos o tres noches donde Daniel. Dos o tres noches que con los años fueron acumulándose en el cerebro hasta convertirse en cientos de noches bajo la penosa reconstitución de los hechos, obligado por la duda, buscando bajo la alfombra alguna pizca de responsabilidad propia en la tragedia de Daniel, hasta que él mismo despejó la duda. De esos días recuerdo que a mi llegada a la calle Peña, y ante el nerviosismo de todos, sin las ideas claras ni dominio alguno sobre la situación, solo atiné a buscar un nuevo asilo en la casa de la familia Vidal, chilenos al fin, donde paradójicamente podía sentirme a salvo antes de salir de la Argentina a comienzos de 1976. No mucho después vino el golpe de Videla y las cifras de muertos y secuestros clandestinos se dispararon.
Estaba ya en Caracas cuando recibí la noticia de la desaparición de la familia Tarnopolsky. Daniel había viajado a Chile donde su tía abuela para protegerse, pero también de allí se había largado muy pronto. Santiago, al igual que Buenos Aires, era tierra quemada. Tiempo después desapareció mi primo Fernando Brodsky, segundo hijo de Mauricio y Sara, los generosos tíos argentinos a cuya casa íbamos con mi padre a almorzar los domingos en plan de familia extendida y recobrada.
Mucha muerte; mucho dolor, pienso ahora.
A mis 18 años tenía la impresión de haber vivido demasiado. Estaba ante el tiempo como ante un pelotón de fusilamiento.
CUATRO
Con Daniel no volvimos a hablar sino hasta una tarde de primavera en 1983, en una plaza que debió ser la del barrio que conocíamos bien y en un país que recién asomaba la cabeza con la democracia. Me contó que era Jazán en la sinagoga de París, donde se había radicado después de una breve estancia en Israel. Seguía vinculado con la musicoterapia, su pasión de siempre, pero ahora de forma profesional. El canto litúrgico en la sinagoga le daba la paz que Argentina le había quitado, pero quizá su función en la sinagoga llegara para él de forma natural: en su rol de Jazán así como en su profesión, Daniel era un mediador nato, capaz de elevar las plegarias y los rezos ceremoniales por sobre su condición de víctima, y esto gracias a una benevolencia y generosidad personal que siempre habían estado con él.
Lo digo sin cargar tintas de colores sobre su carácter.
En su admonición “El escritor judío en Estados Unidos”, el crítico Karl Shapiro argumenta que el escritor judío de cualquier región del mundo no tiene como tarea elevar sus quejas a Dios, sino poner su voz por encima de ellas y conectar con alguna forma de santidad. “El escritor judío, en cualquier parte del mundo moderno, tiene el problema de recuperar la conciencia judía, que en nuestro caso es una conciencia de Dios. No estoy hablando de religión —advierte Shapiro—, la religión es solo el producto de esa conciencia. Al escritor judío que quiera dar la espalda a esa conciencia solo podemos darle nuestra bendición y dejarlo ir. Pero para el escritor judío consciente, en Estados Unidos o en cualquier otra parte, debemos señalar su obligación de establecer esa conciencia en un lugar central en su obra; se trata del derecho, por así decirlo, a la existencia de Dios”.
Para Shapiro, la metonimia de Dios es la santidad: un don tocado por el estatuto de lo verdadero, destinado a conectar la condición humana con la divina. Esa santidad espiritual puede pensarse como el contrario exacto del judío catastrófico que describió Jean Améry: allí donde Dios se ocultó en la Shoah, y el sobreviviente quedó marcado para siempre con su número de judío en el antebrazo, allí es donde también ese Dios habrá de aparecer para liberar a la conciencia de la humillación que aísla y esclaviza.
“La ausencia sin cuerpo no es la muerte. No se puede enterrar a alguien que de la noche a la mañana desapareció” escribió Daniel en Betina sin aparecer, el libro donde relata su historia. “No se puede hacer duelo, llorarlos, despedirse. Mis desaparecidos son muertos vivos. Nadie me confirmó su muerte ni su vida, solo las tres mujeres y los entredichos, los comentarios de los otros sobrevivientes. Sin embargo, tengo que tratar de entender y enterrarlos en mi interior, si no ya no puedo seguir viviendo”.
A pesar de todo lo vivido, su fortaleza y bondad seguían en pie. Conjeturo que, en parte, era debido a esas mismas características personales que antecedían a la tragedia y ahora lo singularizaban en su decisión de abrazar el judaísmo. En una sinagoga de Paris, Daniel había realizado su primer Izkor, el rezo por los muertos que en la tradición solo pueden hacer los parientes en línea directa, y había vuelto su cara no hacia la religión sino en busca de contacto con la geometría de Dios, por así decirlo, para incluirse en ella y crear un orden alterno, consciente de la historia que acompañaba a su apellido y de los esfuerzos que cada uno de los suyos había realizado para incorporarse a la sociedad argentina sin por ello cortar el hilo de la judeidad.
“No hay nadie aquí”, recuerdo que me confesó entonces. “Este lugar, Buenos Aires, está vacío para mí, no tolero este silencio”.
Quien así hablaba lo hacía con la palabra del testigo absoluto, es decir de quien ha hecho de su condición un relato del ser en su acepción más radical: Daniel testimoniaba con su vida una convicción en la verdad y razón de la propia conciencia, haciendo de mí el testigo del testigo que atestaba su verdad. En efecto, solo la casualidad de no llegar a dormir esa noche a la casa de Peña 2600 lo había salvado de la matanza, haciendo de su vida un testimonio irreductible de la existencia de la familia Tarnopolsky que un crimen inútil había tratado de borrar.
“¿Qué es posible para mí?”, se preguntó Imre Kertész en 2013 ante su traductor al español, Adam Kovacsics, en un diálogo sostenido en Berlín y publicado por el diario El País poco antes de su muerte. “Nada absoluto, nada universal, nada eterno, nada grand style” respondió el autor de Sin destino. “Solo una obra que lleva la marca de mi ser tan prisionero como yo. Bien es cierto que puedo superar mi situación, pero solo partiendo de mi situación anterior; bien es cierto que puedo acceder a otra situación, pero llevo consigo toda mi ropa y el polvo de un determinado camino”.
Pienso en Daniel cuando vuelvo a leer las palabras de Kertész, enfermo de Parkinson y ya imposibilitado de escribir a los 83 años, pero lúcido como un joven iluminado al advertir su propia condición como la del testigo que se va, un testigo que no pertenece a las literaturas nacionales sino a la cultura y a la historia europeas del siglo XX, y en particular a la tradición judía de esa historia. “¿Significa eso que acaba la labor testimonial de quienes sobrevivieron y que hay que pasar del plano de la experiencia al plano del espíritu?”, se pregunta de nuevo él mismo, y de inmediato se responde: “Sí, exactamente; esa es la esencia de mi obra: trasladar lo ocurrido a una dimensión espiritual”. Y aclara: que quede en la conciencia de los lectores, que traspase la superficie de las ideologías y las abstracciones para incorporarse a sus vidas reales.
Para Kertész, la fuerza de un testimonio consciente de su falta de destino antecedía y daba forma a una ética de la literatura, haciendo de esta operación un vínculo indisoluble con lo real del lenguaje, con su carne viva e irredenta, ya que es en la palabra y acaso solo en ella donde es posible superar la infelicidad del exilio y la extranjería del mundo.
Pienso en Daniel. Hablo con Daniel todo el tiempo a pesar de no verlo hace años (la última vez fue en 2009, cuando presenté en Buenos Aires la novela Bosque quemado, que narra precisamente la escuela del exilio). Discuto en silencio con esa geometría de la santidad que él alcanzó como testigo absoluto. Y no tengo dudas que ésa es también su patria, tan súbita como Buenos Aires lo fue para mí al bajar del bus ese primer mediodía de 1974.
Hay otras posibilidades, por cierto, que pueden ensayarse en torno a esta geometría de la judeidad: está el célebre judío paria de Arendt, el catastrófico judío no-judío de Améry, el judío asimilado o parvenu de la Ilustración europea, el judío no sionista de Deutscher, el judío diaspórico que somos todos, el judío Schlemihl de Heine y Von Camisso, el judío antisemita de la izquierda radical, el judío anarqueológico y marrano de Moreiras y Graff Zivin, el judío meteco, etcétera). Todas y cada una de estas categorías remiten a historias personales que, en rigor, puede que no existan para la mayoría de los cristianos, como reza el dicho. Puede que no sean más que pesadillas retóricas para quienes nunca padecieron sus tensiones. No importa; ellas fundan la diferencia entre quienes creen que el infierno está en el juicio de la otra vida en el cielo y aquellos para quienes el infierno está en la tierra y arde entre nosotros. La única retórica identificable en esta secuencia quizá radique en filmar una película sobre el nunca más.
Recuerdo haber visto Argentina 1985 con la garganta apretada, temblando por dentro según avanzaba el metraje. No me angustiaba tanto el horror de los testimonios como el miedo de ver aparecer a Daniel en una reconstitución de escena montada sobre imágenes de archivo durante su declaración ante los tribunales. No habría podido ser. No habría podido calzar esa imagen con las que guardo de esos años que compartimos en la casa de la calle Peña, aun sabiendo que no me asistía derecho alguno sobre la historia ni sobre el guión que daba forma a los testimonios, todos tan reales que ni siquiera la pantalla lograba desfigurarlos. Raro, pero así ocurre cuando lo real supera tanto al documento como a la ficción.
Iba a hablar de la patria y de la neurosis de tenerla tan cerca y lejos a la vez, pero terminé hablando con Daniel sobre la geometría de la judeidad, sobre la Argentina de mi memoria y el bildungsroman de Buenos Aires. Quizá sea mejor así. Que la patria quede para el juicio de la otra vida.
[*] Este texto se publicó bajo otro título (“Geometrías de la patria súbita”) en la antología compilado por Leonardo Senkman, Ires y venires. Escrituras migrantes latinoamericanas judías (Equidistancias, 2023).
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Obras citadas
-Améry, Jean. At The Mind’s Limit. Granta Books, 1999.
-Forster, Ricardo. “Prólogo a: ‘Caminar por el desfiladero de la cultura y la barbarie. En torno a lo judío’”. La Tecl@ Eñe.
lateclaenerevista.com/libros-prologo-a-caminar-por-el-desfiladero-de-la-cultura-y-la-barbarie-en-torno-a-lo-judio-por-ricardo-forster/. 16 julio 2021.
-Garaño, Santiago y Werner Pertot. La otra juvenilia. Biblos, 2002.
-Shapiro, Karl. El escritor judío en los Estados Unidos. Traducido por Edgardo Dobry, Cuadernos LIRICO. doi.org/10.4000/lirico.6863. 20 enero 2019.
-Tarnopolsky, Daniel. Betina sin aparecer. Lom Ediciones, 2012.
-Valente, Alejandro. Mon année 76. Autoedición, Copymedia, 2021.