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La foto de Pinochet

Roberto Brodsky
Publicado en Diecisiete, 1 de mayo 2013


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Mi tema es Augusto Pinochet, nada menos. Iba a decir que mi ícono es Augusto Pinochet, pero suena feo. Hay como un compromiso que se desliza bajo el posesivo: cualquiera diría que me gusta Pinochet o que me disgusta tanto que al final me gusta, siguiendo esa rara forma de masoquismo político tan extendida entre la izquierda latinoamericana.

Esto me recuerda la anécdota de Augusto Monterroso cuando, allá por 1968, Mario Vargas Llosa lo contactó para invitarlo a escribir un relato sobre Somoza en una antología que entonces se preparaba sobre el tema de los dictadores latinoamericanos. La crónica cuenta que Monterroso rechazó cordialmente la invitación, temeroso de que ocuparse de Somoza pudiera intoxicar su propio acercamiento a la literatura. Dicho en otras palabras, para hablar sin demagogias de un dictador hay que buscar las zonas de empatía posibles para hacer del relato algo verdadero, y también querible. Con toda razón, claro, Monterroso no estaba dispuesto a semejante ejercicio. Por mi parte, no tengo desafortunadamente la posibilidad de seguir al escritor guatemalteco en su decisión. En las arrugas de la biografía, en el ejercicio del  periodismo y en las fallas  geológicas de la literatura, en la  obscenidad de la patria, el ícono de  Pinochet se me impone sin necesidad de invocarlo.

Pero Pinochet es Pinochet; no me lo pueden quitar, como dice la canción. Es curioso, porque en Chile hoy nadie quisiera pegarse a Pinochet, pero tampoco nadie toleraría que pasara al olvido. Al tabú de Salvador Allende se ha venido a sumar así el tabú de Pinochet: cara y sello de la misma moneda incendiada en  1973.

Y aquí  quisiera hacer una propuesta introductoria de carácter general: antes de hablar del ícono de Pinochet, primero pongámonos de acuerdo en cuál de todos los íconos vamos a considerar: aquél del Salvador de la Patria, del Combatiente de la Libertad contra el Comunismo y Héroe de Occidente, de acuerdo a la opinión no tan minoritaria como la que han sostenido Margaret Thatcher y otros relevantes conservadores fuera y dentro de Chile; o si bien apelaremos a  la figura del Gran Dictador, General asesino, cobarde, traidor, además de reputado ladrón. Es decir, se trata de despejar primero el enigma de los usos del ícono para luego considerar sus propiedades intrínsecas. Al respecto, basta mirar las casi 130 mil entradas de Pinochet en Google referidas sólo a las imágenes. 130 mil entradas, donde la primera constatación seria, sólida y objetiva, es que Pinochet está asociado a personajes y temas tan diversos como Karol Wojtyla, Fidel Castro, James Bond, el muralismo mexicano, el dolor de cabeza, las Islas Caimán y  la venta de sillas de  ruedas con posaderas ergonométricas.


Un enigma, una paradoja

Hay más, muchísimo más en la tormenta de imágenes que acuden al llamado de Augusto José Ramón Pinochet Ugarte en la pantalla del computador. Pinochet con casco negro a lo Darth Vader y levantando la espada de La Fuerza. Pinochet vestido con capa de vampiro y adornado con una corona de huesos antes de subir a un avión piloteado por la Muerte. Pinochet deslizándose velozmente en una silla de ruedas Four Wheel Drive hacia el infierno, donde los diablos se han amotinado contra su indeseable presencia. Pinochet metamorfoseado en un grotesco porcino que amamanta las cuentas del Banco Riggs y el negocio internacional de venta de armas. Pinochet animalizado o humanizado, como se quiera, en el cuerpo de un chimpancé y luego multiplicado según la variedad disponible en un amplio registro zoomórfico: Pinochet buitre, Pinochet hiena, Pinochet sapo, Pinochet cocodrilo, caricaturizado y trucado y reproducido y muerto y remuerto hasta la náusea en su féretro de almidón, como si mantuviera a través de esta proliferación iconográfica un ojo todavía bien abierto y vigilante desde la sorna de la impunidad, mientras Chile y el mundo desfilan ante su cadáver expuesto en la Escuela Militar.

Para el visitante del ícono, sin embargo, surge algo parecido a un enigma cuando se enfrenta a esta proliferación de los posibles que circulan con la facha de Pinochet, según si está en manos de sus detractores, de sus defensores, o de sus neutralizadores, novísima categoría que inauguró el desprestigio de su cuenta corriente entre la derecha chilena. ¿Dónde está, en efecto, el ícono? ¿Dónde se sitúa el núcleo de las significaciones en esta batalla de imágenes? ¿Cuál es el original del ícono de Pinochet entre los muchos retratos gloriosos o infames que se le han hecho, y ya que incluso los términos “glorioso” e “infame” no remiten a una lectura única?

Fue revolviendo esta pregunta que caí en la cuenta de dos constataciones sorprendentes. La primera resuelve el enigma de los muchos Pinochet que tenemos en mente, mientras que la segunda abre una paradoja sobre el único Pinochet posible.

• Constatación primera: la imagen de Pinochet más recurrida y recurrente, tanto en sitios proclives a él como en los sitios que lo atacan, e incluso en aquellos que lo objetivan, es la primera. Es decir, cuando Pinochet se transforma en Pinochet. Está sentado en un lugar que no es el Palacio de La Moneda, un sitio acondicionado de urgencia ante el incendio que se adivina detrás o al lado, en el espacio muerto de la foto, o quizás en el alfombrado, o en los muchos otros militares que pululan alrededor. Lo que fuera, Pinochet mantiene un gesto de rigidez absoluta, marcial, complementado por el edecán que se mantiene de pie a sus espaldas y los dos forman una sola figura, como dos negativos que aplastan cualquier asomo de contraste. Pinochet se mantiene entonces sentado y no dice ni pio. El detalle es que lleva gafas oscuras, cruza los brazos sobre el pecho y deja su gorra militar en las rodillas. El gesto, impertérrito, solitario, arrogante, es de quien ha cometido un acto deshonroso o un crimen y es felicitado por ello. La simetría de los dos hombres, uno sentado y el otro de pie, el vacío que crean alrededor, y luego la postura, el detalle de las gafas, los brazos y la gorra, la quijada dura del que duerme con los molares demasiado apretados, todo ese conjunto de trazos y huellas que llamamos signos, hacen de la imagen primera de Pinochet, el ícono de la amenaza y el castigo. Su aura, si hubiese que seguir a Walter Benjamin en el análisis de la fotografía y del fascismo que estetiza la política, está en estado puro, antes de la proliferación que lo volverá irreal y del merchandising político o comercial que bajo ese nuevo traje lo absolverá, lo despenalizará al sacarlo del ámbito de los hombres reales y de sus normas, ya hecho ícono de ese momento de auténtica conmoción. Es el instante del poder total y dramáticamente se trata de una imagen de consenso, el momento iconográfico donde se encuentran detractores y defensores, puños en alto y nacionalistas fanáticos, unos porque la imagen desnuda lo que Pinochet acaba de inaugurar, otros porque revela la disposición y el liderazgo que esperaban ver aparecer.

• Constatación segunda: una vez ya instalado como ícono, reproducido y multiplicado como tal, y puesto a competir con sus colegas en el Salón de la Fama, sorprende y asombra descubrir que Pinochet asume sin mayor escándalo la boina del Che, pero no al revés; que puede fijar los anteojos de Lennon sobre sus gafas sin que se le caigan, pero no al revés; que puede incluso calzarse la túnica de Gandhi y tomar prestado el traje a rayas de Abimael Guzmán, pero no al revés. Es decir, la inversión de los signos y su contrabando decididamente no funcionan con el ícono de Pinochet. Es la paradoja del camaleón. Él puede ser todos, tiene esa facultad y ese poder, pero nadie puede ser él. Nadie toma su lugar. Es una paradoja escandalosa desde el punto de vista político, e injusta desde el punto de vista de la historia de las imágenes. Pero sobre todo, se trata de una paradoja literaria. Ya lo sabía Borges cuando visitó a Pinochet: la literatura y la espada se cruzan en un espacio innombrable, el espacio donde el poder absoluto de nombrar las cosas, identificarlas y transformarlas, es una sombra de la espada que cruza y sangra los destinos humanos. Aun así, permanece increado el ejercicio de trucar el rostro ciego del Bibliotecario en la rígida postura del General. Lo que es seguro, es que nadie verá nunca al Che sentado con los brazos cruzados en gesto de ufana criminalidad, ni a Lennon con el rictus endurecido y la charretera militar cerrada hasta el cuello, ni menos a Gandhi con la gorra de servicio en las rodillas planchadas. De manera inquietante, y más allá de poner a prueba éste u otro intercambio, la facilidad de Pinochet para migrar y travestirse en líder demócrata, estrella de rock o padre de familia sin modificar su esencia, opera también como una acusación que dice: somos iguales, ustedes y yo. La única diferencia es que yo, Pinochet, les sirvo a ustedes; mientras ustedes, hombres libres, me obedecen. Como decía: el ícono de Pinochet es la paradoja del camaleón.


Álbum personal

No quiero hacer justicia con el ícono de Pinochet. Ya no. En diciembre de 2006, hace apenas dos años atrás, Pinochet hizo “perro muerto” y se fue sin pagar, como decimos en Chile cuando alguien va a un restaurante, disfruta de la cena y huye antes de que le traigan la cuenta. Denunciar o promover su rol en la historia reciente no tiene efecto alguno en la impunidad que lo dejó pasar y, para uso del futuro, más vale desarmar el ícono que sujetarlo en su inamovilidad. Además, Pinochet es una experiencia que cansa; aterrorizarse, esconderse, protestar, arriesgarse, huir y votar contra él no han constituido ningún placer singular a lo largo de los años. He escrito ya demasiado sobre Pinochet. Una vez, cuando regresó a Chile luego de que fuera detenido en Londres, lo vi entrar a una clínica privada ubicada al  lado de donde yo vivía. Recuerdo que todos nos arremolinamos en torno a la guardia que lo protegía y le vi la cara y grité: “¡Asesino! ¡Asesino!” y luego todo me pareció irreal: los gritos de los demás, los gritos que yo daba, la cosa enferma que era Pinochet y todo cuanto ocurría en torno a él. Luego, como en un poema de Ernesto Cardenal, entré a mi casa y escribí un largo artículo donde hablaba del juicio a Pinochet, de la transición chilena, de los políticos y sus debates retóricos como de una enorme comedera de Kafka a la que estábamos irremisiblemente condenados en mi país. Nunca lo reprodujeron en la prensa. Hace casi dos años, cuando Pinochet falleció, escribí en The Clinic “La hora del asco”, un breve artículo que dio la vuelta al mundo por la simple razón de que no festejaba ni lloraba la muerte de Pinochet y más bien se asqueaba de la pusilanimidad compartida. Navegué noches enteras por internet bajo las mil imágenes posibles, guiado ya no por la amenaza y el castigo que representó, sino por la prosperidad del ícono. Al contrario de buscar hacer justicia con Pinochet –algo que el propio ícono neutralizó al hurtarlo del juicio de los hombres para entregarlo al de la mitología– mi intención era desbaratarlo, unirme al partido de Monterroso y sortear el pozo ciego que nos propone toda dictadura en su primitiva eternidad de los opuestos.

La salida que buscaba, sin embargo, no la encontré en las imágenes de internet sino en una tarde de abril de 2004. Una revista chilena me había encargado entrevistar a María José Martínez, hija de Jacqueline Pinochet y vocera cívica de su abuelo desde que éste regresara a Chile a enfrentar los juicios en su contra. Los Pinochet vivían en La Dehesa, un barrio de cartón en la parte alta de la ciudad, con casas enrejadas y jardines vigilados por cámaras de seguridad. Fui allí tras acordar los términos de la entrevista. Ella, María José, me recibió con amabilidad y diplomacia. Los dueños de casa no estaban en ese momento, llegarían por la noche, y nos sentamos en el living los dos solos a charlar sobre el momento familiar. María José era una joven de 21 años, estudiante de Derecho en una universidad privada, tenía novio pero tenía dudas, y su coquetería tenía también un tono de infidencia. En un momento decidimos apagar el grabador. Llevaba puesto unos jeans muy ajustados y una camisa suelta con los botones superiores sin abrochar. La piel mate, los labios crudos y sin tintura, el pelo negro recortado sobre el cuello. En fin, también de mi parte creo que surgieron algunas dudas ideológicas. Qué bien se estaba allí. María José era una mujer inteligente, segura de la defensa de su abuelo y convencida de su rol de vocera. Por supuesto, sabía bien qué velas llevaba yo en ese entierro, y no importaba que se apagaran en ese momento. Discutimos, fumamos, nos calmamos. Hasta que ella me invitó a conocer la oficinita donde se recluía su abuelo. Fue una imprudencia, claro. O una tentación. Dije que sí, nos levantamos los dos y ella me guió hasta un espacio contiguo al living en el primer piso. No sé por qué cerré o entorné la puerta a mis espaldas cuando ingresé.

¿Qué pensaba hacer? ¿De verdad estaba a punto de tener un affaire con la nieta de Pinochet, allí mismo en su estudio o biblioteca? Me sentí en una escena de Agatha Christie con decorados góticos. Todo exquisitamente de ultraderecha. Rarísimo y sin embargo el aire se volvió más íntimo, casi secreto. Estábamos muy cerca el uno del otro, con esa cercanía inquietante de los ascensores, cuando nos pusimos a mirar las fotos del abuelo en los estantes.

Había también libros y medallas. Pero sobre todo fotos, muchas fotos: José Augusto Ramón cuando era cadete, su matrimonio con Lucía, Pinochet con la familia, con Don Francisco, con el Papa Wojtyla, con los miembros de la Corte Suprema, con los Matte, los Urrutia y los Manzano, con cabos y almirantes, senadores y presidentes, con los políticos de la transición y con los empresarios de la dictadura, un álbum impensado de fachas y sonrisas y abrazos y apretones de mano como si se tratara de la crónica visual de los últimos treinta años de la historia nacional, contenidos en esa estrecha trampa iconográfica. Creo que sólo entonces entendí lo que María José me estaba tratando de decir; comprendí su coquetería y su lento reclamo, mientras yo buscaba con la mirada, un poco al desgaire, a un lado y otro, fingiendo asombro y como quien no quiere la cosa: —Ahh, sí, mira; mira quién está aquí. Y éste otro, ¿dónde habrá sido? Y ¿cuándo fue esto?— mientras María José seguía atenta, vigilante a mi lado, muy cerca la verdad y, como dije, muy guapa, muy fáctica ella, poniendo la nota al pie de cada foto: —Esto fue en tal fecha, ésta otra cuando le pidieron no sé qué y aquella cuando lo visitaron en relación a éste otro asunto. Qué bien, qué bien; la galería Pinochet como un caleidoscopio; sí, exactamente como un Aleph, mientras yo seguía afanado en busca de “el bibliotecario”. —¿Y Borges? —¿No hay una foto de tu abuelo con Borges?— dije al final y ya vencido. —No sé—dijo ella —no creo—como si lo conociera bien.

Miramos un poco más sin encontrar. Después alguien llamó desde la sala. Habían servido café. Salimos de allí en silencio. De pronto todo volvía a la temperatura esperada. La galería se cerraba a nuestras espaldas. Ella se había explicado bien. Yo había entendido. El pago de Chile fue siempre el mismo, a fin de cuentas: hacer de las glorias nacionales gente normal, sin atributos. Era un final demasiado triste para no ser cierto, un final de próspera banalidad como son todos los finales de las dictaduras que terminan en una casa de Lo Barnechea, sin protestar, sin hacer ruido, encerrado en la gloria familiar de las fotografías. Qué alivio, además: no encontrarme con Borges en aquella falsa biblioteca. Qué alivio no tener ni una sola admiración que compartir con el ícono de Pinochet.


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Roberto Brodsky, “La foto de Pinochet”, en Mayer Foulkes, Benjamín y Francisco Roberto Pérez (eds.), Tráficos, 17, , México, 2013, pp. 305-312 (Diecisiete, teoría crítica, psicoanálisis, acontecimiento, volumen 2)

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Texto leído durante el ciclo “Los íconos de nuestro tiempo”, que tuvo lugar del 15 al 17 de abril, 2008, en el Palacio de Bellas Artes, ciudad de México, auspiciado por la Fundación de Estudios Iberoamericanos Gonzalo Rojas. Los coordinadores fueron Fabienne Bradu y Philippe Ollé-Laprune.



 

 

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La foto de Pinochet.
Roberto Brodsky