De una manera que me resulta difícil explicar, estos Últimos días son también los primeros. No quisiera argumentar a favor o en contra. Mi esperanza es que el lector responda a esta paradoja una vez que concluya la lectura de la novela. He revisado el texto dejando intactas sus imperfecciones; no porque crea en ellas sino todo lo contrario: mejorar un texto ya nacido y publicado previamente es creer en las esencias o en la divinidad gramática, lo que equivale a cargar sobre el autor un error todavía más grueso del que se busca corregir. Por lo demás, es a través del error que un texto respira su verdad. De modo que sólo he intercedido en algunos detalles menores, además de abreviar el título original, Últimos días de la historia. Como se ve, no lo he cambiado sino solo recortado sobre sí mismo el título a Últimos días para abrirlo a su vez, en parte como agradecimiento a mis editores y homenaje a la Colección José Kozer por el interés demostrado, y en parte como saludo a la modestia conquistada desde la primera edición de 2001, cuando la inseguridad me obligaba a buscar títulos extensos en la ocurrencia de hacerlos más notorios.
Los días que cuenta esta novela son los mismos con un nuevo nombre, o casi, y la misma historia acaba con ellos. Entonces fui impensadamente feliz porque libre, y la certeza de que los días relatados por esta novela fueron trágicos para el resto y reveladores para el personaje que los narra, me convencieron en su momento que debía escribirla. Al fin y al cabo, escribir es una anomalía, algo que se desplaza contra la corriente mientras dura su impulso, y esta novela hace suya dicha condición. Este relato es, entonces, también mi historia o parte de ella, los últimos días de lo que fui y, siendo así, de lo que nunca dejaré de ser, ya que haber sabido vivir y morir con él ha contribuido a su misteriosa juventud. Es lo que creo sin falsa mitología. Por más que intente o ensaye fórmulas de éxito, ahí seguirá el epígrafe de Benet que acompaña el texto y hace el remedo de su canto.
Hace un rato, solo y en la noche muy lejana del barrio de Palisades donde vivo, regresé por una vía impensada a esos últimos días de los que probablemente nunca salí. Volví a verme a los quince años en el piso más alto de la torre de la Escuela de Ingeniería, casi un niño atisbando a los soldados que avanzaban parapetados entre los árboles del parque, incapaz de despegar los talones cuando vimos el bombardeo venir y el cielo se interpuso, los ojos de ella, la frente despejada, el miedo, el vértigo, la guerra, el asombroso erotismo del fin, y unas manchas de ceniza cruzando su expresión abismada ante el edificio en llamas mientras la escena se desvanece en un arrebato vertical. Fui ese tiempo, me digo, ahora que confío en mi escritura y no necesito más de los títulos extensos para seguir adelante.
Fui ese tiempo y esa escena digna de plegaria. Abrazado a ella escribí esta historia, su anacronía y su redención, trasvestida en un cyborg-sexual que gasta sus noches narrando siempre la misma caída que nos abre a la extrañeza del mundo.
Quizá el destino de toda corrección, de todo desplazamiento, no sea otro que el de fijar de mejor forma lo que ya es pasado, irremediablemente pasado. Se me ocurre pensar esto cuando hoy en mi país hay gente bienintencionada y de moral intachable que desearía con toda su buena voluntad cambiar la historia, liberarnos a todos de su peso y circunstancia. Olvidan que esa historia es lo único serio que nos va quedando. O lo que le va quedando a cada uno de nosotros en su cielo particular. Mencioné que fui feliz porque fui libre en esa historia, por desgraciada que fuera. Tal como se relata en esta novela, ya no me queda de la derrota sino su lección, su performance. Es más, no quisiera que la historia cambiara, como tampoco quisiera darme a la corrección de los eventuales errores del texto en busca de no sé qué esencia verbal o poética, moral o narrativa; ni mucho menos que otros vengan a imponer el cambio de la historia por todo lo ha que dejado de darnos. Antes que tamaña calamidad ocurra yo prefiero eliminarla, hacer el corte de una vez. Este procedimiento es mucho más sencillo y menos doloroso que construirse una nueva historia de reemplazo. Sí, prefiero dejar fuera la historia como lo que es: una superstición de autor, y quedarme en cambio con la escritura de los minutos contados, las horas de espera, los suspensos del deseo. Mis últimos días.
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Prólogo a «Últimos días» (novela)
Roberto Brodsky
Publicado en Rialta, 2 de junio de 2017