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Historias de amor en "Jamás el fuego nunca"(1)
Por Rubí Carreño Bolívar
Revista Taller de Letras n° 43: 189-195, 2008. Pontificia Universidad Católica de Chile
rcarrenb@uc.cl
1. Libera a los prisioneros
“Las únicas relaciones verdaderas son las clandestinas”, dijo el que
había estado callado toda la noche. Había sido una larga conversación
sobre lo que habíamos hecho, lo que haríamos o lo que nos gustaría
hacer, pero que, evidentemente, por algún motivo, no estábamos
haciendo; hablábamos demasiado. Frente a la mesa se encontraba
una pareja de pocos años en la que parecía que de verdad jamás el
fuego nunca había pasado y los que desde ese día nos convertiríamos
en ese bultito a veces insoportable llamado “nosotros”. Estudie al
calladito y su aseveración medio cínica, medio realista y, finalmente,
romántica en estricto sensu y me sentí capaz, otra vez, de todas las
canciones... “volver a los diecisiete, después de vivir un siglo”.
Más que a la vulgaridad del triángulo amoroso la idea del clandestinaje
me llevó a un tiempo que no fue hermoso, ni fuimos libres, y cuya única excepción al horror o al tedio, consistía en que los sueños no
se guardaban en castillos de cristal: “Si te quiero es porque sos, mi
amor, mi cómplice y todo, y en la calle codo a codo, somos mucho más
que dos”… Somos mucho más que dos, cantábamos convencidos en el secreto de esa verdad, sotto voce, con el compañero del CODE, del
CODEPU, del CADA, de la Célula, de la vida eterna en cinco minutos,
mientras allá en la esquina, los chicos pegaban carteles.
Pero la estrategia de cruzar el amor con la política no solo estaba
presente en la Nueva canción chilena y la Nueva trova. No solo Víctor
Jara y sus estilizados amores de pobre dotaban de existencia a los
acartonados y sufrientes obreros del realismo socialista: “cuando
voy al trabajo, pienso en ti…” O en Silvio Rodríguez que trataba de
convencernos de que su deber era cantarle a la patria y no a “tu boca
pequeña dentro de mi boca”. También las Madres de la Plaza de Mayo
en Argentina o la Agrupación de Detenidos Desaparecidos en Chile
hicieron del amor maternal o de pareja su carencia y su recurso, su
razón y su fuerza.
“La vida en un tiempo, en un tiempo fui dichosa…”, cantaban las de la
Cueca Sola, y tantas otras retomaban el sempiterno discurso amoroso
adjudicado a las mujeres y le otorgaban una significación distinta y
poderosa tanto al amor como a su ausencia: ”Si al contemplar llorando
las estrellas/ se te llena el alma de imposibles/ es que mi soledad
viene a besarte/ para que no me olvides”. En esta apropiación de “Oración para que no me olvides” de Óscar Castro, luego convertido en
bolero por Ariel Arancibia y los Cuatro de Chile en los 70, el marxista
leninista, el humanoide, el terrorista, el subversivo, mostraba así su
cara de hijo y de amante y no solo el cuerpo detenido y desaparecido,
para que no lo olvides.
Una estrategia similar es la que usa Diamela Eltit en Mano de obra cuando toma el poema amoroso de la joven poeta Sandra Cornejo “Algunas veces la historia debería tener compasión y alertarnos” y
lo usa de epígrafe para su crítica a la sociedad neoliberal. Y mucho
antes de esta novela, en 1985, poco después de las grandes protestas,
junto a Lotty Rosenfeld y en colaboración con Mujeres por la
vida publican en medios como la revista Cauce y el diario La Época un inserto titulado Viuda. En ella aparece la fotografía de una mujer
vestida de negro con el siguiente texto de Eltit:
Traemos entonces a comparecer una cara
Anónima, cuya fuerza de identidad es ser
Portadora del drama de seguir habitando
Un territorio donde sus rostros más
Queridos han cesado.
Mirar su gesto extremo y popular. Prestar
Atención a su viudez y sobrevivencia.
Entender a su pueblo.
No aparecen en este inserto pagado ni las palabras asesino, ni desaparecido,
ni proclama política alguna. Solo queda de los 70 la palabra
pueblo como cita ineludible que contextualiza la viudez. El rostro de la
viuda aparece en los medios para mostrar que otros rostros queridos
han cesado. El Colectivo de Arte hace la llamada a la comprensión de
este drama, a acogerlo, no negarlo, y acompaña a la viuda a comparecer
ante nosotros.
“¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?” La pregunta de Carver
nos desplaza desde el terreno de las prácticas al de las retóricas. La
naturalidad con que la violencia, los celos, la envidia y el abandono
se yerguen en el nombre del amor se va desarticulando en la medida
que las conversaciones en torno al mismo van configurando el cuento.
Cuando hablamos de amor en un texto literario, el discurso edulcorado
del romanticismo se vuelve inquietante. No es tan fácil aceptar que
la mató porque la quería, que lo vistió y lo besó en la boca hasta los
doce años, porque qué no haría una madre por sus hijos. La literatura
como discurso, que es a la vez una praxis, es capaz, como lo sabemos,
de volver extraño lo familiar, en todos los sentidos del término.
En este sentido, el discurso eltitiano sobre el amor es a lo menos
doble. Por un lado, es la instancia que justificaría y haría tolerable el
abuso de poder económico o físico. Sería una especie, como dice la
misma Eltit, de “opio de las mujeres”, el discurso que las deja del lado
de los pobres y de las potenciales víctimas en tanto deberían soportar
y hacer de todo por amor, donde solo las prostitutas cobran. Pero
también, como vemos en la mayoría de sus textos, es lo que queda
de la mano del otro cuando todo naufraga. Como la literatura, es el
supremo resto, el hijo natural de la pobreza y del recurso.
Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit ha sido leída como la historia
de las batallas horrorosamente perdidas: la de la izquierda, la de la
pareja y la del cuerpo. Para la crítica mediática su novedad respecto
a otras novelas de la autora radicaría en que esta vez el objeto de su
mirada no sería el neoliberalismo sino la propia izquierda y su fracaso.
Para nosotros Jamás el fuego nunca (2007) es una historia de
amor en diálogo con las estéticas populares presentes en la canción
chilena y en las manifestaciones políticas de Mujeres por la vida y la
Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos; en todas estas
acciones el amor adquiere una dimensión política.
2. Esta mujer propone que salte y me estrelle…
Cada vez que nos juntamos con mis amigas es para hablar de enfermedades,
qué cosa nos duele, qué remedios tomamos, a qué chamanes
estamos yendo para la cura milagrosa. El cuerpo está siendo una batalla que se pierde, no sé si más ahora que entonces. Era el siglo
pasado, el milenio pasado, me levantaba a las seis de la mañana,
me arrastraba de la ducha a las clases con la almohada pegada a la
cara, llegaba a fumar un cigarro y a ver a Antonio Camus, que aunque
profesor de filosofía no se dedicaba al existencialismo. En medio de
las miles de horas de clases me invitó a leer El capital. Camus y la
lectura de Marx eran la liberación letrada de la dictadura familiar y
nacional, y digo letrada, porque éramos militantes, entonces solo leer,
fumar y analizar El capital, nada más.
Me dijo: “Soñé contigo”. Y se acabaron las clases de marxismo. Que
no podía, que yo atentaba contra su seguridad interior, que una cosa
era “el rojo amanecer” y otra ese rouge y zapatos escandalosos,
que ni en sueños golpeara la puerta de su casa y lo invitara a tirar,
a tirar todo por la ventana, que él no podía, que no habría ni perdón
ni olvido si me quedaba. Hace dos meses la vida le dio un golpe, su
polola, joven discípula, le administra los remedios y le lee Jamás el
fuego nunca, la novela de su convalecencia:
Esas manos, el absurdo de esas manos unidas mientras parcialmente
triunfantes nos tomábamos de la mano ante el sonido de La
Internacional, su música, su letra, elocuente o convincente, una fila
mítica de cuerpos exultantes y jóvenes, tan jóvenes y ya encadenados
a La Internacional, mientras sellábamos un imperioso compromiso con
la historia y tú cantabas y yo luchaba por fijar la letra de la canción,
no quería equivocarme, era peligroso, sí, cambiar una palabra o una
sílaba en el interior de esa letra magna y rutilante y convertir la canción,
nada menos que La Internacional, en un lastre, en un completo
desastre. (107)
3. Jamás el fuego nunca
¿Y de qué se trata la novela?, le pregunto a la Paula en la estación
Irarrázabal del Metro, quince minutos antes de la prueba. Ella suspira
compasiva consigo misma, asumiendo desde temprano en la vida
que no todos somos ni seremos como ella. Mira, me dice creyéndose
la Diamela, no creo que te sirva mucho que te la cuente, porque la
gracia está en cómo está escrita, porque todo transcurre en un mismo
espacio, la cama y, por otro lado, hay varias versiones de la historia
desencadenadas por un acto final de violencia.
Pero en un segundo pasa del desdén pedagógico al entusiasmo, y
me cuenta: “Es la historia de una pareja de militantes de izquierda
que todavía viven clandestinos, encerrados en una pieza, y desde
ahí recuerdan compulsivamente el siglo XX y sus tragedias. Son una pareja anacrónica en este siglo en que la gente se encierra en casas
para hacerse conocida ¿no?”.
Y sigue con su análisis: “Yo creo que hay como una especie de biopolítica
doméstica y femenina”, dice agarrando al vuelo la clase de
ayer de teoría con una soltura que no le vi a ningún profe. -“O sea,
en esa cama-casa ella administra todo lo relativo a la vida: reparte
el pan, los remedios y el escaso placer que da el chocolate. La protagonista
se define como una lectora, es analista y también lingüista.
Lee El capital cuyos párrafos contrasta con la deplorable economía
doméstica de la pareja. Y también lee los diarios, donde por supuesto
ya no aparecen las viudas o los rastros de los compañeros, solo los
rostros de los ex amigos, de los que se traicionaron cuando no hacía
falta. De repente, en medio del extremo control para poder sobrevivir,
ella se tienta con el enemigo y se compra un vestido rojo y esa es la
situación ambigua que a la vez los pierde y los salva. El vestido rojo
revela el cuerpo, su deseo, el embarazo. No queda claro si es hijo del
compañero, de los compañeros o producto de la tortura. El embarazo
radicaliza lo macro y lo micropolítico, se trata de la penetración literal
del enemigo, en la célula, en la pareja. Pero también el amor materno
rompe las divisiones, es el hijo del enemigo, amante o carcelero, pero,
sobre todo, es el amado hijo.
El niño enferma, no pueden salir de la pieza, tendrían que dar sus
nombres, salir del encierro y la clandestinidad, intentan salvarlo como
lo parieron, por sus propios medios. Fallece. Y la muerte del niño
revela otras versiones de la historia. La cama no es una cama, es una
tumba compartida con el resto de la célula. Y el niño no murió a los
dos años, fue asesinado a palos junto con la madre por un hombre
que no pudo perdonarle lo del niño”. –Claro –digo yo–, tratando de
alcanzarle los talones y algo más a la Paula. En Eltit la pareja sirve
para analizar tanto las políticas de género como las partidistas, o sea
la pareja se vuelve el escenario privilegiado para ver la guerra fría que
dividió al mundo en dos frentes, y la guerra fría que deja de un lado a
los hombres y del otro a las mujeres (me pareció que ese comentario
era menos rastrero que declararme feminista, y menos patético que
citar las relaciones de sexo y poder en Foucault, eso lo dejaré como
medida desesperada, total ahora ella me habla).
Mientras nos aplastan los que acaban de subir en Ñuble me dice imperturbable,
como si no estuviéramos prácticamente uno encima del
otro: “La cama no es un espacio erótico ni un lugar para el deseo.
Es una tumba, porque pululan las almas en pena de sus compañeros
asesinados, delatados, muertos”.
-“Como en Mapocho de Nona Fernández”, le digo para quedar bien con
ella, pero se enoja y me dice que nada que ver, que en Nona Fernández,
como lo dijo Lenka Guakiante en su tesis, los muertos aparecen en
clave televisiva, del tipo “Amanecer de los muertos vivientes”, que esto
es más bien como Pedro Páramo porque, como te dije, no se mueven
de la pieza y eso narrativamente es bien complicado de hacer. Creo
que la novela sigue esa tradición latinoamericana en que los espectros
no son voces, son cuerpos que comen, hacen el amor y se aparecen
por todos lados, pero acá no es como en el realismo mágico en que
la corporalidad de los muertos niega la muerte. En este texto –dice
con voz de crítica en ciernes– es como en las novelas chilenas del dos
mil: Santiago entero es un cementerio clandestino. Así que sí, podría
ser como la Nona, en realidad, afirma familiar, mientras evade a la
gente que se baja en Rodrigo de Araya.
-“Como en otros textos de Eltit, las mujeres somos capaces de transformar
y revolucionar entornos opresivos”, dice mientras sube una
mujer embarazada a la que no le dan el asiento. -"O sea no se trata
de una revolución con guillotina ni con imprenta siquiera”, afirma
doctoral, mientras mira con cara de culo a la persona que ocupa el
asiento reservado. –“Se trata del deseo, de volver a desear, más allá
de todas las heridas, del cotidiano, del fracaso, de la muerte. Y quizás
sea por eso que me gusta esta novela, porque el escribir tiene que
ver con las ganas de decir. Si en Mano de obra el género, la etnia y la
nacionalidad eran irrelevantes en relación a tener o no tener el uniforme
blanqueante del súper, en esta novela hay, a mi juicio, un retorno
a la primera Elitt, en cuanto a que se retoman los deseos colectivos
a partir de la épica triste, pero épica al fin, de un género femenino
aún capaz de subvertir los totalitarismos. A partir de este punto se
redefine entonces el papel del artista en el siglo que comienza. Se
trataría de una especie de militante, un resistente de una secta tal
vez rara y medio extinguida, pero con la fuerza de volver a desear y
convocar a su comunidad y abre la novela tan entusiasmada como
apurada antes que el metro se detenga:
Tengo que levantarme de la cama, ir a la cocina, preparar el arroz,
poner en el plato dos panes, solo dos. Tengo que volver a la pieza y
pasarme la peineta por la cabeza rota, apaleada, tengo que inventarme
unas manos porque no debo salir así a la calle, no quiero delatarte,
no es oportuno ni necesario. Me pongo el abrigo. Miro el montón de
células que ya están en un avanzado deterioro, me detengo en tus
células tiñosas y me dan unas infinitas ganas de decirte: levántate.
O decirte: resucita de una vez por todas y salgamos a la calle con el
niño, el mío, el de dos años, mi amado niño y llevémoslo al hospital.
Debemos llevarlo porque, después de todo, ya no tenemos nada que
perder. (166)
Llegamos a San Joaquín, los compañeros caminan con nosotros hacia
la salida. No podemos ver si la mujer consiguió o no un asiento, pero
la escuchamos cantar bajito una canción de cuna a su hijo:
Llegó con tres heridas
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
* * *
Obras citadas
- Castro, Óscar. “Oración para que no me olvides”.
- Eltit, Diamela. Jamás el fuego nunca. Santiago: Planeta, 2007.
. Mano de obra. Santiago: Planeta, 2002.
. y Lotty Rosenfeld. “Viuda”. Sitio web Memoria chilena http://
www.memoriachilena.cl/
- Fernández, Nona. Mapocho. Santiago de Chile: Planeta, 2002.
- Guakiante, Lenka. “Cuerpos silentes: el cuerpo herido como espacio de
significación del silencio en Mapocho de Nona Fernández”. Santiago
de Chile, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2005.
* * *
(1) Este trabajo es parte del proyecto Fondecyt 1080492 “Luces brotaban: autorrepresentaciones
de la letra en la canción popular y literatura chilena” y también parte de
mi libro “Memorias del nuevo siglo: jóvenes, artistas, trabajadores”, en preparación.