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POESÍA CAYENDO EN PICADA
SIBERIA. Roberto Contreras. Editorial Lanzallamas. Santiago, 2007.
Por Claudia Apablaza
Publicada en www.sobrelibros.cl
“Desconfiar de todo/ Desconfiar de todos/ Desconfiar de ellos/ Vivir en estado de sospecha”. En este poema “Primera lección moral”, de Siberia, reciente libro de Roberto Contreras, aparece el motivo de reordenar el miedo, de la falta de certeza, de dar otro el orden a lo ocurrido. ¿Cuál es este orden que le da Contreras? Un poemario plagado de guiños a otros autores: Bukowski, Parra, Droguett, Rimbaud, Artaud, Lihn, Piglia, Carver, Onetti, Martínez, Teillier, Cortázar, Bolaño. Un poemario de lápidas y muertes sobre otras muertes, de lápidas sobre lápidas y sobre las muertes primeras. La sensación de abismo que queda tras esas caídas. Un río constante. Un territorio para ir a morir. Siberia como un espacio para que los poetas mueran. Pero, ¿mueren acaso los poetas? ¿O desaparecen, como dice Tulio Stella en su Arte poética, y luego repite Vila Matas en El mal de Montano? Los poetas de Contreras –y él mismo, como los poetas chinos que deben desaparecer apenas alcanzan el estilo que han estado persiguiendo durante años– se internan en abismos y nieblas para dejar atrás la figura literaria y luego aparecer diez o veinte años después con otro nombre, dominando otro estilo u otro abismo. Y siempre en estado de alerta, de sospecha. Evitar así el yo-yo, el yoismo del autor sobre la obra y el estilo que ha alcanzado.
Sin embargo, en esta fiesta de muertes célebres y desapariciones pareciera que los invitados también son sujetos cualesquiera, como en el poema“Calle Miguel de Cervantes con 5 de Abril/ Villa Francia 1985. NN (s)”, no sólo personalidades admiradas como Bukowski o Kurt Cobain. La caída es también anónima, lejos de luces sobre luces, encandilamientos donde ya no puede leerse nada, ciegos sin remedio. Los poetas de Contreras van cayendo “de un túnel / a otro túnel / a otro túnel”. Hay en Siberia la brutalidad del tiempo como un ente abstracto donde se reflejan todas las figuras de todos los años posibles, en todos los espacios proyectados en una caja de cartón, en espejos de 15 x 25 cm. Se trata de hombres que caen en pozos, en espirales de desconfianza sobre desconfianza. De hombres que se reinventan en la desconfianza, en la desconfianza de esa voz que se recrea para sepultarse nuevamente y ahogarse. “Poesía cayendo en picada”.
Roberto Contreras nació en Santiago de Chile en 1975. Es escritor, crítico literario y profesor. Publicó en 1998 la novela Ahora es cuando por la editorial La Calabaza del Diablo. Actualmente es uno de los editores del colectivo Lanzallamas y mantiene su página personal en www.lanzallamas.com/escatologia.
–Hola Roberto, hablemos de la muerte como figura central de tu libro. ¿Cuál es la muerte central en Siberia? ¿Son muertes poéticas o muertes reales?
–La pregunta hinca el diente justamente en la motivación del libro: registrar la muerte de un proyecto de vida. Suena pretencioso, pero estos poemas buscan recoger esa condición de sobrevivientes, de muchachos lampiños o barbudos que sacrificaron sus vidas para reparar un país que volvía a la democracia. Resulta más fácil con los años mirar el trabajo –por fracturado, arrasado, fragmentado y desperdigado– que realizó la resistencia o el exilio de los creadores chilenos que sobrevivieron al éxodo o al exterminio que pudo haber sido el Golpe de Estado. Pero quién o cómo se escribe de una generación dañada como la de los 90, no sé. En este libro los que podrían ser los llamados hijos de la Dictadura aparecen identificados –burdamente, en una alegoría– como Hijos del Jeti, que sería lo mismo que decir: nacidos y muertos, perdidos en la nieve donde todos podrían dudar incluso de su existencia. La figura mítica del Hombre de las nieves es esa.
En ese sentido las muertes que tú bien describes son célebres, históricas, referenciales, lo mismo que anónimas o como una operación de rescate, porque construyen así un imaginario, más que poético-literario, fundacional. Pueden leerse como homenajes –los epitafios a Kurt Cobain, Droguett, Teillier, Bukowski, Maroto– pero también elegías, como la crónica del mirista Patricio Sobarzo –muerto por los agentes de Pinochet–, el poema a la chica que se internó en el mar descalza o la prosa intensa que cierra el libro con el tipo que saquea un camión repartidor y termina encarcelado. Se trata de mirar la muerte a los ojos, en medio de la nieve descubrir y constatar que estamos vivos y que, quizás, ese sueño de reconstrucción no nos corresponde –correspondía– personalmente, sino que era una tarea de toda la sociedad. El plan que me tracé con Siberia reconoce esa contradicción, decir que estamos derrotados pero vivos, porque el escepticismo nos fortaleció. Hay una canción de Fito Páez, “Naturaleza sangre”, que sintetiza muy bien ese estado: “un hombre se hace fuerte cuando se decepciona/ la fiebre pasó/ la rabia también/ la lógica al fin se nos deshizo en la boca”. Creo que el programa de la Unidad Popular y sus consabidas consecuencias tuvieron, aparte de crueldad y vileza, mucho de desilusión, y con esa derrota habría sido imposible construir algo. Tal vez los poemas de Siberia vengan a restablecer esa línea interrumpida.
–¿Hay una actitud de absurdo, de sospecha, de desconfianza de todo lo que te rodea o de todo lo que rodea a Siberia?
–Lo que describes evidentemente me rodea primero a mí, y por extensión también a este libro y a mi escritura. Puede sonar terrible decir que crecí desconfiando, y frente a eso no quedaría más que desconfiar también de mí como persona y como escritor, pero no es así. Es más, si traslado esa forma de entender las cosas a mi trabajo como profesor con muchachos de 13 a 17 años, creo que se vuelve algo todavía más sensato y de sentido común. Tengo un poema inédito dedicado a mis alumnos, se llama “Vocación”: “Supongo/ todo adolescente sabe/ lo que pasará con sus vidas/ durante los cuarenta años que le restan”. Insistir en esa sospecha, en el absurdo y la desconfianza, es proyectarse como constructor de la vida propia. El poema “Ellos” describe muy bien el engaño al que se enfrentan los ideales, y cómo la soledad es la única compañera en el momento crucial, cuando todos te dan la espalda. Y eso, aunque parezca de una claridad tremenda y sea una materia que no debería salir tan explícita en la literatura, en mí se vuelve un imperativo: nombrar la realidad, buscar recursos del lenguaje figurativo para ponerlo siempre como tema. Mi poesía es realista. Si eso sigue siendo indefinible en literatura creo que es problema de los escritores, no de los lectores. Nunca las grandes disquisiciones literarias son cuestionamientos del lector. La diferencia la hace la honestidad de una escritura.
–¿Crees que cuesta más trabajar en los textos desde ese estado de sospecha?
–Absolutamente. Y retomando la respuesta anterior, noto cierta presunción en lo que digo. Eso de sentirse capaz de desenmascarar con mis textos. Es ridículo ponerlo de ese modo. Me gustaría en cambio decir que en ese mismo sentido me gusta, más que escribir o hablar de mis escritos, sugerir nuevas formas de lectura. Vuelve a asomarse lo pedagógico: abrirse a la única forma de lectura, según yo, toca los mismos tres términos de tu pregunta: absurdo, sospecha, desconfianza. Es leer desde la sospecha. Si mi libro logra eso, mi satisfacción sería enorme. Después de todo, si las corrientes modernas de la literatura tensan la escritura hacia el metalenguaje, metaliteratura o a lo inter o extratextual en un autor, es necesario agudizar el ojo, blindarlo y descomponer el objeto porque la urgencia es (re)construir la obra a partir de (todos) esos elementos contextuales. Entender la obra como una posibilidad que sólo funciona desde la lectura cómplice, esa sería otra condición de mis textos: acusar complicidades, cercanías. Tal vez por eso abuso de referencias o de citas dentro del libro. Escribir en estado de sospecha exige una lectura desde un encuentro con el otro, establecer puentes de historias mínimas, “anónimas”, como las ponías tú, pero fortalecidas cuando se reconocen en su condición de una Historia colectiva.
–Hablas de una“poesía en pie de guerra”. ¿Hasta qué punto ves la literatura como arma de lucha social, o es una lucha que se defiende tan sólo de sí misma, que cierra la lucha en su propio territorio?
–Tomando un verso de Wallace Stevens –y que tan bien justificó el trabajo poético de Gonzalo Millán– creo que sí, “la poesía no es personal”. Y agregaría que debe ser política. Todo lo personal es político, escribir en la actualidad, y sobre todo poesía, no puede abordarse de otro modo. La poesía en sí ya es un ejercicio bastante burgués, y los grandes hitos de la poesía de algún modo lo han ratificado, por eso creo que no hay otro camino que el descrito por Bolaño, saber que la poesía no da de comer y que es un oficio terrible, peligroso, reñido con el fracaso. Si no es así no tiene ningún valor. Es sólo un juego con el lenguaje. En mi caso, escribir es una forma de subversión, de enfrentar un estado de cosas que están mal, tomando los hechos históricos como materia literaria para revisar la condición humana.
Hace poco leía Basuras de Shangai de Germán Marín, y me gustó cómo exponía el trabajo del escritor: “bajo la sospecha de que la literatura resulta cada vez más un ejercicio espurio, indefinido, en que la crónica o el ensayo pueden ser también otro modo de narrar, hemos decidido añadir unas páginas que a lo mejor la academia rechazaría. Confiamos, empero, en el posible lector que, libre de las fronteras genéricas, comprenda que la escritura, en su infinito tramado, es una sola al punto en que, a veces, temas pertenecientes en su origen a la ficción pasan con los arduos años a transformarse en documentos de la realidad”. Subvertir los géneros es la base para hacer una literatura viva, cercana, real, porque logra instalarse en lo que ocurre a todos y cada día. Mi trabajo de los últimos años se sitúa en esa frontera y Siberia es un buen ejemplo, como destacaba la crítica Francisca Lange sobre este mismo libro: “une recuerdos, historias y recortes genéricos en prosa, crónica, poesía, ilustraciones”.
Volviendo a tu pregunta sobre la “poesía en pie de guerra”, como quería Enrique Lihn, digo que sí, aun cuando él mismo remata su poema diciendo que si es en pie de poesía sería también en pie de nada. No puede haber una renovación del discurso literario si éste no se enfrenta a sí mismo desde su precariedad, su vacío, a partir de sus contradicciones. La poesía logrará ser más aguda cuando establezca una relación inquietante con el lector. Ahí creo que lo directo, la procacidad e ironía de un Claudio Bertoni desbarata toda pretensión superior del canon poético –la oposición que planteaba el manifiesto de Nicanor Parra, seguido al dedillo y mejorado por Enrique Lihn y Rodrigo Lira–, lo cual quedaría expuesto en líneas como estas sobre el exclusivo barrio de La Dehesa: “Las casitas/ De los conchas/ De su madre”.
Ahí la poesía sí que cae en picada. Pero no como un salto romántico al abismo, sino como un piloto kamikaze, no podría ser de otro modo. Convertir cada verso, en palabras de Maïakowski, en un barril de dinamita.
–¿Por qué trabajas con ilustraciones? ¿Cuál es el sentido de acompañar los textos con imágenes?
–Que el libro Siberia lleve ilustraciones es una forma de poner de manifiesto un proyecto de trabajo. Éste corresponde a la segunda publicación del colectivo y sello Lanzallamas, que antes presentó una suerte de antología, Pozo, en torno al crimen, la política y la marginalidad, tomando como referente el descuartizamiento de un joven en la periferia de Santiago. Desde esa perspectiva nos dimos cuenta que también nuestros libros, al igual que el sitio, debían abrirse a nuevas formas de expresión, ya que la difusión de creativa no puede reducirse sólo a una página web. El costo que tiene asumir un proyecto de autoedición debe celebrar esa posibilidad, extremando el trabajo material de un libro, desde su tipografía, diseño, formato y presentación. Queremos hacer libros que nos gusten. En eso la mano de Jko Contreras es fundamental, su trabajo encarna esas mismas búsquedas. Aparte de ser mi hermano, es un destacado diseñador del sitio y de los libros.
La otra razón de las ilustraciones fueron las ganas de compartir estos poemas con mi amigo Alejandro Wagner, haciéndolo participar en él. Wagner es el inspirador estético de Lanzallamas, autor del dragón de la cabecera de la página y del sello del león y el ángel que sitúa el nacimiento del colectivo en el centro mismo de la capital, Plaza Italia, donde puede verse esa estatua a orillas del río Mapocho. Mientras trabajaba con las últimas versiones del libro le pasé una copia a Alejandro y él, en cosa de una semana, trabajó como un poseso y me mostró sus bocetos originales. Es conocida la versatilidad y lo prolífico de su trabajo, Wagner es algo así como nuestro Da Vinci. Hizo cerca de veinticinco dibujos en tinta y lápiz, casi uno por poema, de los que seleccionamos diez y son los que aparecen en el libro. En algún sentido hay dos obras en una, que se complementan, y en ningún caso deben entenderse como simples ilustraciones. Los dibujos de Alejandro Wagner son la lectura que él hizo de mi libro. Siempre le agradeceré esa enorme generosidad.
–¿Qué relación esperas entre ética y estética en un escritor?
–Para responderte eso parto desde el estado del país en que nací, crecí y me hizo ver a la literatura como posibilidad. Un país desilusionado y alucinado, o lúcido y desesperanzado. Esta última perspectiva me gusta mucho, la tomo del colombiano Álvaro Mutis, quien presenta una definición de la literatura contemporánea a partir de la condición de desesperanza: “a mayor lucidez mayor desesperanza, y a mayor desesperanza mayor posibilidad de ser lúcido”. Estrechar esa relación es una de las búsquedas más constantes en mi trabajo. Si ese supuesto o principio ayuda a definir una ética, ya sea en un cuento, en un poema o una crónica mía, se estaría describiendo o permitiendo visualizar también mi estética.
Si vuelvo a lo que me quita el sueño, diría que es la realidad. Y ahí me quedo con la visión del ex-Chile o de una Empresa S. A., como diría el poeta José Ángel Cuevas, en que se convirtió el país. Fuimos el experimento y resultado de un modelo económico descarnado, al amparar la estabilidad civil en base a la desigualdad social, la injusticia, la desprotección. Donde terminó triunfando la impunidad en el plano moral y el individualismo en el plano ético. A nadie le importa verdaderamente el otro. La extrema riqueza –no la extrema pobreza– es el tema del Chile actual. Si eso no aparece como imagen de país en el exterior es deber de la literatura mostrarlo. Lo asumo como primera tarea en mi lista de urgencias literarias.
–¿Cómo ves el escenario literario chileno post-dictadura, tanto en términos de trabajo colectivo, posibilidades de publicación, crítica literaria, calidad de los textos?
–Antes señalaba que es fácil poder trazar ahora qué y quiénes hicieron lo suyo durante la Dictadura. Al vuelo menciono nombres como el CADA, Las Yeguas del Apocalipsis, El Trolley, Colectivo de Escritores, AFI, La Gota Pura, donde van apareciendo autores que todavía (re)suenan, como Eltit, Pepe Cuevas, Radrigán, Díaz Eterovic, Griffero, Lihn, Lira, Merino, Leonor Vicuña, Berenguer, Elvira Hernández, J. L. Martínez, Zurita, Pía Barros, Hoppe, Aceituno, Montecino, entre otros variados en sus manifestaciones –poesía, narrativa, teatro, plástica, fotografía– pero sujetos a una misma tensión: ser la resistencia política y cultural durante los Años del Lobo, como decía Droguett. Y en ese sentido conformaron agrupaciones colectivas de difusión (contra)cultural admirables. Esa forma de hacer confluir en movimientos las propuestas personales, volviéndolas colectivas, es rescatable para entender que así se genera el verdadero arte.
Actualmente esa misma definición está perdida, o no existe con la misma nitidez de entonces. La justificación reaccionaria y aburguesada se impone para decir que ya no estamos en Dictadura, por ejemplo. Esto equivoca su intención de salir airoso, ya que el estado de cosas –como he venido diciendo– pareciera presentarse propicia para esa confusión, y para hacer arte por el arte en muchos casos. No obstante, existen grupos artísticos y literarios bastante sui generis, como Kiltraza, la Nueva Gráfica Chilena, Ergocomics, el Foro de Escritores, estos últimos en la misma línea de editoriales independientes como la Calabaza del Diablo, Ediciones del Temple, Beuvedráis, Ripio Ediciones, todos grupos colectivos que promueven ciclos de lecturas, participan en ferias y van editando sus propias obras en tirajes reducidos muchas veces.
Frente a eso es exangüe la difusión y la recepción crítica. Existe sí, en el caso de los libros, un reducido grupo de críticos que se ocupan de estas publicaciones, pero el mercado sigue condicionando el trabajo la crítica literaria respecto a lo que generan las editoriales independientes, por lo que han sido los blogs o revistas electrónicas los mejores canales de muestra, entrega y relación entre los autores y sus obras. Entre algunos críticos que son además buenos lectores están Patricia Espinosa, Francisca Lange, Javier García y poetas como Ernesto González Barnert, quien viene desarrollando un nutrido número de entrevistas a poetas contemporáneos. Existe un excelente sitio, que podríamos identificar como el diario mural de la literatura chilena actual, www.letras.mysite.com, que se ocupa de mantener actualizado al lector atento. Es muy recomendable como medio informativo.
Ahora, si tuviera que señalar cuántos de estos grupos tienen una propuesta social o política explícita, salvo excepciones de individualidades, debería ser autorreferente con Lanzallamas y nuestros propios trabajos, que nos ubican más cerca de José Ángel Cuevas, Gonzalo Millán y cierto Lihn en los momentos más duros a comienzos de los años 80. Se habla de Pinos y Contreras como poetas políticos; para bien o para mal, creo que en Lanzallamas se difunden contenidos que compartimos y adscribimos en todo sentido.
–¿Por qué tardaste tanto en volver a publicar?
–Escuché hace poco que Piglia hablaba de ciertos poetas que desaparecen diez años para olvidar su estilo anterior. Si es aplicable a mí, genial. Pero creo que el publicar o no va más allá. Siempre he estado escribiendo, y mucho. Tengo una novela, Ballesteros, work in progress, hace más de seis años, y me cuesta moverme dentro de ese edificio de cerca de 400 páginas. En ocasiones regreso al texto fragmentándolo, saco partes, hago cuentos, como si se tratara de cajas chinas y fuera hallando momentos de un momento en un libro desbordado de literatura, pero muy vivo y real, porque Enzo Ballesteros es un escritor inventado, pero con una vida que lo inserta y une a la tradición literaria chilena del siglo veinte. Pienso en autores como César Aira diciendo que se deben escribir libros que no se parezcan entre sí, como si fueran escritos por otro. Él trata de cumplirlo. En el caso de Jorge Teillier se dio todo lo contrario, su casi decena de libros puede ser leída como un solo libro. Eso en poesía es más común de lo que se piensa. Pero también están Vila-Matas, Tabucchi, Carver o particularmente Bolaño, quien sobre todo en su narrativa traza puentes, rompe fronteras, arma y desarma entre sus novelas o cuentos como si fueran claves para descubrir un crimen. El lector de Bolaño opera como un detective salvaje. Si no se aburre o –en sentido figurado– se mata, por último va muriendo en el intento. ¿Cuántos han terminado de leer 2666? Creo que el lector moderno debe leer de manera suicida. Estoy de acuerdo con esa cruda pero bella imagen señalada por Piglia: “soy el equilibrista que en el aire camina descalzo sobre un alambre de púas”.
Es difícil publicar todo lo que se escribe. Ahora mismo estoy trabajando en una poesía tipo haikú, poemas mínimos en torno a un espacio muy específico: la costa central chilena, un pueblito llamado El Yeco. Son versos íntimos, familiares, vinculados a la naturaleza y el diario vivir: “Revuelvo las cenizas de una fogata/ sin atreverme a preguntar por los vecinos muertos/ La lluvia irá diciendo algunos nombres”; “A la sombra del ciprés/ recoger guijarros/ como joyas de un recuerdo futuro”; “Escribir como el viento/formando minúsculas dunas de arena/ entre mis pies”. Creo que antes me complicaba más sobre si debía publicar esto o aquello. Ahora siento mayor libertad en lo que hago y muestro. Desde realizar una crítica literaria, una clase, una ponencia, un relato, prosa poética, una crónica criminal como es “Bofe”, el texto que aparece en Pozo, o simplemente el guión para un comic sobre un muchacho antifascista asesinado en una feria persa de Santiago por un grupo de neonazis. En mi caso son los espacios de difusión los que imponen el pulso de escritura y publicación. Aunque siempre es más cómodo apostar a la autoedición y tener tu propio espacio independiente, como ocurre en Lanzallamas.