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"Antípodas", de Roberto Castillo Sandoval

Por Beatriz García Huidobro
Mensaje, 14 de diciembre de 2014



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¿Cuál es la atracción que las crónicas despiertan en los lectores? ¿Quién no busca, disfruta y atesora los textos de Monsiváis, eruditos y mordaces? ¿O los encantadores “articuentos” de Juan José Millás? ¿Y las insuperables columnas literarias de Juan Forn? ¿O esas irreverentes de Francisco Umbral? ¿O las agudas observaciones de Edwards Bello, de sorprendente vigencia?

Esto de las antípodas hace pensar en el origen ineludible que tiene la crónica en nuestra América, cuando los españoles que narraron las tierras y sus gentes y las hazañas de la conquista trazaron la primera descripción fantasiosa de una realidad que tenía mucho menos de oro y mucho más de sangre, mucho menos de fe y mucho más de crueldad. Como ha dicho Darío Jaramillo en su ambiciosa antología del siglo veintiuno: “Los cronistas latinoamericanos de hoy encontraron la manera de hacer arte sin necesidad de inventar nada, simplemente contando en primera persona las realidades en las que se sumergen sin la urgencia de producir noticias”.

La crónica, como género, está injustamente clasificada dentro de los géneros menores por su carácter de retazo, de fragmento de algo. Como si fueran escritos desde la perspectiva del flanèur, ese personaje hermosamente descrito por Baudelaire como “observador apasionado […] que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida”.

Libres de estructuras rígidas y formales, las crónicas dicen lo que quieren de lo que se les antoja y se mueven por el tiempo. Nacen de observaciones agudas y lanzan sus hilos, como una araña afanada, hacia otros momentos y lugares, trazando así una maraña única y personal, un tejido fino y sin bordes, una imagen completa de dendritas y vacíos.

En Antípodas, la prosa de Castillo discurre de un modo bien notable: se ralentiza cuando debe y da brincos cuando es necesario, describe con distancia y luego narra emotivamente. Está observando siempre con agudeza y luego nos retorna las imágenes con ironía o una inmensa compasión. Es una prosa aparentemente fluida, casi coloquial, que sin embargo está construida con mucha inteligencia y con un admirable sentido del ritmo.

El narrador de Castillo parece desdoblarse: es el observador que desde la distancia mira su tierra lejana, el observador de sí mismo en la tierra extranjera, el observador de los tiempos idos que los apresa con una memoria que va seleccionando y omitiendo, una memoria que se vuelve personal y colectiva.

Hay textos que resultan piezas literarias del más alto nivel, conmovedoras, hilarantes, profundas. Castillo toma a sus lectores y los sube a una montaña rusa emocional. Y aunque aborda temas muy distintos entre sí y se planta ante ellos con estrategias narrativas diferentes, el conjunto nos ofrece un panorama de nosotros los chilenos —arraigados o desarraigados—, nos muestra la realidad sobre la cual pasamos una mirada apresurada o a la cual miramos como un cuadro rígido, creyendo que esa foto es el encuadre permanente y no sabemos verla desde otros ángulos.

Cada crónica de Antípodas está repleta de fragmentos sabrosos, citables, universales y tan únicos como este: “[…] la niña que iba a ser mi madre inscribía sin cesar su mensaje en código, ‘menos mal’, con su letra patuleca. Era un ‘menos mal’ sentido, secreto y misterioso, la microcelebración por un peligro esfumado, por un enemigo que se distrajo, por un vidrio que no se alcanzó a romper, por un terremoto que no mató a ningún pariente cercano, por la enfermedad que pasó rozando y se llevó solo a su hermanita. ‘Menos mal’ por la indemnidad, por la supervivencia, aunque fuera precaria y provisoria…”.

Para ofrecer una síntesis de estas columnas, de estos cautivantes textos, qué más preciso que estos fragmentos del propio autor: “[…] estos textos desarraigados, desguazados, desguañangados, siempre fragmentarios […]. Estos escritos van lanzados como peñascazos en el techo, o como esos golpes de calcañar en el suelo que, según los antiguos, identificaban a los habitantes de las antípodas”.



 



 

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