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Elogio del resentimiento y acabo de Chile

Roberto Castillo Sandoval
https://robertocastillosandoval.com/



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Hace un tiempo, hablando por teléfono, le propuse a una amiga experta en la poesía de Enrique Lihn mi teoría cufifa de que tratar a Chile de «horroroso» era un insulto propio de enamorados, pura nostalgia mal disfrazada.

—Puede ser—dijo— pero lo de Lihn es poesía, lo que tú tienes con Chile es más como un rayado de baño, un rayado de asiento de micro, ni siquiera da para graffiti callejero; es pura amargura y confusión, discúlpame la franqueza.

Yo pensé contestarle:

—Lo mío con Chile no es amor ni poesía, es verdad, es algo mejor que el amor y que la poesía: es resentimiento.

Preferí no decir nada, porque el resentimiento no se explica, es pasivo-agresivo cuando no es incendiario; el resentimiento no es diálogo sino diatriba. Lo mío, quisiera haberle dicho, era el cardo y la espina, flores mortuorias regadas con sangre de narices, estiércol de colillas de cigarro y boletos de micro, alambre de púas, veredas quebradas, luma paca, puntete milico, goteras de invierno, remolinos de polvo en los peladeros, hogueras de basura, carnets de identidad arrebatados, ojos reventados a escopetazos. Qué podía sentir sino resentimiento ante el murallón coronado de vidrios rotos que para mí era Chile, qué podía hacer sino renegar de mis intentos por encaramarme a él con las manos desnudas, hechas tasajo.

Seguí sin decir nada, a la espera de su respuesta, porque el resentido sabe guardar la pólvora. Al otro lado de la línea se escuchaba un dingolondango de niños, música, risas de televisor, el batir de la vajilla en la espuma tibia, alguien afinando una guitarra, un camión que retrocede. Es decir, el rumor del silencio indiferente, sustento de toda alma resentida. Y luego, el clic de una amistad perdida.

Me asumo, en efecto, como un resentido. En el idiolecto chileno se le agrega intensidad al epíteto sumándole el sujeto de la mancilla y del menoscabo: un tipo resentido, o mejor aún, un huevón resentido. Eso es lo que soy, pero he progresado, no hueveen tanto: proclamo mi resentimiento con cierto orgullo, alegremente si me apuran, y estoy dispuesto a conceder altiro el punto cuando me acusan de resentido, o cuando me lo achacan tácitamente, cosa que pasa a cada rato. Podrá parecer sospechoso que los resentidos celebremos nuestra condición, pero hay que desmitificar el tema: nosotros los resentidos somos, en el fondo, gente jovial y bastante chistosa; lo afirmo sin el más mínimo dejo de ironía.

Es por eso que en esta coyuntura quisiera aprovechar de ofrecer este Elogio del Resentimiento. Erasmo de Rotterdam describió la necedad de manera tan laxa que a los traductores no les fue difícil brutalizar sus ideas, al punto que la estulticia original, materia complicada y profunda, quedó reducida a una simple «locura» simplona y algo payasesca. Para evitar ese problema, prefiero no definir qué es el resentimiento, porque no sirve de mucho constreñir un fenómeno que es tan complejo y tan vasto como la misma estupidez. Además, ya se han equivocado antes plumas ilustres que intentaron definir el resentimiento y pagaron caro su fracaso: ahí están los cadáveres podridos y resecos de Kierkegaard, Nietzsche, Scheler; he ahí el ataúd de Weber, la calavera estrábica de Sartre, todos derrotados por el poderío irrefrenable de lo que ellos quisieron despachar como ressentiment, una especie de envidia glorificada, una simple comezón infantil de mala fe.

Lo mío es distinto. Quisiera más bien elogiar el resentimiento por sus efectos, por la eficacia con que los resentidos del mundo somos capaces de aunar la teoría y la práctica. Nuestra guerra de guerrillas, por ejemplo, está basada en dos movimientos tácticos esenciales: el disimulo pertinaz y la meditada ejecución de la revancha. Acierta Alone, catador de poetas, cuando se refiere al resentimiento como «la llaga secreta» y acierta el historiador Mario Góngora cuando afirma que el resentimiento es el motor de la historia de América Latina, historia que es una marcha abigarrada y multiforme, con avances y retrocesos, hacia mejores formas de justicia.

Los resentidos sabemos que el respeto que se nos debe corresponde exactamente al respeto que se debe al derecho y sabemos que toda buena revancha será siempre el preludio del imperio de la ley. Por eso nos temen.

Así que brindo por el resentimiento, porque es la irisada agalla de mutante, de alienígena, con que filtro las aguas servidas de la expatria mientras espero que vengan tiempos más justos. Mi resentimiento es la tinta que gotea de estas cartas sin destino ni remitente fijo, estos comentarios reales de mestizo, este manojo de mala yerba de peladero, estos recados tomados de mal talante, estos tuiteos bloqueados o muteados.

El resentimiento es la batería recargable de todas mis querellas. Dicho de otro modo, mi resentimiento —no es sólo mío, somos legión, y todo esto debería leerse en primera persona del plural— es sagrado porque a mí me aúpa y a otros los asusta, los repele, les levanta espléndidas ronchas por todo el cuerpo.

Resentidos de mi país, sigamos haciendo chasquear nuestras cortaplumas, salgamos del closet, porque es cierto lo que dice el enemigo, el resentimiento es bilis y veneno que carcome al que lo siente, pero solo si se reniega de él. Si molestamos sin cesar con nuestro resentimiento, en cambio, dejamos constancia de que, sin nuestra anuencia, la patria, su consenso y sus ordenanzas son un compendio de ficciones estériles, son poco más que una serie de alianzas endogámicas, un prolongado simulacro, boato, pura ceremonia.

A los momios, a los fachos, a los patrones, a los que amarillean, a los que desmayan mirando la tele, les advierto que el verdadero resentimiento es vital y fecundo y que, por eso, no puede ser humilde.

A los otros, a los que les quepa el sayo, hay que aclararles que el resentimiento es más potente y más difícil que la solidaridad. Más aún: el resentimiento es la condición de la verdadera solidaridad, la que no admite atajos, la que se caga, si hay que hacerlo, en las buenas intenciones.

El resentimiento no es envidia, sino goce lúcido —y lúdico— de lo que se puede potenciar. El resentimiento, aunque imite sus formas, no es rabia destilada, incorpórea, ni rencor, ni odio vulgar, ni tampoco hostilidad, sino reconocimiento sentido y palpable de la propia valía, del cuerpo propio. El resentimiento es fuego y pulcritud espiritual. Denme un punto de apoyo y con este resentimiento muevo el mundo. Te hago temblar tu mundo.

Scheler decía que el resentimiento es el auto-envenenamiento de la mente; un tal Nietzsche decía que todo super-hombre es incapaz de resentirse por más de quince minutos. Yo declaro desde las antípodas chilenas que el resentimiento es guardián implacable, espíritu animal, nuestro quiltro negro infatigable.

 

Coda y respiro.

Gabriela Mistral, con sus ojos de huemul, ojos de agua atenta, dice que el territorio de la patria debe mirarse siempre así: «como nuestro primer cuerpo que el segundo no puede enajenar sin perderse en totalidad». Lo escribe con resentimiento, a sabiendas de que su segundo cuerpo era negado y borrado por la patria, sabiéndose enamorada de un país que le tenía vedado tomarse libertades con la primera persona del plural.

Reescrito a un mes de la gran rebelión de octubre de 2019, basado en un extracto de Antípodas; “Elogio del resentimiento” (Santiago: Cuarto Propio, 2014).

 



 

 

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