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El último cachimbo

Renato Cisneros
La República. Perú. 26 de Abril de 2015

 



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Pocas épocas tan avinagradas como aquella en que había que prepararse para ingresar a la universidad. Meses de meses memorizando fórmulas, paporreteando datos geográficos y trucos algebraicos, encadenando los nombres de presidentes en juegos mnemotécnicos que solo servirían para ese único momento, el momento terrorífico del examen de aptitud numérica y verbal, ese cuadernillo con más de cuatrocientas preguntas que medirían si uno estaba o no a la altura de las circunstancias, si uno era capaz o no de colmar las expectativas.

Los que recién egresábamos de la secundaria en los ochenta y noventa nos enfrentábamos a esa prueba con una mezcla de obligación e impotencia ante la falta de caminos alternos por los cuales, de haber existido, nos hubiésemos descarrilado gozosos y sin culpa.

Recuerdo que recién logré el ingreso al tercer intento; para entonces ya estaba agotado de rendir el examen. No hubiera soportado una cuarta postulación. Tenía casi dieciocho y una hartura e incertidumbre que me nublaban. Los exámenes, con sus preguntas capciosas de selección múltiple, habían logrado humillarme, dejándome muy rezagado en comparación con amigos del colegio que ya llevaban cursos de tercer o cuarto ciclo cuando me estrené como cachimbo. Tal vez por eso renuncié a raparme la cabeza: me daba vergüenza llegar tan postergado a ese triunfo.

A la larga nada de eso importó, pero en aquel momento sí que importaba. Me sentía descolocado, descompaginado respecto de los demás, a una edad en la que los demás, o mejor dicho su suerte, se vuelve un termómetro referencial de tu éxito o fracaso. La mayoría de chicos de mi promoción escolar había accedido a la universidad sin dramas, incluso los menos aplicados, tras rebotar en la primera oportunidad, consiguieron reivindicarse en la segunda. A mí me costó más. Un año y medio exactamente. No era menos inteligente que ellos, pero sí menos hábil en la competencia masiva. Odiaba y odio competir. Por eso más tarde, ya adentro, en Estudios Generales, me interesé por gente igual a mí, gente atrasada, gente que hubiera sufrido hasta los vómitos con la prueba de aptitud, gente distanciada del ambiente colegial, gente que manifestara algún tipo de repulsión hacia aquella forma de reclutamiento universitario que consistía en declarar a unos aptos y a otros no. Y aunque al final escalamos ciclos y obtuvimos notas reconfortantes, durante muchos años seguimos sintiéndonos así: no aptos para ese tipo de vida académica.

Todo esto me ha suscitado la lectura de Facsímil, el último libro del chileno Alejandro Zambra, que ironiza sobre lo estereotipado que era el famoso examen de ingreso a la vez que utiliza su estructura para colocar —en vez de aquellas preguntas disfrazadas de enunciados supuestamente lógicos que invitaban al mareo— textos hermosos acerca de las distintas formas en que uno puede sentirse desplazado o marginado o juzgado o ninguneado o puesto a prueba. Aquí  una muestra. En la pregunta 58 del apartado Eliminación de Oraciones, dice: “(1) No quería hablar de ti, pero es inevitable.(2) Ahora estoy hablando de ti. Y estás leyendo, y lo sabes. (3)Ahora soy un texto que tú lees y no quieres que exista. (4) Te odio. (5) Quisieras el poder de los censores. (6) Que nadie más leyera estas frases. (7) Te odio. (8) Me cagaste la vida. (9) Ahora soy un texto que no puedes borrar”.



 



 

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El último cachimbo.
Renato Cisneros.
La República. Perú. 26 de Abril de 2015