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RAYMOND CARVER: HACER OTRAS COSAS PARA VIVIR

Roberto Contreras
Quimera Nº358, septiembre de 2013




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“Loving everything that increases me”
R. CARVER

Durante algún tiempo confundí a Raymond Chandler con Raymond Carver. Entonces no había leído a ninguno de los dos. Tampoco tenía muy clara la diferencia entre la llamada “novela negra” y el “realismo sucio”, lo que si lo pienso ahora, visto desde esa ignorancia, podría hasta haber asemejado en su acepción, a las categorías a que respectivamente apuntaban. Por supuesto no me animé a confesarlo a nadie, porque, claro, estudiaba literatura y así como fingía y presumía (todos fingían y presumían) haber leído, en verdad, más de lo que había leído, resolví recién el dilema de los apellidos cuando a mediados de 1995 encontré en un puesto de libros usados, en la misma Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile, un ejemplar de su libro Catedral. Lo leí de vuelta a mi casa casi por completo, tanto que por poco me paso de largo la parada. Relacionar ambos hechos ahora, el viaje en autobús y terminar, particularmente el cuento “Conservación”, me resulta inevitable, tanto que las veces cuando vuelvo a transitar en auto por esa avenida, puedo recordarme sumergido en esas páginas. No tengo el libro a mano para referir con detalles, pero a grandes rasgos, recuerdo que habla de un refrigerador descompuesto, de una nevera averiada, de cómo todo o lo poco que tenían se ha deshielado, y urge comprar otro. El problema es ese, justamente, a lo que los lleva reconocer, como una consecuencia, pues esto ocurre a una pareja donde el tipo lleva meses desempleado, echado en el sofá y solo su mujer trabaja. Es ella la que descubre el desperfecto, y decide, sin quitarse el traje siquiera, cocinar los alimentos antes de que se descompongan. Esa misma noche fríe las chuletas, unos filetes de pescado y la comida china, y obliga a su esposo a comerlo. Aunque la historia es más que eso. Habla sobre cómo se afecta una relación de pareja por el trabajo, en este caso, por la cesantía, el paro de uno de ellos, que ha vuelto todo irreversible. Es la vida de una mujer que trabaja por mantener la casa, un desocupado que llena su depresión o desidia o indiferencia, con la lectura de un manual de buenas costumbres y el diario que su esposa le trae y este lee de punta a cabo sin bajar el volumen de la TV. El cuento termina con una imagen demoledora, y esto si lo recuerdo bien: el hombre descalzo en la puerta de la cocina, con sus pies en un charco de agua. Ella, como si eso les estuviera pasando a otros, solo atina a pensar –aunque no recuerdo si lo dice con estas palabras– que jamás volverá a ver algo así. El cuento es uno de los clásicos con finales abiertos, que por entonces, solo le vi escritos a Carver: ese tipo de finales abruptos, recompuestos en sus intersticios por el lector, que ahí se me presentó como un hallazgo, acaso como si hubiera estado esperando para que yo lo leyera e intentara comprenderlo, completarlo y luego decir, al cerrar sus tapas: “Esto significa esto”.

Lejos de ese entendimiento, aquellos puntos finales, ante mis ojos de los veinte años, resultaban una muestra de la función que podía adoptar la escritura en la recuperación de un mundo que nos parecía ajeno e inasible. Y al que recién pude acceder, supongo, cuando tuve una pareja más o menos estable, reconocí lo que significada levantarse para ir al trabajo, saber cuánto costaba llegar a fin de mes y entendí que las borracheras no siempre iban a ser alentadas o asistidas por amigos que me ayudaran a subir a un taxi. Después supe que esto mismo Carver lo había descrito solo con la naturalidad de quien tiene el manejo de su oficio y, por extensión, parecía venir de vuelta en una vida que antes lo llevaba como animal al matadero: “Tanto en un poema, como en una historia corta, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje coloquial, y dotar a esos objetos –una silla, una persiana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer– con los atributos de lo inmenso, con un poder renovador. Es posible escribir una línea de un aparentemente inofensivo diálogo, y provocar un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector. Como decía un personaje de Guy de Maupassant, ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que corresponde”. De ahí que ahora, al volver a esa lectura recogiendo su contexto, estas imágenes cobren mayor sentido, acaso porque aquello que había descubierto o se me había revelado, era también un pedazo de mi historia familiar, la de mis vecinos, de mis cercanos que sufrieron la recesión del ’82, quienes estuvieron desempleados en el ’99, los mismos que sumado a otros, pilló la crisis del 2011 y que aún siguen en el paro, sin saber que Carver, también escribió de ellos.

Lo que vino después fue una suma de coincidencias –¡aunque no existen coincidencias en literatura!– y a los meses de tener ese acercamiento con sus cuentos, estando de paso en la recién inaugurada librería de unos compañeros de curso, La Calabaza del Diablo, me hice de un especial del Diario de Poesía argentino (1989), dedicado en sus páginas centrales exclusivamente a la poesía carveriana. Hasta entonces no había leído sus poemas. Eso sí me animé a confesarlo, y leí el dossier acodado en una repisa, abstraído de la tertulia a mi alrededor, atento al cómo se abría ante mí aquella veta inexplorada de esos versos. “Su poesía narrativa”, como coincidimos en afirmar con Jaime Pinos, uno de los amigos libreros. Desde entonces han pasado casi dos décadas, y hemos seguido citando a Carver, así como fuimos incorporando a Kenneth Rexroth y a Ralph Waldo Emerson, en nuestras conversaciones.

Revisando ahora ese suplemento poético, encuentro este hallazgo, que nunca más vi citado, aunque en la traducción de Mirta Rosemberg y Daniel Samoilovich acusa como fuente aparecer en la edición inglesa de Bajo una luz marina. Cito un fragmento del poema “Para Semra, con vigor marcial”:

“¿Cuánto ganan los escritores?, dijo ella
a boca de jarro
Nunca antes había conocido a un escritor
No mucho, dije
tienen que hacer otras cosas para vivir
¿Cómo qué?, dijo ella
Como trabajar en una fábrica, dije
barrer pisos, enseñar en una escuela,
recoger fruta, cualquier cosa,
toda clase de cosas, dije...”

Con todo, por ese entonces mi preocupación no era trabajar. Y, en cambio, sí tenía mucho tiempo para leer y pasarme, ante la novedad de un computador en casa, noches enteras intentando escribir a lo Carver, encerrado en una pequeña pieza, de un departamento igual de diminuto, donde apenas cabía mi cama, el escritorio y un estante de libros que a los meses se fue convirtiendo en una biblioteca, donde compartían un lugar igual de preciado, tanto libros de colecciones, ejemplares comprados, robados otros tantos, junto a fotocopias de títulos que sabía nunca tendría. La primera novela que escribí –aún permanece inédita– se llamaba Recién me dijiste otra cosa, en una clara alusión, a ese afán dialogante de Carver al titular sus libros. Recuerdo mis años de estudiante, como un tiempo desacralizado para la imagen superior de un libro, ya que el valor –dada la relación inversa de mis ingresos– estaba puesto en la Literatura (con mayúsculas) no en los libros; cuestión que me hacía, desde ya, reconocerme como un lector más que como un coleccionista de libros, de ahí que por sobre la materialidad, existía una inmensa biblioteca imaginaria por leer, ancha como el océano Pacífico.

Me cuesta volver a los cuentos de Carver.

Tampoco sé si aguantaría una novela suya. No consigo hacerme a esa idea tan abarcadora de un ladrillo carveriano, y más cuando se ha instalado cada vez con mayor insistencia, eso de la mano –piadosa o descarnada– de su editor, Gordon Lish que habría trazado el derrotero de su narrativa. Aunque, pese a eso, también me gusta poder aventurar una merecida tesis, que me permite afirmar que sí, Carver escribió una novela –la suma de todos sus cuentos– en la que describe la demolición del american dream. Escritos donde las conquistas y derrotas de los obreros, los cesantes, las cajeras, los vendedores puerta a puerta y los cientos de amantes americanos, parecían encontrar su reflejo en estas páginas, a modo de consuelo, catarsis o de renacimiento. Gente que antes no aparecía en los libros y que desde entonces pudo mirar tranquila la catástrofe de sus vidas. Eran los habitantes de los cordones suburbanos, de ciudades como Downey, Watts, Compton, Pomona, Glendale, Syracuse, Tucson, Sacramento, Seattle, Port Angeles, Yakima, Washington. Donde vivían tipos con escuetos nombres de pila que jamás tomarían un libro, o no al menos con la misma naturalidad con que pasaban sus tardes mirando televisión, destapando cervezas o jugando con la tapa del ketchup junto a un plato de papas fritas. Los cuentos de Carver eran suyos y costaba muy poco distinguir a una pareja de vecinos que aspiraban a todo menos a ser felices; a la compañera de trabajo resistiendo el paso de los años con blusitas ajustadas; gordos o flacos aficionados al ocio, tipos capaces de atender al rastro de las babosas en los azulejos, o de hombres aparentemente rudos que dejaban todo por una jornada de pesca río arriba para huir de sí mismos; todos capaces de empatizar y saber reconocer aquel minuto exacto en que empiezan las peleas y terminan por hacerse las maletas, mientras se queman unas tostadas o un gato quiebra el florero.

No es que sus cuentos no me atraigan o hayan dejado de provocarme como lo hacían. Al contrario, ya que en su momento supieron responder, como pocos, algunas de las preguntas que uno –¡escéptico de tantas cosas!– sigue haciendo a la literatura. En cambio ahora me quedo con su poesía. La he guardado para mí. Esa condición de escritura que, desde siempre, fue su pulso vital, como afirma Jaime Priede, en la imprescindible edición de Todos nosotros, al decir: “Carver es Ray en sus poemas”. Cuestión que por supuesto Tess Gallagher, su última mujer, también puede atestiguar: “Los poemas a menudo iluminan un aspecto emocional o biográfico apenas insinuado en un relato”.

De todos, me quedo con este hilito de agua, que conozco mejor que mis propios poemas:

“Me fascinan los arroyos y la música que crean.
Y las corrientes, entre prados y cañas, antes
de tener oportunidad de convertirse en arroyos.
Me fascinan sobre todo
por su sigilo. ¡Casi olvidaba
decir algo de las fuentes!
¿Hay algo más hermoso que un manantial?
Pero también me encantan las grandes corrientes.
Las bocas abiertas de los ríos cuando se unen al mar.
Los lugares donde el agua se une
a otras aguas. ¡Conservo esos lugares
en mi mente como si fueran sagrados!
Me gustan como a otros les gustan los caballos
o las mujeres atractivas. Me pasa una cosa
con esa agua fría y veloz.
Sólo con mirarla se me acelera la sangre
y se me eriza la piel. Podría sentarme
a mirar estos ríos durantes horas.
Ninguno es igual.
Hoy tengo 45 años.
¿Me creería alguien si le dijera
que una vez tuve 35?
¡Mi corazón seco y vacío a los 35 años!
Tuvieron que pasar cinco años
Antes de que empezar a latir de nuevo.
Me tomaré todo el tiempo que quiera esta tarde
antes de dejar mi sitio en la orilla del río.
Me gustan, me encantan los ríos.
Me encantan desde su fuente.
Me encanta todo lo que crece en mí.”

(“Donde el agua se une a otras aguas”)

 

Imagen: Jko Contreras.

 


 



 

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Raymond Carver: hacer otras cosas para vivir.
Por Roberto Contreras.
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