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Díaz Eterovic  | Autores | 
 
 
Las 
crónicas de Heredia sobre el Chile actual en las novelas 
neopoliciales 
     de Ramón Díaz 
Eterovic
Guillermo 
  García-Corales
  Baylor 
    University
  
 
Ramón 
Díaz Eterovic (1956) ausculta con persistencia la historia reciente 
de Chile mediante sus diez novelas neopoliciales, tituladas La ciudad está 
triste (1987), Solo en la oscuridad (1992), Nadie sabe más 
que los muertos (1993), Ángeles y solitarios (1995), Nunca 
enamores a un forastero (1999), Los siete hijos de Simenon (2000), 
El ojo del alma (2001), El hombre que pregunta (2002), El color 
de la piel (2003) y A la sombra del dinero (2005), cuyo habitual protagonista 
y narrador es el detective privado llamado Heredia, quien vive en un modesto departamento-oficina 
ubicado en las inmediaciones deterioradas del centro de Santiago, la capital del 
país.(1) De este modo, este prominente 
autor chileno permite que el discurso mordaz y lacónico de su desencantado, 
solitario e insolvente héroe constituya un conjunto de crónicas 
que tienen como ambiente central la ciudad de Santiago y se dinamizan principalmente 
en torno a la ecuación crimen y poder que durante estas últimas 
cuatro décadas se ha enquistado de manera rotunda en el acontecer cultural 
y socio-político de dicha nación. 
El sentido de crónica 
(mediado, desde luego, por el tamiz de la ficción) de las novelas detectivescas 
de Díaz Eterovic lo asociamos con la definición del género 
crónica proveniente de la disciplina periodística, que a su vez 
trae ecos de la literatura clásica en cuanto a que los romanos y los griegos 
llamaban crónica a las narraciones de eventos guerreros que relataban sus 
propios testigos y protagonistas en base a un orden cronológico. La crónica, 
entonces, presentaría una relación “de hechos durante un período 
de tiempo desde el lugar mismo o próximo a donde han ocurrido por un informador 
que los ha vivido como protagonista testigo o investigador y que conoce las circunstancias 
que lo rodean” (Cebrián Herreros 88).(2) 
Más específicamente, en las crónicas de Heredia vemos 
cómo, siempre al borde de la derrota, este sabueso criollo confronta obsesivamente 
las lacras de la sociedad que marcan la historia reciente del país en que 
le ha tocado vivir. Comprobamos también que el protagonista narrador realiza 
esta quijotesca misión (aproximadamente desde los 32 a los 50 años 
de edad) estimulado en gran parte por las evocaciones de un mundo más solidario 
y simple. Nos referimos al mundo de su juventud e infancia, anterior al período 
dictatorial (1973-1990) en que se exacerbó la enfermedad del poder y a 
la par se consolidó el neoliberalismo avasallador que hasta el presente, 
a dieciséis años de iniciada la llamada transición democrática, 
sigue profundizando la cultura del consumismo, la superficialidad, el egoísmo 
y el hedonismo rampantes. Además, observamos que al nostálgico detective 
privado lo motiva un persistente impulso ético-utópico de resistencia 
tendiente a alcanzar una dosis de justicia, aunque sea pequeña y desgastada, 
en estos tiempos de sesgos posmodernos que imponen un manto de olvido o duda con 
respecto a los grandes ideales redentores.
El impulso ético-utópico 
en las crónicas de Heredia, lo correlacionamos (siguiendo a Mijail Bajtin) 
con la filosofía del acto ético que se apoya en el principio de 
responsabilidad ineluctable para cada persona y se entiende como la respuesta 
responsable de la fragmentada conciencia del sujeto contemporáneo que, 
aunque trizado en una diversidad de impulsos y voces más o menos enfrentadas, 
es capaz de orientar la búsqueda de un destino desde el límite de 
su condición humana, a pesar de las dificultades para contar con valores 
universales que encaucen esa misma multiplicidad constitutiva personal. Asimismo, 
la filosofía del acto ético se vitaliza a través de las formas 
en que el sujeto percibe el mundo en relación con el otro para alcanzar 
espacios de liberación y dignidad tanto personales como colectivos, que 
lo distancien de la cosificación mercantil y otras formas de deterioro 
humano. Entonces, las prácticas humanas, incluyendo las axiológicas, 
estéticas, epistemológicas y sociales, se conciben en la dialéctica 
entre el yo y el otro desde la perspectiva de una responsabilidad específica, 
donde no hay cabida para la neutralidad o la coartada, donde “nadie puede ocupar 
una posición neutral respecto al yo y al otro” (Bajtin 116). 
Como corolario de esta propuesta de lectura de las diez novelas neopoliciales 
de Díaz Eterovic, consideramos que estos relatos conforman una composición 
literario-ideológica que amalgama dos tradiciones creativas emergentes 
en la primera parte del siglo veinte: la novela negra norteamericana y la novela 
social chilena. 
En primer lugar, nuestro autor recupera los códigos 
de la novela negra norteamericana (reconocida también como the hard-boiled 
novel) publicada a partir de los años veinte del siglo pasado por autores 
que luego se consagrarán como prestigiosos exponentes de dicho género. 
Como es de esperar, entre ellos se encuentran, por ejemplo, James M. Cain (1892-1977), 
Raymond Chandler (1888-1959), Carroll John Daly (1889-1958), David Goodis (1917-1967), 
Dashiell Hammett (1894-1961), Patricia Highsmith (1921-1995), Chester Himes (1909-1984), 
Ross Macdonald (1915-1983), Horace McCoy (1897-1955), Margaret Millar (1915-1994), 
Mickey Spillane (1918) y Jim Thompson (1906-1977). Entonces, en diálogo 
con el referente del Chile contemporáneo, Díaz Eterovic construye 
una versión criolla de las novelas negras de dichos maestros, en que proliferan 
protagonistas mundanos, duros y desilusionados que se lanzan a las calles (en 
especial, a los bajos fondos de la ciudad) a enfrentar el crimen enmarañado 
con el poder, la gloria del dinero, la corrupción y la violencia. 
En 
concordancia con lo realizado por Díaz Eterovic, el mexicano de origen 
español Paco Ignacio Taibo II (1949), al referirse a la adaptación 
de la novela negra al contexto de América Latina, sostiene que la batalla 
de los escritores de este continente por la novela negra norteamericana “no tuvo 
tanto que ver con la dignificación de un género que ya era digno 
como con su nacionalización”. Y este destacado exponente del relato neopolicial 
en dicho continente agrega al respecto: “Había que nacionalizar el género, 
de manera genuina, sin borrarle las huellas. No se trataba de imitar, de convertir 
a John Smith en José Pérez, sino de nutrir nuestra novela policial 
con la realidad de América Latina, donde hay una terrible relación 
entre los policías y los ciudadanos” (“Entrevista”).(3) 
En este proceso de nacionalización del género policial, 
nuestro autor se mantiene fiel al tipo de novela negra o dura que se dinamiza 
alrededor de alguna forma de crimen como núcleo que motiva la investigación 
para el esclarecimiento del delito y donde el foco de la trama se desplaza al 
suspenso, la aventura, la acción y con todo ello a la cotidianidad violenta 
del amplio espacio urbano. Como es sabido, esta resolución estético-ideológica 
de la novela policial de serie negra, que se focaliza en las bajas pasiones de 
la sociedad, se distancia del relato detectivesco clásico de cuarto cerrado 
que sitúa al enigma como núcleo narrativo y cuyos antecedentes más 
preponderantes aparecen con el trabajo literario del norteamericano Edgar Allan 
Poe (1809-1849), quien crea al razonador chevalier Auguste Dupin impulsándolo 
como amateur precursor de la figura detectivesca. Luego ese relato de cuarto cerrado 
(o novela-problema) lo desarrollan los ingleses Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930), 
padre literario del detective Sherlock Holmes, y Agatha Christie (1891-1976), 
con Hércules Poirot y Miss Jane Marple como sus figuras policiales protagónicas. 
Conan Doyle y Christie insistirán en el modelo del detective dandy 
o blando que, acudiendo principalmente a una fina capacidad de razonamiento lógico 
y desde su apacible y lujosa residencia, “especula y deduce el móvil del 
crimen sin ensuciarse las manos ni arrugar su traje de corte aristocrático” 
(Landeira 17).
En segundo lugar, la novelística neopolicial de Díaz 
Eterovic asimila y reformula los códigos claves de la novela social chilena 
en que desde fines de los años veinte incursionan especialmente los integrantes 
de la Generación de 1938. Entre algunos de los promotores de la novela 
social chilena se destacan figuras claves de la historia literaria nacional como 
Fernando Alegría (1918-2005), Guillermo Atías (1917-1979), Francisco 
Coloane (1910-2002), Luis Enrique Délano (1907-1985), Gonzalo Drago (1906-1994), 
Carlos Droguett (1912-1996), Alfredo Gómez Morel (1917-1984), Eugenio González 
Rojas (1903-1976), Nicomedes Guzmán (1914-1964), Diego Muñoz Espinosa 
(1903-1990), Alberto Romero (1896-1981), Andrés Sabella (1912-1989) y Volodia 
Teitelboim (1916). 
Basado en gran parte en una estética realista, 
el proyecto de la novela social chilena se adhiere a una sensibilidad ético-ideológica 
de denuncia vinculada a la defensa y la promoción de los sectores marginados 
de la sociedad. Además, exhibe un impulso acusador con respecto a las relaciones 
de poder abusivas que establecen los sectores pudientes y dominantes. Esta sensibilidad 
permite que el lector valore muchas de estas obras en función de su carácter 
testimonial con respecto a las injusticias que afligen en especial a los habitantes 
de los bajos fondos de la ciudad.(4) 
Mediante 
la simbiosis de la novela negra norteamericana y la novela social chilena, los 
relatos detectivescos de Díaz Eterovic redimensionan esa sensibilidad ética 
de denuncia en el contexto de las caóticas urbes latinoamericanas contemporáneas, 
como es el caso de Santiago de Chile, en que se expanden diversas formas de marginalidad 
y desequilibrios entrecruzados con el delito a gran escala. Asimismo, el trasfondo 
ideológico de los mundos creados en aquellas novelas tiene un constante 
correlato con la praxis socio-política mediada por abusos extremos de poder 
que a nivel continental han producido brutalmente los regímenes dictatoriales 
de la segunda parte del siglo veinte. 
Con sus diez novelas neopoliciales 
publicadas hasta mediados del año 2006, Díaz Eterovic se posiciona 
como el principal exponente del género en Chile, el cual ha sido justamente 
caracterizado en sus particularidades fundamentales por Leonardo Padura Fuentes.(5) 
Este escritor y crítico cubano plantea que el relato neopolicial presenta 
los siguientes elementos distintivos: una disminución de la importancia 
del enigma como elemento dramático esencial, una preferencia por ambientes 
marginales para el desarrollo de las historias y la significación dramática, 
un acercamiento a determinadas formas de la cultura popular, un lenguaje fundamentalmente 
literario pero a la vez desembozado e irreverente que trata de expresar las vivencias 
de la vida cotidiana, una renuncia a crear grandes héroes pues los policías, 
investigadores, detectives, como se les llame, son generalmente gente frustrada, 
jodida, y no tienen nada de triunfadores (Epple 60).
De los escritores reconocidos 
en la escena literaria chilena de la actualidad, Díaz Eterovic es el único 
que hasta los primeros años de la década del noventa había 
incursionado en forma metódica y persistente en el género policial 
en su vertiente de novela negra que se ajusta, de alguna manera, a esta definición 
del género que propone Padura Fuentes. Sin embargo, desde mediados de los 
noventa hasta principios del año 2006, nuestro escritor aparece más 
acompañado en el escenario de la nueva narrativa policial chilena debido 
al intento de otros autores por publicar novelas que, en mayor o menor medida, 
exhiben características asociadas a dicho género. (6)
Entre 
este conjunto de ficciones, los textos narrativos de Díaz Eterovic se erigen 
como el proyecto de mayor coherencia que se sostiene en base a la combinación 
de los códigos de la novela negra norteamericana y la novela social chilena. 
El propósito ideológico fundamental de este proyecto consiste en 
desarrollar una persistente crónica ficticia que se correlacione críticamente 
con ese Chile actual, complaciente, desmemoriado e inmediatista, que tiene por 
compañías la euforia, el exitismo y la competitividad mercantil, 
de que habla Tomas Mulian (32). El mismo Díaz Eterovic se refiere en los 
siguientes términos a esta faceta de crónica de su narrativa detectivesca 
y a los temas recurrentes que la constituyen con todo lo cual intenta revelar 
las lacras de una sociedad que ha perdido su rumbo.
  
    
          Con 
            las novelas de la serie Heredia que ya está por cumplir veinte años 
            (la primera fue escrita en 1985 y publicada en 1987), siento que he dado forma 
            a una crónica de la historia chilena de los últimos treinta años. 
            Una crónica que nació de manera intuitiva. Si uno sigue la trayectoria 
            de mis novelas encuentra el tema de los desaparecidos, la represión política, 
            el narcotráfico, el tráfico de influencia, la xenofobia de los chilenos 
            y la corrupción en la administración pública, entre otros 
            asuntos. Siento por lo tanto que he tocado temas que son sensibles en la sociedad 
            chilena. (García-Corales 92) 
  
  José 
  Promis ha explicado con certeza el sentido de crítica social que motiva 
  estas crónicas de Heredia. Por ejemplo, al referirse a la novela Ángeles 
    y solitarios, Promis señala que el ademán delictual, la fisura 
  que rompe el equilibrio social que permite que la violencia escape, no es visto 
  como el producto de una mentalidad retorcida y, por lo tanto, extraña a 
  la normalidad del orden imperante, sino como una manifestación directa 
  de los desequilibrios que el ojo del detective percibe en el medio donde se produce 
  el delito. De este modo, agrega el crítico chileno, el crimen se convierte 
  en una expresión privilegiada de un estado social defectuoso, la fisura 
  por donde asoman las úlceras de la realidad (70).
Con breves reseñas 
de las tres primeras novelas de Díaz Eterovic, ilustramos a continuación 
las estructuras estético-ideológicas principales de toda su serie 
neopolical. Las crónicas de Heredia comienzan con la novela La ciudad 
está triste, la cual avanza con certeza hacia el objetivo ideológico 
central del relato neopolicial latinoamericano en el sentido de denunciar los 
delitos e injusticias sociales en que se implican siniestros poderes fácticos 
que en variados casos se encuentran amparados en las instituciones gubernamentales. 
En esta denuncia del Estado-poder, La ciudad está triste se focaliza 
en el caso de los detenidos políticos desaparecidos, lo que se ha considerado 
como “el tema moral más gravitante en la historia de nuestro país 
[Chile]” (Marks 6). En esta perspectiva, Heredia sigue una serie de indicios para 
describir el paradero y los motivos de la desaparición de Beatriz Rojas, 
una estudiante universitaria, habitante de una urbe innominada, pero que muestra 
varias señas de identidad correlacionadas con la ciudad de Santiago de 
Chile de mediados de los años ochenta. Paralelamente a su desaparición, 
ocurre la de Fernando Leppe, otro estudiante universitario y amigo de dicha joven. 
El siguiente comentario dirigido a Heredia y realizado por un compañero 
de estos personajes alude al compromiso político incipiente de éstos, 
lo cual, en el contexto del Chile bajo dictadura y de una ciudad vigilada, ofrece 
señas valiosas para que Heredia avance con la hipótesis de la desaparición 
de Beatriz Rojas y Fernando Leppe entendida como producto de un crimen político: 
“—Me refiero a ideas políticas. Durante un tiempo nos llevábamos 
bien. Un paseo y un par de fiestas, pero apareció Leppe y ella se transformó. 
Empezó a hablar de cosas como democracia, justicia, y se metió en 
asuntos no muy bien vistos en este tiempo. Onda roja, usted entiende” (38-39). 
Con estas señas y protagonizando vertiginosas acciones teñidas con 
la violencia cotidiana, Heredia busca a la muchacha y va desenmascarando la presunta 
legalidad institucional. En este proceso, es testigo de la muerte de Pony Herrera 
(su amigo informante), de los atentados que sufre el mismo sabueso, del encuentro 
de los cadáveres de los jóvenes en cuestión y del retorno 
del detective a los suburbios de la ciudad. 
Con un afán casi innato 
de resistencia, el protagonista narrador evoca y describe la ciudad como un territorio 
triste y desolado que se sume en el abandono y la pobreza. A esto se agrega la 
siniestra visión del espacio urbano como una zona bajo vigilancia y violencia 
por parte de los servicios de inteligencia de un régimen dictatorial que 
obligan a la ciudadanía al silencio y al olvido.
La trama de la segunda 
novela de Díaz Eterovic, Solo en la oscuridad, también se 
estructura en base a la fórmula clave de la novela negra consistente en 
la conjugación del ambiente citadino degradado con aspectos conflictivos 
y siniestros de la sociedad en que las ramificaciones del acto criminal se imbrican 
con la vida cotidiana de los ciudadanos. Pero en este caso, el narcotráfico 
correlacionado con el asesinato de una hermosa azafata conforma el núcleo 
de la trama a partir del cual se develan otras formas de criminalidad asociadas 
a las instituciones gubernamentales. Así, Heredia se inmiscuye en una pesquisa 
ocurrida principalmente en las calles de Santiago de Chile y, en menor escala, 
de Buenos Aires durante los últimos días del año 1989, cuando 
declina el régimen militar chileno. El detective privado indaga los pormenores 
del homicidio de Laura Suárez: la azafata con quien había entablado 
una fugaz amistad después de que ella, embriagada y asustada, le pidiera 
ayuda a la salida de un cabaret de baja categoría donde una amante ocasional 
del detective llamada Andrea se desempeña como bailarina, según 
ya se había dado a conocer en La ciudad está triste. Después 
de varias peripecias en las calles de Santiago y Buenos Aires, en que termina 
bastante maltratado, Heredia descubre que el asesinato de Laura Suárez 
ha sido instigado por unos traficantes de drogas que actúan en ambas ciudades. 
Entre éstos se cuenta Gastón Muleiro, residente de Buenos Aires 
y esposo de la víctima. El investigador constata que en la red de operaciones 
de esta banda criminal participan también individuos vinculados con los 
servicios de la policía secreta del gobierno militar chileno, además 
de otros personajes asociados con una empresa editorial santiaguina de cierta 
categoría que dirige el acaudalado Andrés Garcimuñoz. Entre 
estos últimos, se encuentra Javier Ferrada, el joven poeta cuya vinculación 
inicial con Garcimuñoz se debe al deseo de ser publicado por dicha editorial. 
Ferrada aparece involucrado como autor material del homicidio de la azafata, con 
quien mantenía una amistad después de conocerla en un recital de 
poesía. 
En Solo en la oscuridad se hace hincapié en 
la representación del espacio urbano del deterioro. Éste se podría 
entender como un estilo de vida marcado por la proliferación de urdimbres 
deslocalizadas y precarias, con lo cual se escenifica una sociedad inhóspita 
que bordea la imagen de ‘la ciudad ilegal’ conformada esencialmente por extraños 
entre sí. Esta visualización crítica del espacio urbano en 
las crónicas de Heredia alude en forma figurativa a ciertos fragmentos 
de una modernidad neoliberal despersonalizada, instrumentada por las élites 
urbanas en que, según diría Néstor García Canclini, 
las identidades de los ciudadanos se configuran fundamentalmente en el consumo 
y dependen de lo que el individuo es capaz de llegar a tener o apropiarse (30). 
Cabe considerar el caso del narcotráfico como una forma privada de apropiación 
que, según aparece en Solo en la oscuridad, configura un ejemplo 
de sesgos hiperbólicos de “la conducta racional-instrumental, que constituye 
una forma de adaptación ‘como sea’ a la lógica mercantil, destinada 
a conquistar a cualquier precio el fetiche dinero” (Moulian 138). 
En Nadie 
sabe más que los muertos, Heredia nuevamente (como sucede con La 
ciudad está triste) se ocupa en forma prioritaria del tema de la justicia 
en Chile y su incidencia en los crímenes conectados con la violación 
de los derechos humanos durante el período dictatorial. En particular, 
en esta tercera novela se hace referencia a los atentados en contra de los derechos 
humanos más fundamentales como son el derecho a la vida y a ser respetado 
como persona, del cual derivan otras garantías civiles, políticas 
y sociales proclamadas a partir de 1948 por las Naciones Unidas en la Declaración 
Universal de los Derechos Humanos. Distanciándose de la conmiseración 
melodramática y las diatribas furibundas e inspirado por un impulso ético 
basado en la defensa de la dignidad de personajes desvalidos y derrotados a través 
de acciones concretas, Heredia actúa a contracorriente de los discursos 
socio-políticos y literarios de sesgos posmodernos que, entre otras cosas, 
promueven el consenso acrítico, la amnesia histórica y la impunidad, 
por ejemplo, con respecto al legado del régimen militar encabezado por 
Augusto Pinochet. 
De esta forma, en Nadie sabe más que los muertos 
se enfatizan ciertas características recurrentes de estos últimos 
años en el espacio nacional que se pueden resumir con el concepto de conciencia 
perpleja. Este concepto se asocia, por un lado, al debilitamiento de los valores, 
que incluye principalmente una proclividad al desentendimiento o al olvido del 
sufrimiento ajeno. Y, por otro, ese concepto alude a la incertidumbre, la confusión, 
el sinsentido y la desmoralización con respecto a una sociedad despersonalizada. 
Heredia se opone porfiadamente a ese sentido de conciencia perpleja que, parafraseando 
a Tomás Moulian, se expresa a veces en la desesperanza, el fatalismo, la 
sensación de ahistoricidad de la historia que en el Chile actual conforma 
las compañías mudas de la euforia, el exitismo, la competitividad 
y la creatividad mercantil (32). El detective se compromete en dicha confrontación 
inducido por un apego a ciertas “viejas utopías”, aunque conciente de su 
poca viabilidad en el presente del mundo narrado.
Los delitos en torno a 
los cuales gira la investigación de Heredia en Nadie sabe más 
que los muertos pertenecen a la categoría de violación de los 
derechos humanos más fundamentales y corresponden al secuestro, la tortura 
y el asesinato del dirigente sindical Víctor Alfaro y una pareja de estudiantes 
universitarios: Daniel Cancino y Gabriela Paredes. Se trata de crímenes 
cometidos por individuos asociados con grupos de seguridad del gobierno dictatorial. 
Algunos aspectos de esta peripecia delictual pueden considerarse como la crónica 
ficticia de unos homicidios efectivos llevados a cabo en febrero de 1982. Entre 
ellos se destaca el asesinato de Tucapel Jiménez (un reconocido dirigente 
de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales) que ejecutó un 
ex agente (hoy confeso) de la Central Nacional de Informaciones asignado a la 
Dirección de Inteligencia del Ejército. Por otro lado, los agentes 
de seguridad ya aludidos se involucran en diversas acciones conectadas con el 
tráfico de hijos de prisioneras políticas, los cuales se destinan 
a colonias de adoctrinamiento que poseen los nazis en Brasil o a particulares 
de distintas nacionalidades. Esos agentes llevan a cabo estas infracciones de 
la legalidad aliados con miembros de una organización chileno-alemana en 
que participan ex jerarcas nazis. 
El caso del dirigente sindical y los 
estudiantes queda legalmente a cargo de Alfredo Cavens, un anciano juez de Santiago 
que había querido resolverlo varios años atrás en calidad 
de fiscal acusador y ministro en visita de la Corte, pero decidió sobreseerlo 
en forma temporal. En el presente de la narración correspondiente a una 
temporada de 1989, dicho juez vuelve a hacerse cargo de estos trámites 
legales debido a que está aquejado de un cáncer y “desea emplear 
el tiempo que le resta en hacer algo útil” (32). La reapertura del caso 
la ocasiona especialmente la confesión con un sacerdote de un individuo 
implicado en dichos crímenes. Todo esto lleva al descubrimiento en Quilicura 
(un pueblo cercano a Santiago) de las osamentas de Daniel y Gabriela, las cuales 
son identificadas por Julia, la madre del joven. Luego, motivada por los nuevos 
antecedentes surgidos de dicha confesión y los resultados del análisis 
del cadáver de Gabriela, que corroboran la hipótesis de que ella 
ha tenido un parto, Julia le pide al juez Cavens que contrate los servicios de 
Heredia para intentar nuevamente dar con el paradero del hijo de Gabriela y Daniel. 
Hasta ese instante, Julia todavía creía que su nieto estaba vivo 
y pugna por encontrarlo para también así recuperar simbólicamente 
a Daniel y Gabriela. 
Sin ningún afán de lucro, sino motivado 
por principios éticos que verbaliza en forma mínima y con ello por 
un utópico impulso justiciero al que se aferró en su juventud rebelde, 
Heredia sigue las pistas que llevan al tráfico de menores, personificado 
en el caso del niño que se presume ha dado a luz Gabriela poco antes de 
morir a manos de esbirros del Estado autoritario. El recorrido del sabueso lo 
lleva a las huellas que exponen la mala conciencia del juez Cavens en el sentido 
de que éste se encuentra comprometido con la suerte corrida por el hijo 
de Daniel y Gabriela. Es decir, Heredia descubre que algunos años antes 
de la presente investigación, el infante había pasado a manos del 
coronel Fernando Suárez, un hijo ilegítimo del propio juez. Por 
lo tanto, a pesar de que con la reapertura del caso desea aclarar el crimen en 
contra de Alfaro para tranquilizar su conciencia, el juez manipula nuevamente 
el derrotero de la indagación que va de manera más directa hacia 
la resolución del enigma en torno a los crímenes en contra de los 
estudiantes.
Como se puede apreciar en estas reseñas de las tres 
primeras novelas de Díaz Eterovic y en diálogo con el género 
crónica, los relatos en torno a Heredia recodifican en orden cronológico 
relevantes acontecimientos que tienen una fuerte conexión con la historia 
reciente de Chile, con lo cual esas narraciones adquieren un valor testimonial. 
De esta manera, según señala Pía Barros, “Heredia investiga 
cómo se mueve el poder, deconstruyendo todo el poder del poder.” Y esta 
escritora chilena agrega al respecto: “Heredia ha pasado por varios de los campos 
políticos, ideológicos y socio-culturales que más nos interesan 
a quienes todavía estamos preocupados de los problemas de Latinoamérica 
y en especial de este país” (García-Corales 15). 
Se ha insinuado 
que esta forma de recodificar la realidad continúa desarrollándose 
en las otras siete novelas neopoliciales de Díaz Eterovic. De este modo, 
en esos siete relatos Heredia encarna funciones de protagonista, testigo, investigador 
e informador, todo lo cual se puede asociar al rol de un cronista. Así, 
confronta las siguientes facetas del mundo criminal: los poderes fácticos 
comprometidos con el tráfico ilegal de armas en Ángeles y solitarios, 
la represalia en contra de defensores de los derechos humanos por parte de ex 
agentes de la dictadura que siguen activos al iniciarse la transición democrática 
en Nunca enamores a un forastero, el delito ecológico y económico 
en Los siete hijos de Simenon, las expresiones de la cultura de la traición 
que llevan al crimen político en El ojo del alma, el fraude y la 
transgresión violenta en el mundo de editores y escritores chilenos actuales 
en El hombre que pregunta, la discriminación racial contemporánea 
en El color de la piel y la corrupción en la administración 
pública y el mundo de las finanzas del siglo veintiuno en A la sombra 
del dinero. 
Frente a estas aventuras, que en su conjunto configuran 
diversas facetas de un presente precario e inicuo, el detective privado se aferra 
a un persistente impulso ético-utópico, a pesar de los golpes y 
el paso de los años que lo van afectando cada vez más. A este respecto, 
actuando como crítico de su propia obra, Díaz Eterovic justamente 
ha señalado:
  Heredia defiende la 
vieja utopía de vivir en un mundo mejor, con más justicia social, 
con menos dolor. Y la utopía social, en el caso de mi generación, 
tuvo mucha importancia, porque una buena cantidad de los que pertenecemos a ella 
creímos y vibramos con el proyecto de la Unidad Popular. Creo que los que 
estamos más o menos en la edad de Heredia hemos querido mantener vigente 
esa utopía, porque creemos que dentro de ella hay valores esenciales. De 
alguna manera, nuestra vida ha sido definida por el tratar de acercarnos a una 
utopía de ese tipo. Y, por lo tanto, Heredia—que es un derrotado, como 
somos muchos en Chile—piensa que debemos hacer todo lo que se pueda, aunque sean 
gestos mínimos, para mantener viva la llama. Tal vez ni siquiera ya para 
nosotros, pero sí para otra gente. (García-Corales 94-95)
  
  En reiteradas ocasiones, Heredia manifiesta dicho impulso ético-utópico 
  que resiste este “mundo que huele mal… el que vivimos”, como diría Raymond 
  Chandler (20), a través de una nostalgia por las señas de un pasado 
  de hace unas tres o cuatro décadas, lo cual a la vez evoca un sentido de 
  pérdida que aqueja al personaje. El escritor Darío Oses se ha referido 
  con sagacidad a esta imagen de la nostalgia que recorre las crónicas de 
  Heredia:
  Yo diría que donde más 
se advierte la nostalgia [en la nueva narrativa chilena] es en las novelas neopoliciales 
o novelas negras de Ramón Díaz Eterovic. Aparece en ellas un personaje 
que juega el papel de un detective privado llamado Heredia, quien es un nostálgico 
que vive en un barrio del centro de Santiago muy deteriorado. Antes el centro 
de Santiago era el centro de la república, ahí estaba el barrio 
cívico y la mayor parte de la actividad comercial, social e incluso académica. 
Ahora en ese lugar uno ve el deterioro. Hay cafés topless, negocios de 
pornografía barata, se ven unos bares de mala muerte y shoperías 
con manteles de plástico. Y en esos sitios Heredia sigue aferrándose 
a un mundo anterior a la modernidad, sin las luces de neón y los McDonald’s 
que aparecen de repente en alguna esquina, un poco más allá de su 
barrio. La nostalgia de estas novelas de Díaz Eterovic no se presenta de 
forma explícita, sino que aparece en la trama misma de esos relatos en 
torno a dicho héroe marginal. (García-Corales 183)
  
  En efecto, nuestro alicaído sabueso constata con tristeza una y 
  otra vez que un mundo más simple y solidario se le ha escapado de las manos. 
  Sin embargo, este detective criollo, que se ubica entre los personajes más 
  reconocidos y apreciados de la literatura nacional, sigue luchando—y ésta 
  es una de las claves de su atractivo—por una dosis de verdad y justicia, aunque 
  se mantenga solo en la oscuridad y sus sueños se hundan en las arenas movedizas 
  de la derrota. 

 
 
Notas
 
(1). En 
la actualidad, Díaz Eterovic es reconocido como uno de los escritores más 
destacados de la escena literaria chilena y uno de los líderes de la Generación 
de 1980 o Posgolpe que incluye autores nacidos aproximadamente entre 1948 y 1964. 
Cumplido el primer lustro del siglo veintiuno, además de nuestro autor, 
en esta promoción literaria se mantienen activos o siguen siendo reconocidos 
en forma destacada los siguientes escritores: Ana María del Río 
(1948), Marco Antonio de la Parra (1949), Diamela Eltit (1949), Darío Oses 
(1949), Luis Sepúlveda (1949), José Leandro Urbina (1949), Pedro 
Lemebel (1950), Hernán Rivera Letelier (1950), Marcela Serrano (1951), 
Arturo Fontaine Talavera (1952), Guadalupe Santa Cruz (1952), Roberto Ampuero 
(1953), Roberto Bolaño (1953-2003), Jaime Collyer (1955), Pía Barros 
(1956), Diego Muñoz Valenzuela (1956), Sonia González Valdenegro 
(1958), Gonzalo Contreras (1958), Carlos Franz (1959), Pablo Azócar (1962) 
y Alberto Fuguet (1964), entre otros.
(2). 
  La novela Tinta roja de Alberto Fuguet recrea un interesante diálogo 
  entre la crónica periodística y el mundo del crimen de los bajos 
  fondos de la ciudad de Santiago. 
(3). 
  A Paco Ignacio Taibo II se le responsabiliza por haber popularizado el término 
  “neopolicial” para referirse a la novela detectivesca que se ensaya en Latinoamérica 
  sistemáticamente a partir de la década de los ochenta con la participación 
  de autores como él mismo, sus compatriotas Rafael Bernal (1915) Rafael 
  Ramírez Heredia (1942) y Élmer Mendoza (1949), los cubanos Luis 
  Rogelio Nogueras (1944), Lorenzo Lunar Cardedo (1958) y Leonardo Padura Fuentes 
  (1956), los uruguayos Daniel Chavarría (1933) y Milton Fornaro (1947), 
  los brasileños Rubem Fonseca (1925) y Patricia Melo (1949), más 
  los argentinos Osvaldo Soriano (1943-1997), Mempo Giardinelli (1947) y Ricardo 
  Piglia (1941), entre muchos otros.
(4). 
  Como ejemplos notables de la novela social chilena que desarrollan los miembros 
  de la Generación de 1938 se podrían mencionar Más afuera (1930) de Eugenio González Rojas, La mala estrella de Perucho González 
  (1935) de Alberto Romero, La sangre y la esperanza (1943) de Nicomedes 
  Guzmán, Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas, Hijo del 
    salitre (1952) y La semilla en la arena (1957) de Volodia Teitelboim, 
  más El río (1962) de Alfredo Gómez Morel. En estas 
  novelas se aprecian temas como la violencia, el crimen, el poder, la corrupción, 
  los bajos fondos urbanos y ciertas expresiones de crítica social que se 
  reciclarán en diversas novelas detectivescas chilenas de las últimas 
  décadas y en especial en los relatos neopoliciales de Díaz Eterovic. 
(5). 
  Sin pretender entregar aquí una lista exhaustiva, entre esos textos podríamos 
  considerar los siguientes: ¿Quién mató a Cristián 
    Kustermann? (1993), Boleros en la Habana (1994), El alemán 
      de Atacama (1996), Cita en azul profundo (2002) y Halcones de la 
        noche (2004) de Roberto Ampuero (1953); La pista de hielo (1993), 
          Los detectives salvajes (1998) y Monsieur Pain (1999) de Roberto Bolaño 
  (1953); El arte de callar (2004) de Roberto Brodsky (1957); La partida 
  (1991) de Jorge Calvo (1952); El mercenario ad honorem (1991) de Gregory 
  Cohen (1953); El infiltrado (1989) de Jaime Collyer (1955); La ciudad 
    anterior (1991) de Gonzalo Contreras (1958); La secreta guerra santa de 
      Santiago de Chile (1989) de Marco Antonio de la Parra (1952); La muerte 
        de una ninfómana (1996) y El amor es un crimen de Poli Délano 
  (1936); El paraíso tres veces al día (1995) de Mauricio Electorat 
  (1960); Nieve en las venas (2004) de Ignacio Frizt (1981); Tinta roja 
  (1996) de Alberto Fuguet (1964); La mujer del policía (2000) de 
  Sergio Gómez (1962); Linchamiento de negros (1994) y Morir en 
    La Paz (2004) de Bartolomé Leal (1946); La bella y las bestias (1997) de Darío Oses (1949); Legítima defensa (1993) de Alejandra 
  Rojas (1958); El espejo de tres caras (1996) de José Román 
  (1940); Nombre de torero (1994) y Diario de un killer sentimental (1998) de Luis Sepúlveda (1949); Nuestra señora de la soledad 
  (1999) de Marcela Serrano (1951); La que murió en Papudo (1993), 
  Mataron al don Juan de Cachagua (1999) y Ahumada Blues, el caso de Cynthia 
    Muraña (2002) de Mauro Yberra (seudónimo de Eugenio Díaz 
  Leighton y Bartolomé Leal); más Poderes fácticos (2003) 
  y Prácticas rituales (2005) de Carlos Tromben (1966).
(6). 
  Díaz Eterovic ha logrado una excelente recepción crítica 
  y varios galardones literarios en su país como en el extranjero. Además 
  de las novelas detectivescas ya indicadas, ha publicado los libros de poemas El 
    poeta derribado (1980) y Pasajero de la ausencia (1982); los volúmenes 
  de cuentos Cualquier día (1981), Obsesión de año 
    nuevo (1983), Atrás sin golpe (1985) y Ese viejo cuento de 
      amar (1990) y la novela Correr tras el viento (1997). Es coautor, con 
  el escritor Diego Muñoz Valenzuela, de las antologías Contando 
    el cuento. Antología joven narrativa chilena (1986), Andar con cuentos. 
      Nueva narrativa chilena (1992), Cuentos en dictadura (2003) y autor 
  de la antología Crímenes criollos. Antología del cuento 
    policial chileno (1994). Fue Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile 
  (1991-1993). Entre los galardones que ha recibido Díaz Eterovic se destacan 
  el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1995) y el Premio Municipal 
  de Santiago, Género Novela (1996 y 2002) por las novelas Ángeles 
    y solitarios y El ojo del alma respectivamente, el Premio Anna Seghers 
  (1989) concedido por la Academia de Arte de Alemania y el Premio Las Dos Orillas 
  (2000) del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón, España, 
  por la novela Los siete hijos de Simenon. Durante el año 2005 se 
  presentó en Chile la serie de televisión Heredia & Asociados  basada en las novelas detectivescas de Díaz Eterovic, la cual fue 
  considerada como uno de los mejores programas de la televisión nacional. 
 

    
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