
          
          "La muerte juega a ganador" de Ramón Díaz Eterovic. LOM, 274 páginas 
        Crimen en el hipódromo        
        Por José Promis  
        Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 14 de Noviembre de 2010
        
        
        
Heredia ingresó silenciosamente a la galería de personajes literarios chilenos   hace ya más de veinte años. Comenzó a deambular por las calles de Santiago en   las páginas de una breve novela, La ciudad está triste, que inauguró la serie   de relatos policiales que más éxito ha tenido en las preferencias de los   lectores nacionales. Celebridad que su autor se merece, sin duda, porque, salvo   su novela El segundo deseo -que según mi opinión exhibe una estructura narrativa   inestable-, Díaz Eterovic ha ido construyendo un sólido mundo imaginario que   cala profundo en la realidad inmediata y persuade con facilidad. Es por ello que   la imagen de la inconfundible personalidad de Heredia y de las peripecias en que   ha participado en cada uno de los relatos publicados por Díaz Eterovic han   permanecido nítidas en el recuerdo de los lectores, triunfando sobre el   desvanecimiento de la memoria que han sufrido tantas otras novelas que duermen   en los estantes de las librerías nacionales.
          
          Veinte años no pasan en   vano. En La muerte juega a ganador (LOM, 274 páginas ) Heredia manifiesta   el desgaste físico y emocional que le han otorgado dos décadas de correrías por   Santiago, ciudad amada y mortal. Su afición por el alcohol sigue intacta, pero a   la soledad, pesimismo y desconfianza que lo vienen persiguiendo desde la primera   novela se suma ahora una suerte de cansancio vital, que al alimentar su   escepticismo hacia el futuro y su rechazo de las transformaciones urbanas lo   empuja con frecuencia a reencontrarse con memorias y figuras del pasado. En   determinados momentos su melancolía se convierte casi en un dolor físico, como   cuando recuerda a su amigo Dagoberto Solís, asesinado brutalmente en Ángeles y   solitarios, o al leer los correos electrónicos de Griseta, comunicándole   sucesivos aplazamientos de su regreso a Chile. Fugazmente aparecen en sus   evocaciones otros personajes de su pasado, pero no existen ecos de la figura del   progenitor que Heredia conoció en El segundo deseo. Quizás su creador también   opina que la búsqueda del padre fue la aventura menos convincente del personaje   y ha preferido desterrarla de la memoria de Heredia.
          
          Sea cual sea la   razón, me parece oportuna la ausencia de la figura del padre. Heredia es una de   las mejores representaciones del héroe existencial que ofrece nuestra narrativa   contemporánea. Es un individuo arrojado a un mundo ajeno, sin pasado ni futuro,   que debe ganarse afanosamente su derecho a sobrevivir a pesar de la declarada   indiferencia e, incluso, hostilidad del medio; dos obstáculos que Heredia vence   tanto gracias a su empecinamiento para encontrar la verdad como a la solidaridad   que manifiesta hacia las víctimas de la corrupción y la injusticia. En La muerte   juega a ganador, Heredia se introduce en el submundo de la hípica. Nos   enteramos de que se ha suicidado Felipe Romero, un hijo secreto de Anselmo, su   pintoresco e incondicional amigo. El vendedor de periódicos quiere conocer las   razones de la incomprensible decisión del muchacho, quien ofrecía una   prometedora carrera como jinete. Heredia comienza su sempiterna ronda de   preguntas, convencido de que con la ayuda de la casualidad podrá responder a las   inquietudes de su amigo. Pero las primeras indagaciones alimentan sus dudas:   quizás la muerte del jinete fue un asesinato. Auxiliado a regañadientes por la   detective Doris Fabra, uno de sus amores imposibles, Heredia será capaz de   descubrir las oscuras circunstancias que oculta el fallecimiento del hijo de   Anselmo. Sin embargo, como demuestran siempre los relatos neopoliciales, el   detective resolverá el crimen inmediato, pero no puede eliminar la presencia del   mal en la materialista y deshumanizada sociedad contemporánea.
          
          Con esta   novela, Díaz Eterovic coloca otro ladrillo en el atractivo edificio de la novela   negra chilena que viene levantando desde fines de los años ochenta.