Proyecto Patrimonio - 2016 | index | Ramón Díaz Eterovic     | Autores |
         
         
         
         
        
            
            
            
          
          Ramón Díaz Eterovic  y la transición a la democracia  
          en el neopoliciaco chileno:
  
          una traición generacional [*]
        Por Patricia Varas 
          Publicado en Revista Casa de las Américas. N° 265, Octubre - Diciembre de 2011
         
        
          
        
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                      Ramón Díaz Eterovic, miembro de la «Nueva Narrativa Chilena», «Generación del Ochenta», «Generación marginal» o «Generación del golpe», ha estado cultivando seriamente el neopoliciaco desde los últimos veinte años, produciendo más de una docena de novelas con el detective Heredia e inspirando una teleserie, Heredia y asociados.[1]  Díaz Eterovic ha sugerido que el género negro es la nueva novela social en la América Latina y, al reflejar esta preocupación, sus novelas presentan la realidad política y social de Chile, especialmente de Santiago, y nos dan una obra rica en connotaciones ideológicas que intersectan la historia y la política del país. En general, el neopoliciaco latinoamericano revisa las normas del género detectivesco, pero lo que me interesa analizar en los textos del chileno es cómo se vale de este para criticar los eventos de la dictadura y la transición a la democracia.
          A continuación me propongo discutir dos novelas de la transición  a la democracia, Nadie sabe más que los muertos (1996) y El ojo del alma (2001), donde se enjuician las relaciones  de poder y los compromisos efectuados  durante ese período que produjeron gran alienación  y desencanto entre los chilenos; al mismo tiempo  que se comentan las realidades sociales e ideológicas  resultantes del sistema neoliberal implantado  por la dictadura del general Pinochet. El escritor  convierte al neopoliciaco por medio de su alter ego  Heredia en un espacio narrativo que trata con la  historia y los traumas heredados de la dictadura,  confirmando que la solución del enigma no es el  asunto de la novela, sino la descripción de una realidad  desde una postura ideológica crítica que devuelve  al lector una nueva versión del pasado.
          
          La transición hacia una democracia  limitada
           Las condiciones políticas y económicas en las cuales  aparece la Generación del Ochenta son importantes  por la carga ideológica que las obras de estos escritores  conllevan. Una de sus principales contribuciones  ha sido «la relación con la configuración de la  memoria histórica del país y la descripción de la atmósfera  social de la dictadura y sus años siguientes»  (García Corales, 2006: 664).  
          El golpe de 1973 trajo oscuridad política y terror  e introdujo un modelo económico neoliberal. Políticamente,  la dictadura (1973-1989) provocó una erosión  total de todas las libertades e implantó un sistema  permanente de terror que limitó la participación  popular a todos los niveles y permitió la violación  sistemática de los derechos humanos. La dictadura  instaló un sistema judicial, y la Constitución de 1980  garantizó la impunidad de las Fuerzas Armadas bajo  una serie de «amarres» que consistían en medidas  restrictivas que limitarían el poder de futuros gobiernos.  Es por esto que se conoce el período de los noventa, después de los primeros comicios democráticos  en que Patricio Aylwin fue elegido presidente,  como democracia limitada.[2]
		  
           Económicamente, uno de los motivos principales  del golpe fue instaurar el neoliberalismo. Bajo la  dictadura se apoyaron políticas de ese corte que al  comienzo parecieron tener éxito, como lo reconoció  la Concertación de Partidos por la Democracia  (Concertación),[3]   fuerza importante durante la transición  a la democracia. Sin embargo, «a pesar de  los niveles reducidos de pobreza, a finales de los  noventa Chile todavía tenía uno de los niveles de  distribución de ingresos más desiguales en el mundo»  (Quinn: 152), comparables a los de países como  Honduras, Nicaragua y la República Dominicana.
           El neoliberalismo, además de su impacto económico, tuvo otra consecuencia de carácter político:  polarizó las ideologías provocando una despolitización de la nación, que empezó a ver como natural  el modelo capitalista y modernista validado por  un creciente consumismo e individualismo. Todo  programa alternativo era catalogado como utopía.  Esta homogeinización ideológica acabó con doctrinas  alternativas, la creación de discursos políticos  más sofisticados y contribuyó a alienar a los partidos  políticos de sus bases (Olavarría: 14).
           Como consecuencia, la Concertación, que abogaba  en un comienzo en su programa electoral por  la anulación de la amnistía de 1978, percibió que la  transición a la democracia tenía limitaciones y que  no sería fácil enfrentar la violación de los derechos  humanos y otros abusos cometidos por la dictadura.  Su consigna se convirtió en «la justicia dentro  de lo posible» (Loveman y Lira: 498). Tomás  Moulian explica esta actitud:
          
            para asegurar el retorno a la democracia, para  evitar que los militares tuvieran argumentos para  quedarse, era indispensable mantener la moderación,  la centralización de las decisiones. Cualquier  intento de movilizar fue motejado de peligroso  en función de la ansiada materialización de  la posibilidad democrática [352].
          
          Como resultado, muchos chilenos se sintieron  traicionados, vieron al nuevo sistema político como  autoritario y demostraron su descontento en las elecciones  parlamentarias de 1997, donde solo votó el  40 % del electorado. Como Olavarría aclara, esto  no era mera apatía sino «un rechazo consciente del  sistema político, de un orden institucional heredado  de la dictadura del general Augusto Pinochet» (10).  
          El resultado de esta democracia limitada y de un  sistema político de elites llevó a las bases a concluir  que la Concertación comprometió valores esenciales  y reformas sociales por una estabilidad política. Olavarría señala de manera crítica que las negociaciones  entre la Concertación y los militares significaron  «el abandono de ciertos ideales democráticos  por las exigencias del capital» (15). Los chilenos  reaccionaron con el desencanto, compartido por el  detective Heredia, de los que tienen que vivir en  una sociedad que ha preferido dejar a un lado el  pasado y se encuentra dividida por recuerdos conflictivos  y excluyentes.[4]  
          Frente a estas condiciones, en una sociedad con  evocaciones divergentes y donde la historia se ha  convertido en un sospechoso más, el neopoliciaco  de Díaz Eterovic reclama activamente el pasado y  asume una responsabilidad ideológica al convertir su  narrativa en un lugar de memoria.[5]   En la literatura los  chilenos pueden organizar los eventos del pasado y  narrativizarlos para darles sentido a los horrores de  la dictadura y a la traición vivida después.
          
            La Generación del Ochenta 
          La Generación del Ochenta emerge justo antes del  período de transición democrática, haciendo eco  de las promesas de cambio después de los asfixiantes  años del pinochetismo. La literatura aceptó el  reto en este ambiente político y reaccionó de manera  temprana al legado de ese régimen, presentando  un lenguaje alternativo a través del cual los  chilenos podían expresarse y representar sus experiencias  e historia. Según el concepto de Nora, la  literatura en estos momentos se convierte en un lugar  de memoria, a medida que reacciona al lenguaje  acartonado de las ciencias sociales, y promueve «otra» manera de construir la memoria que es más  cercana a sus características originales de espontaneidad,  actualización e integración. La historia había  quedado corta debido a que
          
             el golpe voló en pedazos la historia pública del  país, quebrando asimismo el sistema de referencialidad  cultural que había dado sentido a la sociedad  chilena, y destruyendo los mitos en que  Chile basaba su identidad: la solidez y estabilidad  de su democracia, su pacífica racionalidad, la sobriedad  y cultura de un país en el que el ejército  no intervenía en política, etcétera [Waldman: 54].
          
          Richard propone que solo la literatura pudo abrir  la posibilidad de un discurso que generó representaciones  simbólicas del duelo y que desde su posición  solidaria y de vulnerabilidad expresó los fragmentos  de la discontinuidad histórica (105).  
          Lo que caracteriza a la Generación del Ochenta  no es una unidad temática o estilística, sino una  marca generacional: los escritores que pertenecen  a este grupo nacieron entre 1948 y 1960 y vivieron  su juventud durante los duros años del golpe. Muchos  de ellos solo conocen los días de la Unidad  Popular a través de historias de familiares y amigos.  Sin embargo, estos escritores se sienten el producto  de la polarización marcada por el miedo que  ocurrió entre los promisorios tiempos de Allende y  los más grises de la dictadura.
          
              El neopoliciaco como la nueva novela  social latinoamericana
           Los antecedentes del neopoliciaco se encuentran  en el hard boiled o género negro. El detectivesco  nace con una doble limitación estética e ideológica.  En lo estético, se lo presenta peyorativamente como ejemplo de literatura popular. Todorov lo analiza  como un producto formulaico del cual no se puede  esperar ninguna originalidad artística. Y para W. H.  Auden, es mero entretenimiento: «los cuentos detectivescos  no tienen nada que hacer con las obras  de arte» (15). Ideológicamente, Fredric Jameson  sostiene que el género «no tiene ningún contenido  ideológico, no tiene ningún argumento político...»  (124). Y, según Piglia, sin duda las del género negro  «son novelas capitalistas en el sentido más literal  de la palabra: deben ser leídas, pienso, ante todo  como síntomas» (117).  
          Sin embargo, la novela negra, a pesar de estos  orígenes dudosos, es para Chesterton «la forma más  temprana de la literatura popular en que se expresa  algún sentido de la poesía de la vida moderna» (4).  Esta modernidad exige una racionalización y una  legalidad que acompaña a la desacralización del  mundo y que implica una confianza en la coherencia  que proporciona el detective a través de sus  acciones. Al mismo tiempo, esta coherencia conlleva  una represión legal y moral, que el detective cuestiona  activamente:
          
            en las sociedades gobernadas por la ley, el proceso  judicial juega un papel importante para asegurar  el consentimiento necesario para la hegemonía.  Las ficciones detectivescas demuestran  las contradicciones sociales que la ley debe resolver.  Estas están mediadas por el detective,  quien representa la naturaleza contradictoria del  ser disciplinado y moderno [McCracken: 51]. 
          
          El neopolicial latinoamericano se enfrenta con  esta coyuntura ideológica y estética y replantea las  normas del género para demostrar que a pesar de  ser formulaico y popular puede ser original, y que  aunque parezca que el sistema y la propiedad privada son sagrados, el detective es contestatario.  Tiene como su más inventiva peculiaridad su cualidad  proteica, la cual le permite responder flexiblemente  a las exigencias sociales e históricas de su  ambiente y sus lectores.[6] Hoy ha sobrepasado las  limitaciones ideológicas y estéticas, y en Chile «el  modo privilegiado por esta generación [del Ochenta]  para rescatar el pasado es el relato de serie negra:  un detective privado lleva a cabo una investigación  en una sociedad en crisis» (Cánovas: 41).  
          Algunas de las características principales del  neopoliciaco, término acuñado por Paco Ignacio  Taibo II, conocido practicante del género, son:  1) se concentra en crímenes de naturaleza social y  practica abiertamente la crítica social, llegando a  veces, por ejemplo, a hacer una revisión de la historia;  2) la ciudad es el ambiente por excelencia, en  ella el detective se mueve con desasosiego e intencionadamente,  pues la conoce como la palma de su  mano; es un antihéroe y sabe que lo que cuenta no  es tanto la justicia como la verdad; 3) el lenguaje es  irreverente, y se usa toda una gama de estrategias  narrativas posmodernas como la ironía, la parodia  y la intertextualidad, reflejando que los escritores  son conscientes del género que practican con gran  gozo y orgullo.[7]
          Sin duda, algunas de estas características son un  legado directo del hard-boiled estadunidense, pero  la diferencia reside en que el neopoliciaco privilegia  la realidad latinoamericana, presentando el caos  carnavalesco de la Ciudad de México (en el caso de  la serie de Belascoarán Shayne, de Taibo II) o la  distopía neoliberal de Santiago (en las novelas de Heredia,  de Díaz Eterovic), por ejemplo. Lo importante  es que el neopolicial responde a las condiciones  sociales, políticas e históricas del lugar y la época,  transformándose en la moderna novela social de la  región, por medio de la cual se lleva a cabo una dura  crítica de las condiciones actuales. Debido a su carácter  inquisitivo (el crimen debe ser resuelto), permite  hacer una revisión de las instituciones sociales y  políticas, como sostiene Díaz Eterovic:
          
            los códigos de la «novela negra» que surgiera  en los Estados Unidos a comienzos del siglo XX  (Hammett, Horace McCoy, Chandler, James M.  Cain) estaban presentes y vigentes en la realidad  de un país como el nuestro. Una atmósfera asfixiante,  miedo, violencia, falta de justicia, la  corrupción del poder, inseguridad: elementos que  en Chile vivimos en años recientes y que aún ahora  prevalecen con sus sombras y sus «boinazos»  [cit. en Franken Curzen: 9]. 
          
          El neopoliciaco no solo no sostiene los valores  capitalistas sino que es una crítica del orden donde  la corrupción se ha convertido en la norma, la violencia  es excesiva y endémica y la justicia, imposible  de alcanzar. La ficción permite llenar los silencios, buscar explicaciones a lo inexplicable y resolver los  defectos de la realidad (Comaroff: 805). Jean y John  Comaroff explican lo que legitima a la ficción detectivesca  como una reacción a los abusos de poder  en una sociedad: «la ficción detectivesca también  provee figuras retóricas para tratar la ironía,  ventilar deseos y, sobre todo, para evocar una comunidad  moral, especialmente cuando una transformación  radical remueve las normas existentes y  le roba al lenguaje político su significado» (807).  
          El neopoliciaco ha trastocado completamente los  valores ideológicos del género: el detective capitalista  que actuaba solo movido por el dinero ahora se  convierte en un agente social en búsqueda de la justicia  y la verdad. A su vez, la policía se hace sospechosa  y es vista como cómplice de un sistema que  viola impunemente los derechos de los ciudadanos.
          
              Heredia: desencanto y traición 
          Heredia, como la mayoría de los detectives del  neopoliciaco, viene de los márgenes. Su orfandad  literal es también simbólica: como los chilenos, se  siente desamparado en una sociedad que lo excluye;  su condición definitiva es la soledad. Si bien los  bares y sitios nocturnos que frecuenta, junto a su  lenguaje chacharero y su gusto por los boleros y  tangos señalan su atracción por lo popular, es un  exestudiante de derecho que lee vorazmente, le  gusta citar a sus escritores favoritos y ama a Bach,  entre otros compositores clásicos.
           La presencia del autor determina en gran manera  los gustos y valores del detective. Como dice  Ross Macdonald sobre la relación con su detective  Lew Archer, «una cercana relación paterna o fraterna  entre escritor y detective es una marcada peculiaridad  del género. A través de toda su historia, desde  Poe a Chandler y más allá, el héroe detective ha representado a su creador y convertido sus valores  en acción en la sociedad» (179). Al ser Heredia el  alter ego de Díaz Eterovic, sus gustos coinciden;  ambos comparten sus escritores favoritos, su ideología  y sus principios.
          Heredia tiene un rígido código de honor que lo  impele a buscar la justicia, la cual, debido al sistema,  nunca es total. Su ética, algo anticuada, hace que sus  lectores se encariñen con él porque no teme sostener  los valores de solidaridad, generosidad y la lealtad  en un mundo donde el individualismo y el consumismo  predominan. Heredia busca la verdad sin  militar en ningún partido, y parece más bien escéptico  en cuanto a la política chilena. Sin embargo, estaba  en la universidad cuando el golpe acaeció y tenía  claras simpatías por la Unidad Popular. Cuando piensa  en el pasado siente que se lo han escamoteado.
          Otra característica del detective del neopoliciaco  es su sensibilidad. Heredia se involucra con sus  clientes y casos y se deja llevar por la intuición y  emoción. Hemos dejado muy atrás al «gran detective»  a lo Dupin o Holmes, que podía resolver el  caso usando solo su infalible intelecto. La nostalgia  que invade al detective chileno se debe a su compromiso  ideológico que lo hace mirar hacia atrás e  imaginar qué hubiera podido ser si no hubiera ocurrido  el golpe. Heredia se ha quedado con el deseo  de una vida más humana, un presente más comunitario  en el cual sigue creyendo. En una entrevista,  Díaz Eterovic resume las creencias de su detective:  
          
            Heredia defiende la vieja utopía de vivir en un  mundo mejor, con más justicia social, con menos  dolor. Y la utopía social, en el caso de mi  generación, tuvo mucha importancia, porque una  buena cantidad de los que pertenecemos a ella  creímos y vibramos con el proyecto de la Unidad  Popular. Creo que los que estamos más o menos en la edad de Heredia hemos querido  mantener vigente esa utopía, porque creemos que  dentro de ella hay valores esenciales. De alguna  manera, nuestra vida ha sido definida por el tratar  de acercarnos a una utopía de ese tipo. Y,  por lo tanto, Heredia –que es un derrotado, como  somos muchos en Chile– piensa que debemos  hacer todo lo que se pueda, aunque sean gestos  mínimos, para mantener viva la llama. Tal vez ni  siquiera ya para nosotros, pero sí para otra gente  [García Corales, 2005: 94-95]. 
          
          Heredia se convierte en el guardián de la memoria  chilena, resistiendo el olvido porque los casos que le  toca investigar en Nadie sabe más que los muertos  y El ojo del alma lo obligan a visitar el pasado para  resolverlos. El crimen es una excusa que permite que  el detective hurgue y reabra las heridas de dicho pasado.  Heredia está embargado por sentimientos de  traición y desencanto ante la pérdida de una utopía  posible con la Unidad Popular y frente a un presente  alienante que lleva la marca de la bota militar y el  neoliberalismo. Una actitud que
          
            coincide un tanto con la visión de los chilenos  que fueron contrarios a la dictadura de Augusto  Pinochet y lucharon por recuperar la democracia,  y que cuando esta, en apariencias, volvió, se  dieron cuenta de que era una democracia controlada  por el poder de quienes sustentaron esa  dictadura y de quienes detentan el control económico  [García Corales, 1999: 84]. 
          
          Díaz Eterovic narrativiza la memoria chilena y la  reorganiza de tal manera que la colectividad la reconoce  y se identifica con ella. El neopoliciaco  se convierte en una poética de la memoria por  medio de la cual Díaz Eterovic crea un proyecto ideológico que articula en un lenguaje popular los  eventos ocurridos y reprimidos. A continuación estudiaremos  cómo Nadie sabe más que los muertos  y El ojo del alma tratan el tema de la transición  como una traición generacional.  
           
          
          
          Nadie sabe más que los muertos:  la reconstrucción del pasado y la  recuperación de la verdad  
          «Nadie revive a los muertos y los  
            asesinos se llevarán sus culpas a la  tumba» 
            (32).[8]
          En Nadie sabe más que los muertos, Díaz Eterovic  crea una trama compleja que a veces resulta increíble. Sentimiento reflejado por el mismo detective  cuando exclama: «¡en qué película de locos me he  metido!» (129). En este neopoliciaco se habla de  las adopciones ilegales de los hijos de desaparecidos,  de la corrupción del sistema judicial y de los  nazis y sus actividades en Chile durante la dictadura.  Heredia se enamora, deambula por la ciudad,  recibe unas buenas golpizas y tiene nuevos asociados  ahora que «el tira» Solís se ha jubilado. Vuelve  Anselmo, el periodiquero amigo, vecino y cómplice  del detective, trayendo su buen humor y optimismo.  La novela se ambienta en el período de la  transición (1989), cuando los chilenos gozosos esperaban  el regreso a la democracia. La posibilidad  de cambio choca con el cinismo de Heredia,  quien le responde a Anselmo cuando este lo invita a  participar en una marcha de apoyo:  
          
            –Pasó el tiempo en que me entusiasmaban los  discursos...
              –¡Vamos, don! No arrugue. Vuelve la alegría y  la libertad. 
              –¿Las dos cosas de un viaje? ¿Estás seguro?
              –¿No escucha los gritos de la gente? ¡Todo volverá  a ser como antes!
              –Todo, no. 
              –¿Cómo que no? 
              –Nada es igual. Es otra la época y faltan muchos  nombres que no se pueden olvidar [165]. 
          
          El crimen que debe resolver Heredia es descubrir  quién secuestró y mató al sindicalista Víctor  Alfaro Godoy, desaparecido en 1981. El juez Cavens,  famoso por su honestidad, le pide destapar la  «mano misteriosa» que no permitió en el pasado  desenmascarar a los miembros de la Central Nacional  de Informaciones detrás del secuestro y asesinato.  El caso se complica ya que en una fosa clandestina  se han descubierto los restos de nueve  personas («todos presentaban huellas de haber recibido  torturas antes de morir» [29]), entre ellos los  de Daniel Cancino Solar, estudiante y activista político,  y su mujer, Gabriela, quien estaba encinta de  ocho meses en el momento del secuestro. Heredia  no solo debe buscar a los asesinos de Alfaro, Daniel  y su mujer, sino también al hijo de la joven pareja  que nació en cautiverio. Heredia reacciona con  un frío cinismo, «tengo el pellejo cansado y el ánimo  flojo» (31); sabe que la justicia se escurre siempre.  Pero cuando la madre de Daniel le pide que  tome el caso para devolverle a su nieto, el detective  encuentra imposible decirle que no. Después de  todo, como dice la madre, «olvidar es hacerse cómplice  de esos crímenes» (31).  
          El compromiso político de la novela la lleva a  situarse firmemente en una realidad conocida en la  que se nombran asociaciones e instituciones como  la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional), la policía secreta durante la dictadura. Se rinde merecido  homenaje a la Agrupación de Familiares de  Detenidos y Desaparecidos, así como a la Vicaría  de Solidaridad, y se mencionan los esfuerzos colectivos  entre Argentina y Chile de médicos forenses  trabajando con las últimas técnicas de ADN.  Durante su investigación, Heredia encuentra y se  enamora de la bella Fernanda, quien trabaja con un  grupo secreto israelí cazando viejos nazis en Chile.  Sus búsquedas se intersectan y traen a colación la  Colonia Dignidad, un enclave alemán usado como  centro de detención y tortura entre 1973-1977.[9]
           Nadie sabe más que los muertos trata de temas  que se repiten a través de la obra de Díaz Eterovic,  tales como el enfrentamiento del detective con  el pasado y el choque entre su búsqueda de la justicia  y la ideología neoliberal que lo circunda. El  personaje vive críticamente los días de euforia hacia  la transición porque se da cuenta de los múltiples  amarres, ideológicos, políticos y judiciales, y  aunque parezca un cínico es un soñador de utopías  que no acepta más compromiso que la verdad.  
          En las dos novelas que estudiamos, la marca generacional  se concretiza porque los casos de Heredia  lo llevan a recurrir y a entrevistar a viejos amigos  o compañeros universitarios. Cuando visita a  uno de aquellos, Reinaldo Silva, quien trabaja en el  Ministerio de Defensa como fiscal militar, este lo  critica por su falta de ambición: «nunca has querido  el poder y esa ha sido tu perdición» (144). Heredia  se da cuenta de que la dictadura ha polarizado a los  chilenos y ha convertido a Chile en un «país de enemigos»:  «Blanco y negro. ¿No hay medios tonos en  esta historia?» (77). Las ruinas de la sociedad neoliberal  son más morales que físicas, como vemos en los valores que coexisten de manera antagonista.  Como dice Silva: «la guerra terminó. Viene el tiempo  de dialogar, obtener acuerdos y ver la mejor  forma de repartirse el poder. Es la hora de las negociaciones  y los que lucharon deben quedarse a  un lado hasta que aprendan el nuevo código» (145).  
          Finalmente, para comprender la ideología del  detective Heredia, es importante enfatizar su carácter  ambiguo, el cual refleja las contradicciones  de la modernidad neoliberal instaurada por la dictadura  junto a una búsqueda personal y altruista del  que quiere darle sentido al mundo. Como señala  McCracken, el resultado de la posición ambivalente  del personaje, el cual se halla entre la ley y la  criminalidad, «lejos de representar la identidad endurecida  de un ser modernista y racional, los límites  de la personalidad del detective son permeables.  Su posición es transgresiva y su identidad está constantemente  en proceso» (71).  
          De ahí que para Silva y Cavens, Heredia parezca  un ser incompleto, porque no ha definido su posición  dentro del Estado neoliberal sino que prefiere  situarse fuera de él. La actitud de Cavens hacia el  detective es quizá la que mejor resume la postura  de la sociedad hacia esta figura difícil de catalogar.  Cavens reconoce en Heredia un «ingenuo idealismo»  (25), característica que lo lleva a «entregarse  por entero en los asuntos que le interesan» (25),  haciéndolo un potencial «personaje idiota» (34).  
          Heredia, a pesar de su cinismo y su falta de confianza  en el sistema, encuentra lo que buscaba. Su  idealismo halla un modelo en los padres de Daniel,  y Díaz Eterovic por medio de esta investigación rinde  homenaje a los desaparecidos; con la pregunta  en plural «¿dónde están?», Daniel y Gabriela encarnan  un pasado que no debe ser olvidado. La  búsqueda de Heredia no es anónima ni abstracta;  la justicia y la verdad no se quedan en palabras,  sino que se traducen en actos, «una razón que nada  tenía que ver con la justicia que buscaba el juez  Cavens, sino con el dolor de esa pareja [los padres  de Daniel] aferrada a los recuerdos» (93).  
          Nadie sabe más que los muertos es una metáfora de la transición donde la justicia y la democracia  se ven comprometidas. Cavens ha cometido errores,  pero logra limpiar su mala conciencia asegurándose  de que los criminales sean castigados y de que el  niño Fernando sea devuelto a sus verdaderos abuelos.  Solo con la solución del caso y la restitución del  niño a su verdadera familia se puede vislumbrar un  futuro mejor.  
          
           
          
          
                El ojo del alma: memoria y traición 
          «Las huellas en este asunto hay que  
            buscarlas con el ojo del alma» (190).[10]  
          Esta es una de las mejores novelas del chileno, con  capítulos cortos, mucha acción, personajes atractivos  y complejos y excelente diálogo, donde problemas  políticos e ideológicos son de gran importancia  para la trama. Como es común, Heredia tiene  una relación amorosa sin futuro; se encuentra con  personajes excéntricos como Serón y El Escriba;  deambula por Santiago, visitando bares y restaurantes  mientras sigue pistas falsas, demostrando su  falibilidad; recibe fuertes golpizas, y expresa su soledad  y su dolor cuando visita el pasado. Hay algunas  novedades: el caso lo lleva a involucrarse con  la CIA y viaja al sur, a Chiloé. Hay elementos esté-  ticos y lúdicos, como sus reuniones con El Escriba,  con quien discute el acto de escribir, introduciendo  en la trama un metadiscurso con una narrativa autorreflexiva. Finalmente, el gato Simenon tiene un  papel vital como conciencia del detective.  
          Los leitmotivs en El ojo del alma son memoria  y traición. Heredia es contratado por Domingo Viñas, un político de izquierda, para encontrar a Andrés  Traverso, excompañero universitario de Heredia  y miembro del Partido, «un dirigente que ha  cumplido tareas importantes» y que será nominado  candidato a diputado (17). La desaparición misteriosa  de Traverso es preocupante, no se sabe si ha  sido secuestrado por un «grupúsculo» extremista,  ya que es un personaje importante que conoce  mucha información secreta.
           Heredia, como en Nadie sabe más que los  muertos, rehúsa al comienzo aceptar la investigación.  Este estado de vacilación es una reacción común  del detective cuando tiene que lidiar con el  pasado: «no quiero saber nada que me obligue a  revolver una vez más el pasado» (21), y casi le da  un tono mercenario: «no estoy disponible para incursionar  en un terreno que de antemano sé ingrato.  Hoy por hoy, solo me encargo de asuntos simples...»  (19). Sin embargo, esta es una postura que  le permite al detective cubrir sus sentimientos verdaderos.  Sus acciones y reacciones no son producto  del raciocinio calculado; Heredia es impulsivo y  ha creado una primera respuesta que lo protege. Él  sabe, como aquellos que lo conocen, que esta actitud  no es más que una máscara. Siguiendo las huellas  del hard-boiled, el detective debe ser duro y sin  sentimentalismos; sin embargo, así como la madre  de Daniel logró convencerlo, esta vez es Campbell,  otro viejo amigo suyo, quien lo persuade.
           La sensibilidad de Heredia, además de servir para  desarrollar sicológicamente al personaje, revelándonos  sus temores y los hechos que lo conmueven para  hacerlo cambiar de parecer, tiene una función narrativa  importante en el género detectivesco: crear suspenso.  Debido a que pasa un poco de tiempo hasta  que Heredia acepta tomar el caso –durante el cual  se bosqueja la trama–, el lector tiene que esperar y  atenerse a su decisión. Es claro que esta indecisión  no dura mucho tiempo, pues la investigación debe  empezar para que haya una novela.  
          El ojo del alma está ambientada en Santiago.  Heredia es un flâneur, deambulando por su barrio,  visitando bares y librerías:  
          
            me dije que amaba a Santiago; cada uno de sus  rincones desde Plaza Italia al poniente, sus calles  semidesiertas a las dos de la madrugada y la promesa  de una navaja en el vientre de los solitarios;  los bares que prolongan la Alameda con sus  luces, murmullos y promesas de encuentros  inesperados [36].  
          
          Walter Benjamin fue uno de los primeros en reconocer  la condición esencial de movilidad del detective  como producto de la modernidad. En la ciudad,  este personaje se pierde en el anonimato sin  dejar huellas, lo que le permite observar sin ser  observado, «él desarrolla reacciones que están de  acuerdo con el ritmo de la gran ciudad. Él reconoce  las cosas al vuelo» (41).[11]  
          A través de estas caminatas Heredia puede percibir  los cambios producidos por la explosión urbana  y el creciente capitalismo con su impacto en el  medio ambiente de la urbe. Estas transformaciones  promovidas por el desarrollo neoliberal han afectado  a los chilenos, polarizándolos en marcadas clases  sociales con sus respectivas ideologías e intereses,  como confirma el detective cuando indaga en la amplia galería de respuestas ideológicas y econó-  micas de sus excompañeros de universidad.  
          Está Viñas, el izquierdista comprometido, quien  todavía cree en el discurso dominante de «la causa»  (37). Heredia hace una crítica a la izquierda  anquilosada, la cual ha perdido contacto con los  chilenos y ha pasado a formar parte de los partidos  tradicionales. Como dice en Nadie sabe más que  los muertos: «se desmoronan las ideas y los muros,  y espero que sea para bien. Que del desencanto  nazca algo más real y menos parecido a una  receta...» (75). Y Joaquín Pérez, quien se casó por  dinero pero perdió todo cuando le fue infiel a su  mujer, esta lo dejó en la calle y ahora vive en su  carro. Osorio, el traidor (del cual se sospecha que  delató a Pablito Durán, compañero desaparecido),  ha tenido gran éxito y su oficina está descrita como  una guarida oscura y siniestra. Bernardo y Adriana,  ahora casados y viviendo un matrimonio aburrido y  falso. Traverso, que ha desaparecido, de quien se  cree que ha sido informante de los organismos de  seguridad de la dictadura y resultará ser un doble  agente de la CIA. En comparación con todos estos  amigos, participantes activos de la febril competitividad  de la vida moderna, unos con más éxito que  otros, Heredia es un perdedor que se ha negado a  tomar parte en el frenesí consumista del sistema.  
          Como en la novela anterior, lo critican por su  falta de ambición; esta vez Osorio es quien le dice:  «perdona que te lo diga, pero tus aspiraciones no  son muy grandes» (155). Heredia es fiel a sus principios,  los cuales no tienen precio. Algo inaudito  para estos amigos que han desarrollado una ética  capitalista de oferta y demanda, ilustrada por Osorio:  «si hablas con algunos de mis empleados te dirán  que soy un negrero... No hay otro modo de  tratarlos. Para dirigir personas aún no se inventa  nada más efectivo que el látigo» (153).  
          La investigación en El ojo del alma, como en  Nadie sabe más que los muertos, es un pretexto  para remontarse al pasado. Esta vez Heredia vuelve  a 1974, a los años universitarios que en vez de estar  marcados por la despreocupación y las correrías de  la juventud recuerda por el «miedo, mucho miedo, y  la inocencia cortada de raíz» (27). A pesar de este  temor y de la tentación de sumarse al «lodo amnésico  que cubría las calles de Santiago» (35), el detective  regresa al pasado una y otra vez no solo para  resolver el caso sino para recuperar un recuerdo en  particular: la memoria de Pablito Durán, parte de los  «viejos dolores» (57) del pasado.
           Pablo Durán fue un compañero de la universidad  desaparecido durante la dictadura. El impacto  de su desaparición fue grande en el grupo de amigos  e incluso el motivo por el cual Heredia abandonó  la facultad. Pablo permaneció fiel a sus principios  y dio la vida por ellos: «el recuerdo de Pablito  me había perseguido en mis sueños... Ni detenido  ni muerto... Su retrato se congeló en el tiempo, en  el cartel incansable que su madre alzó en plazas y  mítines» (127). Como en Nadie sabe más que los  muertos, la realidad de los detenidos-desaparecidos  marca inevitablemente a toda una generación,  haciéndola testigo de horrores que llevan a la gente  a un duelo duradero signado por la traición de los  sueños y principios. La consecuencia es un desencanto  que hace que estos jóvenes pierdan sus ilusiones  y caigan en la apatía y el cinismo. Como señala el detective, la espera es infinita para los que  quedan vivos:  
          
            su cara de niño sorprendido grabada en la memoria  mientras sus compañeros de la universidad  fuimos transformándonos en un remedo de  la juventud, silenciados, esperando que un día  apareciera su cuerpo y pudiéramos caminar tras él, en un cortejo que nos daría el consuelo de la  despedida [127].
          
           La búsqueda de Heredia es más que encontrar a  Traverso; significa enfrentarse al pasado encarnado  por Pablito, que se convierte en metáfora de  todo lo bueno y deseable, y que contrasta con un  presente que refleja la traición. Pablo Durán es el  fantasma que empaña cada memoria feliz por su  temprana desaparición.  
          Si Nadie sabe más que los muertos es una metáfora  de la transición, El ojo del alma es una metáfora del fraccionamiento del país, donde nadie confía  en nadie y la «verdad» parece estar escondida en  lo más profundo de cada uno. De ahí que el símbolo  del rompecabezas aparezca a menudo junto a las  pistas falsas que Heredia se empecina en seguir, demostrando  su falibilidad y confusión junto al desorden  imperante en Chile. Su desconfianza y su miedo  reflejan un estado mental generacional producto de  años de represión y terror. El título es indicativo del  estado sicológico del detective, quien sostiene que  se debe hacer una distinción entre los sentidos exteriores  e interiores y confiar en el interior, que viene  de una antigua tradición filosófica, «el ojo del alma».  
          La lucha entre la soledad y la solidaridad, el desencanto  y la ilusión, la desconfianza y el creer en los  demás es constante a través de la novela. En un sistema  donde la impunidad es protegida por la ley, el  detective encuentra que tomar la justicia en sus manos  devuelve cierto sentido de honestidad al mundo  en que vive. A Heredia no le queda más, en un país  trastocado por los acuerdos, que dejar que la CIA  se «encargue» de Traverso, quien resulta ser un verdadero  traidor. Heredia descubre la verdad de la  desaparición de Pablito, convertido ahora en el símbolo  de todos los desaparecidos sin tumba. Se niega  a que el tiempo «llene de polvo» la memoria como  quisiera Traverso (236) y se convierte en una voz  de la traición vivida por su generación:  
          
            en los últimos días he visitado a varios de los  amigos de la universidad y con todos ellos hemos  terminado invocando la verdad... arrepentidos  de no seguir fieles a las palabras. Nos hemos  vuelto cínicos... Cada cual, a su manera,  perdió la libertad por la que tanto luchó [158].
            
                  Conclusión 
          
          Volver al pasado resulta peligroso para Heredia,  víctima de la traición ejercida sobre él y su generación  por la dictadura. Sin embargo, lucha por respuestas  que de alguna manera sirven como verdad.  El detective debe regresar al ayer para resolver sus  investigaciones en Nadie sabe más que los muertos  y El ojo del alma, a pesar del dolor que esto le  cause a él o a otros. A través de la ficción, Ramón  Díaz Eterovic trata de problemas políticos, sociales  e históricos de gran relevancia para el Chile de hoy.  Da una mirada crítica y sumaria al proceso de transición  y a las condiciones sociales que la democracia  trajo junto al neoliberalismo:  
          
            los que eran uniformados, fueron pasados a retiro,  asumieron cargos secundarios dentro del Ejército  o se les envió como agregados militares en  embajadas de bajo perfil. Los civiles fueron ubicados  en bancos comerciales, salmoneras y empresas  forestales. Casi siempre en labores de seguridad  o relacionadas con la administración del  personal. Otros, se supone que están en lo mismo  de antes, ya que la seguridad militar sigue  intacta, y también están los que aprovecharon  sus contactos con el hampa para dedicarse al  tráfico de drogas [2001: 87].
            
          En la crítica que hace Díaz Eterovic a través de  Heredia y sus investigaciones rescata una polifonía  de voces porque solo por medio de todas ellas se  puede armar el pasado y darnos una imagen más  completa en toda su complejidad. Heredia se niega  a caer en las directivas políticas de aquellos que  han determinado que el consenso es la única manera  de proyectarse hacia el futuro, borrando divisiones  y cuestionamientos. «Olvidar, olvide, olvídese,  olvidémonos. En el último tiempo había oído y pensado  mucho en ese verbo, y no me gustaba. Eran  palabras con aspecto de lápidas» (2002: 69).
          En su esfuerzo por rechazar el olvido y la muerte  como el futuro de su país, Heredia ejecuta el acto  de recordar, lo que obsesiona al detective como a  muchos chilenos que se han visto obligados por la  sociedad a abandonar el pasado resultando en personas  divididas.[12] Díaz Eterovic explora los resultados  de la dictadura y la transición y se propone  restablecer el desencanto de una generación traicionada  a través de la narrativa del neopoliciaco.  La ficción se convierte en el lugar donde los recuerdos  se reconstituyen. Gracias a su labor detectivesca  y su investigación incesante en busca de la  verdad, Heredia recupera el pasado, encontrando  respuestas y dándole significado a lo inefable.
           Esta es la enorme labor que Ramón Díaz Eterovic  se ha impuesto por medio del neopoliciaco, un  género que organiza la historia y le da sentido a las  experiencias, contradiciendo la creencia de que solo  los vencedores tienen el derecho a recordarla y contarla.  
          
           
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          [*] Quiero agradecer en homenaje póstumo  a mi amigo y colega Robert Dash,  quien me hizo conocer a Heredia y su  mundo y con quien compartimos nuestra  pasión por el género negro y el  cine latinoamericano.
           
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          Notas
          [1]  La teleserie Heredia y asociados (2003-2004) se basa en las novelas y los  personajes de Díaz Eterovic. Fue coproducida por Valcine y Televisión  Nacional de Chile. Ganó el Primer Premio del Fondo Consejo Nacional de  Televisión en 2003.
          [2]  Para este ensayo me concentro en contextualizar los años  de la Generación del Ochenta. Con el plebiscito de 1989  se aprobaron cincuenta y cuatro modificaciones a la Constitución  de 1980 y en 1999 la Corte Suprema dictaminó  que la amnistía de 1978 no era aplicable a las desapariciones  porque eran crímenes no resueltos. Han continuado  los cambios a la Constitución: en 2005 la selección de  senadores fue definitivamente abrogada. Sin embargo,  durante el período que me interesa, la alianza entre las  Fuerzas Armadas, el poder judicial, los sectores de negocios  y comunicaciones «ha ejercido un poder de facto  significativo para retener la conspiración existente  del consenso» (Wilde: 481). [Todas las traducciones del  inglés al español son de la autora.]
           [3]  Los partidos que pertenecen a la Concertación son el  Partido Socialista, la Democracia Cristiana, el Partido por  la Democracia y el Partido Radical Social Demócrata.  Originalmente había otros como MAPU (Movimiento  de Acción Popular Unitario), el Partido Humanista, el  Liberal y el Partido Democrático de Izquierda, representativos  de los movimientos civiles de los años ochenta.  Muchos de ellos han desaparecido, se han fusionado  con otros o han abandonado la Concertación.
          [4]  Ver la trilogía de Steve J. Stern: The Memory Box of  Pinochet’s Chile, Durham, Duke UP, 2004.
           [5]  Aplico la definición de Pierre Nora de lieux de mémoire,  que es el resultado de la tensión entre historia y memoria.
          [6]  Un buen ejemplo del potencial subversivo del género se  encuentra en la llamada «ficción multicultural detectivesca».  En estas obras se indagan las relaciones culturales,  raciales, sexuales y de género en la sociedad estadunidense.  Ver Johnson Gosselin (ed.): Multicultural  Detective Fiction: Murder from the «Other» Side, Nueva  York, Garland Publishing Inc., 1998.
          [7]  Ver mi artículo en Ciberletras donde explico que «el  neopoliciaco, según Paco Ignacio Taibo II, […] se caracteriza  por la “obsesión por las ciudades; una incidencia  recurrente temática de los problemas del Estado como  generador del crimen, la corrupción, la arbitrariedad política”  (Argüelles: 14). De esta manera el nuevo policiaco, al mismo tiempo que se mantiene firmemente enraizado  en la literatura popular que llega a un vasto público,  rompe con esquemas tradicionales del género y hace  una denuncia social».
          [8] Todas las citas vienen de la siguiente edición: Nadie  sabe más que los muertos, Santiago de Chile, LOM, 2002
          [9] Hoy se la conoce como Villa Baviera pero sigue bajo  investigación judicial.
          [10] Todas las citas vienen de la siguiente edición: El ojo  del alma, Santiago de Chile, LOM, 2001.
          [11] En inglés el término gumshoe aparece en 1906 y se usa  para referirse a los detectives vestidos de paisano que  caminan por las calles con zapatos de suela de goma.
          [12] Los miembros de la Generación del Ochenta reconocen  «el año 1973 como origen de una identidad escindida»  (Cánovas: 16)
           
           
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