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La música de la soledad, el regreso de Heredia
Por Marcelo E. González Zúñiga
Doctor en Literatura, PUC
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El futuro no existe y el pasado es una mancha en el pavimento, dice el detective Heredia, y nos transporta y sitúa rápidamente a lo que será su nueva aventura, la decimoquinta de la serie, que se nos presenta bajo el título La música de la soledad (Editorial LOM, 2014). Aquí, la memoria se vuelve a transformar en el pilar sobre el que se construye la narrativa de Díaz Eterovic mientras que la soledad viene a sumársele para construir la vida del investigador privado. Estos dos ejes temáticos conducirán la acción de la novela -y lo hacen en la serie- y hoy por hoy intercalan predominancias, tal y como Heredia intercambia objetos del deseo amoroso con ese viejo y peculiar anhelo por la reivindicación social y humana. La soledad, testaruda, obstinada, militante incluso, se vuelve tema de la obra y camina mano a mano con la memoria, logrando una vez más que Heredia gane en profundidad de la misma forma en que gana humanidad. El investigador se vuelve más entrañable, si esto es posible: su enorme humanidad se ha venido transformando, desde hace varias páginas y varios volúmenes, en el criterio de selección de sus casos. Esta obra no es la excepción.
Y es que el detective privado, es en la actualidad, no solo la piedra filosofal del neopolicial chileno, sino que para los lectores y seguidores de sus aventuras por tantos años, se ha transformado en una suerte de superhéroe completamente vinculado con la realidad nacional: el lector busca y encuentra, en sus páginas, a lo largo de toda la saga, aquellos comentarios acerca de la actualidad del país que sabe compartiría con él, si es que fuera posible encontrarlo en uno de los bares que todavía, afortunadamente, frecuenta.
Leer a Heredia, entonces, es preguntarse qué le sucederá, contra quién se enfrentará en esta oportunidad y cuáles serán los caminos que le tocará transitar en búsqueda de esa justicia individual que defiende. Esa es la incógnita de cada nuevo episodio que Díaz Eterovic nos entrega. Esa novedad, sin embargo, siempre se ve bien respaldada por los mismos viejos amigos que uno sabe encontrará y que efectivamente pasan a saludar: Anselmo, la comisario Fabra, el fantasma de Griseta, Marcos Campbell y, por supuesto, el entrañable gato Simenon.
Los lugares comunes, como dice Heredia, ocultan verdades del porte de un buque. Verdades entre las cuales el mundo que habita Heredia pareciera irse desintegrando, desvaneciéndose como el pasado por el que lucha al igual como sucede con la memoria del país. El pasado, que nos acompaña siempre, se empieza a reducir a un mal recuerdo, en esa batalla definitiva y final de Heredia.
Cada nueva aventura, tememos, pareciera acercarnos al final que todos tememos: en este caso, encarnada en la muerte del abogado Razetti y en el asesinato que lo envuelve.
La muerte del abogado lleva a Heredia a enfrentarse a un monstruo gigante, enorme: una de esas empresas multinacionales que se instala en nuestro país y que se lleva todo lo que puede, sin importar nada ni nadie. El molino de viento, la bestia, en este caso, es una minera que asola un pequeño pueblo del norte, en un caso que recuerda de manera evidente a los proyectos de Pascua Lama o Hidroaysén. Contra ellos se levantará el detective privado, una vez que logre ponerle un rostro humano: la muerte de su amigo actualiza el ejercicio tradicional de los casos en los que el investigador se involucra: sin ese rostro humano, fundamental para que el caso lo capture, no hay novela que pueda suceder. Si la batalla ideológica de Heredia, entonces, no se proyecta en la vida de los seres comunes y corrientes que conoce y que termina por defender, esos mismos seres humanos en los que el lector se ve representado, la investigación no atrapa al investigador. Porque Heredia no solo se ha transformado en un defensor de causas semi-perdidas sino que también. en el héroe de la clase media que lo lee y que se proyecta en el texto. Es, también, el héroe de las damiselas en apuro, con penas de amor más grandes que las mismas relaciones; mujeres sumergidas en esa soledad que bautiza la obra. Mujeres como Adriana Mercado, quien llora la ausencia de Razetti, en una pensión que suda habitaciones vacías y que añade otra gota de compasión a la historia.
En este contexto, para Heredia, investigar se transforma en sospechar y así, la novela se va moviendo entre los pequeños pasos mediante los cuales avanza la investigación y la vida del detective, la que ocupa la mayor parte del texto. Asistimos a esas reflexiones profundas y necesarias, a la vez que a los acontecimientos cotidianos del diario vivir, a las pequeñas victorias que Heredia obtiene sobre la vida. Sin embargo, Heredia está cansado: “nada agota más” -señala- “que observar el paso de la vida a tu alrededor”.
El detective se mueve, entonces, entre las dualidades que definen la realidad que lo rodea: ser cobarde o actuar con decencia es la directriz moral que lo sostiene; no el hambre, sino el demostrar que aún puede cazar -como dice Simenon- lo que lo impulsa; la batalla entre el vacio de las conciencias versus las buenas apariencias, mientras, tarde o temprano, dice el detective, todos nos vamos convirtiendo en sombras. Mal que mal, Heredia ya lleva demasiados años en compañía de la muerte mientras los días se ahogan en la oscuridad de la noche, en este país, demasiado parecido a ese reino en donde Hamlet busca reivindicar a su padre. Como en Dinamarca, en Chile algo huele mal y es Heredia quien está en “el negocio de olfatear malos olores”, porque, en el país, más de alguna cosa está podrida. Afortunadamente para nosotros, tenemos a nuestro detective siempre listo para limpiar los deshechos que la sociedad contemporánea intenta esconder bajo la alfombra. Aun cuando solo ocurra en la ficción. Una ficción que, cada vez más, destaca por su calidad y profundidad.