Vivo en un sector de Punta Arenas que se denomina «Barrio Croata», y en el que la inmigración, principalmente dálmata, tuvo un rol fundamental. Allí se conservan los viejos negocios, el Estadio Ramón Cañas Montalva ―como epicentro de hazañas tanto futbolísticas como ciclísticas― y algunos clubes deportivos (como el Scout y el Progreso). Es un fragmento del pasado que la modernidad aún no borra del todo. Creo que ese fue el primer aspecto que me unió al escritor Ramón Díaz Eterovic: el hecho de ser vecinos, de que nuestros hogares de infancia quedasen ambos en la calle Carrera.
Ramón partió bastante joven a estudiar a Santiago, pero siento que siempre se llevó a Punta Arenas con él. Que colocó en sus bolsillos el viento que sopla sobre el Estrecho de Magallanes y, probablemente, también una postal de nuestro barrio nevado, con niños jugando en trineos en un cielo que asemeja en algo a la noche antártica. Desde la publicación en 1984 de su novela La ciudad está triste, el detective Heredia ingresó en la literatura chilena conquistando lectores y contribuyendo a la configuración del canon policial latinoamericano. Personaje melancólico, trasnochador e idealista, siempre acompañado por el gato Simenon, el felino que oficia de conciencia, de esfinge preguntona, de compañía incondicional en tardes donde la ciudad ruge. Y, es verdad, las novelas de Heredia reivindican el rol de las utopías que ciertos sectores arrojaron al baúl de las cosas olvidadas; sobre todo en un país como el nuestro, que vivió una dictadura tan despiadada como la de Augusto Pinochet, el emplazamiento de una democracia incompleta, la aplastante desigualdad económica instalada a matacaballo. A los factores propios de la novela negra, Ramón le ha impreso los matices de la realidad nacional; en particular, lo referido al crimen político.
En Nadie sabe más que los muertos abordó el escalofriante tema de los detenidos-desaparecidos; en Los siete hijos de Simenon asoma la preocupación por el saqueo medioambiental; en El color de la piel se hace hincapié en el flagelo del racismo; en El color del dinero están los desfalcos y desvíos de dinero en las instituciones públicas. De esta manera, en las diferentes entregas de esta saga vemos que el personaje ―a veces justiciero y en ocasiones antihéroe― ha ido evolucionando con los momentos de nuestra sociedad, dando categoría a una obra singular, de enorme relevancia en nuestra narrativa.
Su literatura ha trascendido las fronteras de nuestra patria, siendo prolíficamente traducido a lenguas tan distantes como el chino.
Creó la revista La gota pura que circuló entre los años 1980 y 1985, y que tuvo el enorme papel de divulgar autores de todo Chile (incluyendo los de sus provincias y quienes se encontraban fuera de nuestras fronteras). También sabemos que presidió entre 1991 y 1993 la Sociedad de Escritores de Chile, instancia donde se generó la hermosa revista Simpson 7 y el emblemático encuentro Juntémonos en Chile.
Lo conozco hace años, y puedo dar fe de su gran generosidad, de manera especial con los escritores más jóvenes. Hace muchos años fuimos invitados al Salón Iberoamericano del Libro de Gijón, y nos fotografiamos junto a Lucho Sepúlveda en un bar, simulando una especie de tren; los vagones de la alegría y la fraternidad literaria surcando los rieles de la memoria en ese hermoso puerto asturiano.
He dicho, y repito con toda convicción, que Ramón Díaz Eterovic merece el Premio Nacional de Literatura. Que con ello no solo se reconoce el oficio y solidez de su escritura, sino también a un autor generoso que ha sabido conmovernos a través de ese investigador que merodea por la oscuridad de Santiago y que vive siempre en el alma de sus lectores.
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Por Óscar Barrientos Bradasic
Publicado en CIPER, 24 de mayo de 2022