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"El detective no tranza con el sistema económico y, en especial, con el crédito y
su fuerte condicionamiento sobre los ciudadanos."
«La cola del diablo», de Ramón Díaz Eterovic, Santiago: Lom, 2018

Por Alexis Candia
Publicado en revista Estación de la Palabra, N°20, febrero de 2019


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A veces, no mucho, claro está, aparecen personajes que cruzan las fronteras del papel y se instalan en nuestras vidas como si fueran viejos amigos o antiguas amantes, personas de quienes, a la postre, guardamos una pequeña luz, un recuerdo cariñoso o una sonrisa que hace grato volver a saber de sus andanzas, travesuras o tristezas. Ana María de La amortajada, Arturo Belano de Los detectives salvajes —y en tantos otros textos bolañanos— y Heredia de las novelas de Ramón Díaz Eterovic, solo por limitarnos al ámbito chileno, caen en esa dimensión. Sus vidas despiertan nuestro interés porque se han conectado, de una manera u otra, con nosotros.

Tanto en el caso de Belano como en el de Heredia sucede, además, que al regresar permanentemente a los textos narrativos de Bolaño y Díaz Eterovic, respectivamente, se genera cierta expectativa, travestida de ansiedad, por las nuevas aventuras que les depara una nueva incursión literaria. Sus historias con cada nueva novela se amplifican. Así, ponen en comunión las hazañas, las victorias y las derrotas de sus personajes. Y nosotros, sus amigos, esperamos por noticias frescas.

Hace 20 años que leo las novelas de Heredia. Creo que comencé con Ángeles y solitarios (1995), la que, hasta el día de hoy, me parece la mejor novela del personaje y he seguido hasta el último volumen publicado: La cola del diablo (2018). Más allá de los casos policiales, lo que más me sedujo de la narrativa de Díaz Eterovic fue su capacidad para construir un mundo íntimo en el que se mueve el detective. Su perenne fidelidad a Santiago centro, los interminables recorridos por la ciudad, decodificándola, estableciendo las marcas significativas de la urbe (a los ojos de Heredia): los bares, las picadas, los hoteles, los cafés con piernas y los prostíbulos; y, sobre todo, una galería de personajes queribles, entrañables, tales como el propio Heredia, el gato Simenon, Anselmo, Dagoberto Solis o Marcos Campbell, situados en la intersección de Bandera y Aillavilú y en los alrededores del río Mapocho. También por las mujeres que abren y cierran la cama del detective y que sirven, a su pesar, como paréntesis en un continuum de soledad. Imposible olvidar a Andrea, Griseta, Yasna y, sobre todo, a Doris Fabra, la novia desafortunada que no alcanza a desposar al viejo Heredia.

Algunos años atrás —varios, en realidad— le regalé El color de la piel a un amigo, quien es un lector ocasional y que formuló, entonces, una aseveración que resultó notable: "Ese weón (refiriéndose a Heredia) toma más que nosotros". El comentario me dio risa, claro, pero también me sorprendió que él considerara al detective como uno más, uno más de la pandilla, del barrio, del club. Y es que Heredia es un sujeto reconocible, por una parte, por sus debilidades y placeres (además del alcohol siente predilección por el tabaco, las apuestas, la buena mesa y el placer carnal) así como, por otra, por su inoxidable código ético que no solo lo lleva a preservar sus ideales juveniles, propios de los socialismos reales, sino, más bien, a vivir al margen del sistema capitalista que terminó por devorarlo todo. De allí que, por ejemplo, en una admirable rutina sobre el escenario de Viña del Mar en 2007, "Palta" Meléndez, imitando a Salvador Allende, sentenció: "Puta que están cambiados los compañeros", refiriéndose, por supuesto, a la transformación de los ex partidarios de la Unidad Popular en miembros de la Concertación.

No sucede esto con Heredia. El detective no tranza con el sistema económico y, en especial, con el crédito y su fuerte condicionamiento sobre los ciudadanos. Así, se pone a un lado del desfile capitalista adoptando un discurso crítico que impugna el devenir nacional de las últimas décadas.

Los crímenes de la dictadura (La ciudad está triste, Nadie sabe más que los muertos), los raciales (El color de lo piel), los abusos medioambientales (Los siete hijos de Simenon), económicos (A la sombra del dinero) son algunos de los temas abordados en la saga de Heredia, conjunto que constituye una serie de radiografías de la miseria y el crimen en la sociedad chilena desde la dictadura y hasta la actualidad.

La| cola del diablo (2018), tal como su título lo advierte, enfrenta a Heredia a los abusos de la Iglesia Católica. Díaz Eterovic narra los abusos protagonizados por sacerdotes que se encuentran bajo el alero de una red de protección que intenta, a través de medios legales e ilegales, perpetuar un muro de silencio. Para resolver el caso, Heredia debe viajar a Punta Arenas con el objetivo de descifrar el enigma que existe tras la desaparición de la estudiante de enfermería Marta Treviso.

No es este el primer viaje de Heredia a la ciudad austral. Dos décadas antes fue a Punta Arenas para investigar la destrucción de una iglesia por un artefacto explosivo puesto por un ex agente de la dictadura; en La cola del diablo combate otra clase de destrucción: la aparición de transgresiones sexuales que, junto con contravenir los dogmas eclesiásticos, constituyen ilícitos que han ido socavado el poder moral de la Iglesia Católica en los últimos años.

Al igual como la narrativa permite establecer vínculos sentimentales con los personajes, el cómic, por su naturaleza seriada, facilita, también, esa clase de conexiones. En este sentido, he seguido con mucho interés el trabajo de Tom King con Batman en DC Comics, debido a que King innovó la historia del murciélago al hacerlo avanzar, más que ningún otro guionista en las últimas décadas, en una dirección en extremo simple y, tal vez por eso mismo, original: la relación de Bruce Wayne/Batman con Selina Kyle/Catwoman. Batman es un personaje sumido en un ciclo interminable de tragedias. Cito solo algunos hechos: el asesinato y/o la desaparición de Robín en sus distintas encarnaciones (Jason Todd, Damian Wayne, Tim Drake), la muerte y/o la traición de sus novias (Vesper Farchield y Jezebel Jet), la destrucción de la Gotham (pestes, terremotos, guerra de bandas, anarquía total), la invalidez tras la ruptura de su columna vertebral (por cortesia de Bane) y, por último, la tragedia seminal: el asesinato de sus padres. Por esto, es una novedad que King quisiera hacer avanzar tos habituales flirteos y encuentros casuales entre el murciélago y la gata hacia algo nuevo: un compromiso de matrimonio. Lo nuevo radica en la posibilidad de hacer feliz —al menos lo que cualquier humano puede ser— a uno de los personajes más atormentados de los cómics. Sin embargo, King y, según advierten los rumores, el editor de DC comic, no se atrevieron a dar ese paso y el personaje cayó en un nuevo ciclo de dolor: ruptura con Kyle, enemistad con Gordon, atentado contra Nightwing a manos de la KGBeast, entre otros. En suma, no se atrevieron a dar un paso adelante.

Recuerdo la historia de Wayne porque el detective chileno ha pasado por una trayectoria similar: la muerte de los sueños sociales tras la llegada de la democracia, el asesinato de su mejor amigo, Dagoberto Solis, la pérdida de sus antiguos amores (Andrea, Griseta) y, por cierto, la muerte de su novia Doris Fabra, poco antes de concretar su matrimonio. Sin embargo, a diferencia de King, Diaz Eterovic se atreve a ir más allá y a poner a Heredia en una situación inédita y, en especial, esperanzadora.

Así que al terminar La cola del diablo no pude dejar de alegrarme por el viejo cabrón. Es cierto, no nos vemos mucho, pero cada vez que llegan sus noticias, una vez al año, no puedo dejar de alegrarme porque, tras tanto tiempo, siga en el ruedo y que, a pesar de que su vida haya sido larga, no haya terminado, tal como piensa Harvey Dent en The Dark Knight, convirtiéndose en un villano.



 

 

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Por Alexis Candia
Publicado en revista Estación de la Palabra, N°20, febrero de 2019