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¡Que los perdonen sus abuelas, carajos!

Por Ramón Díaz Eterovic

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 790, 27 de septiembre, 2013

 



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El perdón, el acto de pedir perdón, parece ser parte de una moda de arrepentimiento por culpas del pasado a la que se han sumado algunos representantes de la derecha, que apoyaron y luego negaron tenazmente durante décadas las violaciones a los derechos humanos cometidas en nuestro país desde el golpe militar de 1973. Y a partir de esa especie de moda, o en pos de una reconciliación que a simple vista tiene la consistencia de un copo de nieve, piden perdón, cuidando el sentido de cada una de sus palabras y procurando que sus rostros muestren una estudiada expresión de congoja y, en lo posible, que se deslice por sus mejillas una notoria lágrima de cocodrilo.

Políticos, agrupaciones de distintos órdenes y hasta algún escritor subido a su olimpo particular, han hecho sus autocríticas y solicitado perdón, sumando a esto el evidente y burdo intento de generar un empate moral entre algunos hechos de violencia ocurridos durante el gobierno de la Unidad Popular y la violación sistemática de los derechos humanos cometida por los militares y sus cómplices civiles. Incluso el Poder Judicial balbuceó algunas palabras de perdón, tal vez recordando su cobarde accionar en dictadura o las palabras de un miserable que ostentó el cargo de presidente de la Corte Suprema, y que en su momento declaró que los detenidos desaparecidos “lo tenían curco”. Sin duda un perdón tardío, hipócrita y tan inútil, como llegar a sofocar un incendio cuando quedan los escombros quemados de una casa.

El perdón a destiempo no sirve. Ese perdón al estilo Iglesia Católica, que siglos después de los hechos pidió perdón por los crímenes de la Inquisición, no sirve. Ninguna palabra, y menos proveniente de quienes pudieron hacer algo para detener o denunciar atropellos, sirve para borrar el dolor de muchos chilenos durante la dictadura. Y no pienso solo en las personas torturadas, asesinadas y en algunos casos desaparecidas. Y no pienso solo en los familiares que buscaron a sus muertos y lo siguen haciendo hasta el día de hoy con resistente esperanza. Pienso en la gente que vivió atemorizada durante eternas noches con toque de queda o que fue sacada de sus hogares durante las protestas populares que indicaron el camino hacia la caída del tirano; en los exiliados que se vieron expulsados de su país de la noche a la mañana, en los hombres y mujeres humillados en planes de empleo como el PEM o el POHJ que ya nadie recuerda; en los cesantes, víctimas del modelo económico que se implantaba en los años ochenta, que vieron pasar hambre a sus hijos o prostituirse a sus hijas en los cafés topless que florecieron en esa época. Pienso en tantas personas que padecieron algún tipo de violencia o de atropello a su derecho de vivir dignamente, de pensar libremente y de hablar sin miedo. Pienso, en definitiva, en la vida de mierda que tuvieron que sobrellevar los chilenos que no eran partidarios de la dictadura o no tenían una burbuja donde esconderse. ¿Quién les va a devolver sus vidas maltratadas, truncadas, brutalmente entristecidas? ¿Quién o qué les va a sanar sus llagas más profundas?

No creo en las solicitudes oportunistas de perdón. No creo en el perdón que se pide intentando blanquear u olvidar la falta cometida. No creo en el perdón que no va acompañado de verdad y que se plantea con condicionamientos. Creo que los miles de humillados y ofendidos de nuestro país demandan verdad y auténtica justicia. No me interesan las calculadas declaraciones de perdón que he oído o leído en las últimas semanas; y como muchos en Chile, creo que frente al horror promovido por la dictadura y aplaudido por sus cómplices no cabe ni el olvido ni el perdón. Solo verdad y más verdad, hasta llegar a las profundidades del mar o a las arenas más desoladas del desierto.

El pueblo maltratado durante años quiere justicia y la posibilidad de vivir una vida digna, con trabajo, educación y libertad. Las mismas cosas por las que murieron las víctimas de la dictadura, y por las que hoy se lucha contra el neoliberalismo, una doctrina por cuyos efectos hasta ahora nadie pide perdón. Y a los hipócritas que hoy piden perdón con lágrimas de hienas, y aunque no sea políticamente correcto, ¡que los perdonen sus abuelas, carajos!



 

 


 

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¡Que los perdonen sus abuelas, carajos!
Por Ramón Díaz Eterovic
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 790, 27 de septiembre, 2013