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Ramón Díaz Eterovic | Autores |












Ramón Díaz Eterovic, silencioso cronista de la post dictadura:
“Es bueno que desaparezcan los carcamales de todos los sectores”.


Por Daniel Rozas
Publicado en The Clinic, 30 de agosto de 2022


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El escritor magallánico, creador de la popular serie de novelas policiales protagonizadas por el detective Heredia, en esta entrevista concedida a pocos días del plebiscito del 4 de septiembre saca a la luz su trabajo de agudo observador de estas décadas chilenas y cuenta lo que ha visto, por primera vez sin recurrir a la ficción. Da la cara y hace de su testimonio político un cartapacio explosivo.

 

Mientras en la década de los 90 el ex ministro de Sebastián Piñera, Roberto Ampuero, llenaba las páginas de sus novelas policiales con las aventuras internacionales de un detective cubano devoto de Hemingway, Ramón Díaz Eterovic (1956) registraba los cambios de piel de un país pobre que, más que un jaguar, se parecía a un perro quiltro apaleado.

Como escribe Álvaro Bisama en Cien libros chilenos, fue en los 90, cuando gobernaba Frei Ruiz Tagle y Pinochet era aún Comandante en Jefe del Ejército, que Díaz Eterovic comenzó a trabajar con rabia la memoria en un país que sufría una amnesia generalizada, recordándole a sus lectores que el Chile triunfalista de la post dictadura era producto del olvido, de culpas no purgadas, de un presente hecho de acomodos.

Postulado como candidato al Premio Nacional de Literatura 2022, el autor de Ángeles y Solitarios (1995) dice no haber pensado mucho en el premio porque no le gusta adelantarse a los hechos y sacar cuentas alegres antes de tiempo.

Traducido a diversos idiomas (incluyendo el chino), y autor de 20 libros de la serie Heredia —novelas negras criollas que se leen de un tirón—, desde los 80 Díaz Eterovic ha sido un lúcido cronista de la transición chilena, narrando los principales temas de nuestra sociedad desde su primera novela La ciudad está triste (1987) —un año antes del plebiscito entre el Sí y el No— y ficcionando las problemáticas sociopolíticas que alcanzaron su punto de ebullición el 18 de octubre de 2019.

En esta conversación, Díaz Eterovic evade el torniquete de la ficción y habla del compromiso artístico como instrumento de lucha y justicia social. Crítico del neoliberalismo, dice que votará Apruebo en el plebiscito de salida, y de paso le pega una repasada a los viejos vinagres de la política.

—Tu obra es reconocida por ser pionera en mostrar los cambios de piel de Chile desde los 80. En tus novelas has tocado los principales temas de nuestra vida pública: el poder político, el poder judicial, el mundo militar, la prensa, los detenidos desaparecidos, la ecología. ¿Te consideras un cronista de la transición?
—Las novelas protagonizadas por Heredia pueden ser vista como una expresión de ficción histórica y también como una crónica de la relación entre poder y criminalidad desde mediados de los años 70 hasta la fecha. Hasta el momento he escrito 20 novelas. Las primeras están centradas en la época de la dictadura y asoman en ellas distintos crímenes contra los derechos humanos: desaparición de personas, secuestros de niños, persecución de líderes sindicales. Luego, a partir de los 90, las novelas se centran en problemas o inequidades relacionadas con las componendas políticas, el tráfico de drogas, la violencia contra los inmigrantes, los problemas medioambientales, el atropello a los derechos de los adultos mayores, el femicidio y delitos al interior de las iglesias, entre otros temas que han estado presentes en la historia de la sociedad chilena en las últimas décadas. Intento representar nuestra historia desde el poder y la criminalidad que éste genera cuando interviene en la política, la economía, la vida cotidiana de la mayoría de las personas. En este sentido, creo que mis novelas miran el proceso de la transición y otros hechos históricos que han impactado en lo social y cultural.

Los 90 fueron una mala época para hacer memoria. Se quería olvidar el pasado y vivir el presente. Empezó la transición. Trabajaste la memoria de Chile con tus novelas policiales. ¿Cuál es tu juicio actual acerca de ese periodo tan discutido hoy?
—Fue una década de grandes esperanzas que se diluyeron en el espeso caldo de las renuncias, las traiciones, los atropellos y el apego a una sociedad neoliberal que significaba la continuación de la dictadura. Todo parecía llamado a cambiar y sin embargo todo continuó igual, empezando por la mantención de un modelo económico que fue acentuando las diferencias sociales, la concentración de la riqueza, y el dinero como referencia y fin último de casi todas las actividades.


Patente de triunfadores

Tus libros por momentos le recuerdan al lector que ese Chile triunfalista de la transición es producto del olvido, de culpas no purgadas, de un presente hecho de acomodos. ¿Qué opinas de esta sensación de malestar hacia los 90, considerado hoy por muchos como una década individualista, entregada al consumo? ¿Por qué piensas que Chile se veía a sí mismo como el jaguar de América Latina?
—A partir de un modelo aparentemente exitoso se hizo creer a los chilenos que Chile estaba por encima de sus vecinos, que hacíamos las cosas bien y, por lo tanto, teníamos patente de triunfadores. En la selva mundial podíamos rugir como jaguares. Pero esa imagen tenía pies de barro porque los chilenos dejaron de ser ciudadanos interesados en las cosas públicas y se convirtieron en personas manipuladas por los medios, que corrían con devoción a rendir sus tributos al dios consumo. El chileno se hizo más inculto e individualista. Incluso la actividad política bajó su intensidad y muchos se creyeron el cuento de que los cambios anhelados sólo podían realizarse dentro de ciertos límites y buscando el consenso con quiénes habían dejado el poder político, sin antes dejar todo bien atado en beneficio de sus intereses. Los 90 también fue una década de acomodos económicos y acuerdos políticos orientados a establecer una versión blanqueada de lo vivido durante la dictadura. Me parece que el malestar que genera esa época, se debe a que se traicionó el entusiasmo de una ciudadanía que esperaba grandes cambios, y terminó con esa misma ciudadanía convertida en consumidores con pesadas mochilas de deudas y préstamos. 

Heredia es huérfano, borracho, escéptico y romántico, literario y tanguero. Pobre y honrado. ¿Por qué el protagonista de tus novelas es un anti héroe que está contra el sistema neoliberal? ¿Adoptaste una posición ética a través de Heredia?
—El distanciamiento de Heredia respecto al sistema neoliberal que nos impusieron tiene que ver con el sinnúmero de injusticias que el sistema genera. Todo lo que puede dar dignidad a una persona —educación, cultura, salud, trabajo, vivienda— se convirtió en un negocio y en algo que genera utilidades y lucro para los pocos elegidos para administrar el sistema. Por todo hay que pagar, 30 y muchos pesos más. El Estado, en buena medida, dejó de brindar y asegurar un bienestar mínimo a las personas. Y bueno, estar en contra de todo eso y algunas cosas más, es parte de la posición ética que orienta el deseo de vivir en una sociedad más justa y solidaria. La marginalidad de Heredia es una manera de observar nuestra sociedad y sus transformaciones neoliberales desde una perspectiva ética, distante del poder desmedido que genera y de todas las desigualdades que se imponen por el deseo de lucro, el individualismo y opciones políticas que no ven ni se preocupan de las necesidades de la mayoría de la gente.

Por su edad y convicciones, Heredia pudo perfectamente encajar como cuadro de alguno de los grupos armados de los primeros años de la transición, como el FPMR/Frente Autónomo o el Mapu Lautaro. Sin embargo, su opción fue siempre buscar la justicia y la reparación por medios solitarios. ¿Consideraste alguna vez la idea de vincular su historia con este tipo de asociaciones? ¿Crees que ese personaje representa una perspectiva crítica a los movimientos de izquierda que desplegaron la lucha armada?
—No es algo que haya considerado en la caracterización de Heredia, pero en algunas de sus novelas aparecen contactos con personas que pertenecían a organizaciones armadas que luchaban contra la dictadura. De hecho, Griseta, una de sus enamoradas, llega a la oficina de Heredia siguiendo los consejos de su hermano que participó en la guerrilla sandinista. Que Heredia sea un detective solitario no es una crítica a quienes apostaron por la lucha armada contra la dictadura. Muy por lo contrario, Heredia sabe que había que tener muchos cojones para tomar las armas y luchar contra el tirano y sus sicarios. Y él mismo, en no pocas ocasiones, recurre a las armas para repeler ataques en su contra o descubrir las verdades que busca.


El Santiago que se fue

Ramón Díaz Eterovic llegó a vivir a Santiago el 2 de enero de 1974. A pesar de que la ciudad estaba aplastada y triste por el toque de queda y la dictadura, se sintió atraído por sus paisajes urbanos y dedicó mucho de su tiempo libre a recorrer rincones, librerías, lugares donde prevalecía la cultura popular y que servían para el encuentro de las personas. Pletórico de curiosidad provinciana, todo lo que veía en la capital le parecía atractivo y agitado. Sin embargo, encontraba pocos autores contemporáneos que escribieran sobre la metrópolis. “Tenía la impresión de que Santiago era una ciudad con poco espacio en la narrativa chilena que se estaba escribiendo. Estaban las obras de Nicomedes Guzmán, Edwards Bello o Méndez Carrasco, pero correspondían a épocas anteriores a los años 70”.

En tus novelas, la capital aparece como una ciudad aplastada por la modernidad. No obstante, te dedicaste a cartografiar en los libros de Heredia un Santiago que se fue. Trabajaste la nostalgia de un mundo casi desaparecido, hiciste una suerte de registro urbano. En esa ciudad hay bares, hipódromos, moteles, quioscos, topless, fuentes de soda, taxis, el barrio Mapocho, la Plaza de Armas, putas, borrachos, pacos, ratis, funcionarios. Es un Santiago que nunca apareció en La Nueva Narrativa Chilena. ¿Por qué decidiste rescatar ese universo?
—A mí me interesó desarrollar una suerte de larismo urbano y capitalino para hablar de una ciudad que iba desapareciendo, mutando hacia una modernidad poco auténtica que no sólo provocaba cambios urbanísticos, sino que también cambios en las formas de convivencia de las personas. Y también estaba el deseo de establecer cierta memoria urbana que con el paso de los años permitiera encontrar en las novelas de Heredia una ciudad que ya no existe. A muchos de mis lectores les gusta encontrar en mis novelas lugares que conocieron o aún pueden visitar. Calles por donde transitan a diario, o cafés a los que pueden entrar. Y desde luego, ellos también lamentan la ciudad que ha desaparecido o está a punto de caer bajo las picotas inmobiliarias que construyen conventillos en altura y departamentos del tamaño de una pajarera.

A fines de los 90 la cultura popular chilena comenzó a reivindicar lo guachaca sacando réditos comerciales de bares como La Piojera. ¿Qué sentiste cuando ese tipo de cantinas pasaron a ser lugares de moda, taquilleros?
—Lo guachaca, lo popular a la moda, las imitaciones de ciertas formas de hablar o de vestirse, conlleva una pérdida de autenticidad de muchos espacios y conductas populares. También implica la apropiación de lo popular desde perspectivas que en ocasiones están revestidas de burlas y menosprecio. Y eso no me interesa. Me interesan los lugares populares, ocupados por personas comunes y corrientes que encuentran en ellos sus espacios de encuentro naturales y cotidianos. No se trata de ir a lo popular como quien va a explorar un territorio desconocido, sino que vivirlo como algo habitual y sin imposturas. Saber escuchar, saber mirar; aprender de sus auténticos habitantes.

Uno se puede imaginar a Heredia observando con desconfianza el triunfo del “No” en las elecciones de 1988, mientras muchos salen a las calles a bailar y celebrar la llegada de la “alegría”. A partir de ese punto de inflexión, tu obra puede leerse como una búsqueda de una historia alternativa a la “verdad oficial”. ¿Fue esto algo intencionado de tu parte al momento de escribirlas?
—En Nadie sabe más que los muertos, hay una escena en la que Heredia se encuentra con su amigo Anselmo, quien camina con entusiasmo para incorporarse a una marcha que celebra la llegada de una supuesta alegría. Heredia no quiere sumarse a esa marcha, se despide de su amigo y regresa a su barrio. En ese punto creo que se expresó una suerte de intuición, de tincada, para señalar que lo que venía no era la alegría anhelada ni la recuperación de la democracia que los chilenos querían. Intuición respecto a que la política empezaría a ser permeada por las componendas, los negocios y la falta de interés en desmontar la herencia económica, social y cultural de la dictadura. De todo esto último tratan la mayoría de las novelas de Heredia escritas desde 1990 a la fecha. A fin de cuentas, la investigación de un crimen siempre puede ser una buena excusa para investigar el entorno social en el que se origina.


Nuevos aires

¿Crees que, a partir de las movilizaciones estudiantiles de 2011, luego con el estallido social, y ahora con el actual gobierno, vivimos un culto a la juventud en Chile?
—No creo que vivamos un culto a la juventud. Vivimos el natural desarrollo de un cambio generacional que algunos ven con entusiasmo y otros tratan de opacar invocando falta de competencia o capacidad. Creo que es bueno que desaparezcan los carcamales de todos los sectores. Los que transaron sus ideales por los negocios y los entusiastas lambiscones de Pinochet y sus secuaces. Bienvenidos los jóvenes que se interesan en la política, la ciencia, el arte, la literatura, o lo que sea que implique pensar y construir un país más alegre, democrático y libertario.

¿Por qué crees que esta generación se autopercibe como moralmente superior?
—Tal vez algunos subidos por el chorro se crean moralmente superiores o creen que se las saben todas. De esos ha habido y habrá en todas las épocas. A veces, y es de esperar, puede que sólo sea una frase desafortunada o mal dicha. Pero mi experiencia, al menos en el plano literario, me hace pensar que la mayoría de los jóvenes traen nuevos aires creativos, y que muchos de ellos están interesados en compartir sus experiencias y también en conocer lo que hicieron los más viejos. Mal que mal somos sobrevivientes de una intensa y violenta novela negra, en la que luchar contra el poder exigía un gran compromiso moral.

¿Qué opinas sobre el plebiscito del 4 de septiembre? ¿Has leído el texto?, ¿qué te parece?
—Leí el texto y votaré Apruebo. Creo que la nueva Constitución abre un amplio abanico de derechos sociales que permitirán, en algunos años, tener un país más moderno y solidario. Me gusta todo lo que ha pasado con la lectura del nuevo texto constitucional. Las filas para comprarlo o conseguirlo, la gente reunida para analizarlo, la esperanza que uno ve en la gente que agita su libro y sonríe. Todo el que ha querido pudo participar en el proceso constitucional. Un proceso muy diferente al de la Constitución de 1980, redactada por un grupito de pinochetistas y aprobada con un plebiscito trucho.

Se habla mucho de la memoria relacionada con la dictadura y los derechos humanos, pero a la vez se quiso suprimir el pasado de nuestra historia con la destrucción de símbolos religiosos y patrimonio público en 2019. ¿Cómo analizas esa paradoja?
—Destruir elementos del patrimonio no es el camino para la expresión del descontento, pero me lo explico por la rabia contenida durante años, que estalla y concentra su ira en objetos que simbolizan al modelo socioeconómico que oprime con sus desigualdades y evidente desprecio por la dignidad de las personas. Las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura fueron hechos planificados y ejecutados para eliminar sistemáticamente a las personas que la dictadura consideraba el enemigo interno. Las destrucciones o rayados de bienes patrimoniales durante el estallido social fueron fruto de una ira reprimida, de un deseo extremo de protesta. No las justifico, pero las entiendo en el marco de una rebelión que tuvo mucho de espontánea e inesperada. Y, por último, no hay que olvidar que muchas destrucciones que se cometieron durante el estallido tuvieron un origen aún no esclarecido, y en el que perfectamente pudieron intervenir provocadores o delincuentes amparados por narcotraficantes. Hay alguna literatura escrita al respecto, como por ejemplo el libro Los intramarchas: cómo el poder se infiltró en el estallido social de la periodista Josefa Barraza. Y también hay que leer la siguiente novela de la serie Heredia: Imágenes de una muerte

 

 

 



 

 

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