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Nadie quiere decir adiós a sus gatos

Por Ramón Díaz Eterovic


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Balzac se apagó de a poco hasta que se convirtió en un «fantasma del viejo pasado». De su pasado y del de aquellos que lo queríamos desde que llegó al departamento, con su belleza, sus brincos juveniles y esa manera que tenía de observarnos desde los muebles más altos, como ratificando lo que tiempo atrás yo había leído, en relación a que los gatos están en la tierra para vigilar y estudiar nuestra conducta. Si eso es verdad, solo queda decir que Balzac cumplió con su trabajo durante quince o más años, y que su presencia a nuestro lado fue siempre indispensable y querida. Tenía voz y opinión propia, independencia y mañas singulares. Por eso fue duro decirle adiós y pensar que nunca más nos miraría a los ojos o buscaría refugio en nuestros brazos.

Balzac era un gato grande, blanco y cabezón. Solía acompañarme, cuando escribía, desde su sillón, y a veces de más cerca, con la mirada atenta en la pantalla del computador, pendiente, tal vez, de una palabra mal escrita o de una imagen desafortunada. Los gatos, se sabe, son lectores rigurosos y gustan de perseguir las erratas. Una vez lo sorprendí leyendo Ilusiones perdidas (1837), de su homónimo francés, pero más tarde me confesó que su libro favorito era El Negro de París (1989), de Osvaldo Soriano, donde se cuenta la relación entre un gato que vive en París y un exiliado argentino. Como sea, le gustaba tenderse sobre los libros y si sobre estos llegaba un rayo de sol, más placer sentía. Era remolón y apoltronado, al punto de que había que cazarle las polillas o las moscas que aparecían en su territorio. Tenía un sillón favorito y se quedaba dormido frente al televisor cuando transmitían programas políticos o películas románticas. Por las mañanas era implacable: apenas daban las seis comenzaba a demandar su desayuno. Sin embargo, era un gato que se hacía querer. Su nombre fue registrado en dedicatorias y su estampa de tigre contenido quedó en unas pocas fotos y documentales. No le gustaba posar ante las cámaras ni que lo obligaran a sonreír cuando no andaba de buen ánimo. ¡Tenía su genio, el gato! Cuando hace unas semanas publiqué mi novela La cola del diablo (LOM, 2018) puse una dedicatoria que dice: «Al gato Balzac como despedida, después de muchos años de compañía tras las huellas de Heredia y su gato, Simenon».

Con mi familia habíamos pensado en guardar luto por su partida, por lo menos uno o dos meses antes de pensar en un sustituto. Pero su recuerdo rondaba por los rincones y fue generando algo que definimos como «necesidad de gato». Una amiga le dio a mi hija el dato de la existencia de un felino abandonado en algún lugar de Recoleta. Lo habían tirado a la calle y recogido transitoriamente en una oficina. Mi hija no lo pensó dos veces: salió a la calle, tomó el metro, se encontró con una gato simpático, de orejas largas, y pelaje negro, gris y café. Y no lo meditó más: se lo trajo a la casa.

Hoy ese gato corre de una pieza a otra del departamento; conquista las camas y los sillones; da saltos de un mueble a otro; termina el trabajo de rasgar cortinas que Balzac dejó pendiente, o nos despierta con sus patas cada mañana a las seis en punto. Después de barajar muchos nombres, lo llamamos Lorca, como el poeta español. Luego alguien comentó que así también se llama la hija de Leonard Cohen. Día a día, Lorca gana sus espacios, aunque hay algunos que seguirán siendo de Balzac; y de a ratos tendremos la sensación de que nos sigue vigilando desde alguna galaxia remota habitada solo por gatos. Ahora entiendo por qué Heredia, el protagonista de mis novelas, se molesta cuando alguien le recuerda que su gato, Simenon, tiene muchos años y achaques: nadie quiere decir adiós a sus gatos.



 

 

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