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La era del pensamiento delgado

Por Rafael Gumucio
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 09 de abril de 2017


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La distinción entre la opinión pública y la opinión del público que planteó en estas mismas páginas el rector Peña debe ser uno de los temas más interesantes de los que se nos ofrecen a discutir hoy en día. No era menos atingente la respuesta del empresario Andrónico Luksic, que entre líneas proclama que esa opinión pública, pensante y razonable ya no existe, que lo que queda frente al desprestigio y el linchamiento es lanzarse del escenario a los espectadores esperando flotar sobre las manos de los fans como los cantantes de rock.

La idea de que todo lo público es privado y todo lo privado es publicable es más vieja que las herramientas tecnológicas que la han transformado en una experiencia cotidiana. Ante esa idea, el hombre público, el político, el millonario, el intelectual, el artista han terminado por descubrir que los dispositivos que los protegían de la manada, los diarios, la universidad, la economía del prestigio han pasado a ser sus enemigos. Trump, Jorodowsky, Luksic y cientos de otros tuiteros influyentes han decidido prescindir del intermediario, el editor, el periodista, al darse cuenta de que su lealtad es delgada y que en el fondo terminan tarde o temprano transmitiendo más que el mensaje del jefe sus propios prejuicios o visión de clase media. Como el puente de Avignon (o el de Cau Cau), el hombre público ha terminado por pensar que el periodismo no conecta con el otro lado, la gente, el pueblo, el hombre medio. Ha preferido ante esa falta de puente saltar al vacío, a ver si sus solas fuerzas le permiten atravesar el abismo y llegar al otro lado. La mayoría termina -o terminamos (soy un tuitero empedernido, lo confieso)- cayendo al río caudaloso, para darse cuenta ahí de que somos muchos los que flotamos en la incerteza de las olas.

Como bien dice el rector Peña, el Twitter adelgaza las ideas. Pero quizás es justamente su gracia. Las ideas gordas, las ideas obesas del siglo XIX y XX no caben en el breve espacio que nos deja la incerteza de comienzos del siglo XXI. Traduzco en estos precisos momentos las Máximas y reflexiones de La Rochefoucauld. No he calculado su tamaño, pero la mayoría no sobrepasa los 140 caracteres del Twitter, quizás porque, como muchos de los tuiteros de hoy, La Rochefoucauld se sabía vigilado. Había sido parte de la fronda contra el cardenal Mazarino, protector del niño Luis XIV. Era un hombre de acción reducido, por culpa de sus errores políticos, a la única tarea de analizar sus sentimientos y los sentimientos que lo rodeaban. Su manera de abordarle es militar. Su libro es un tratado de moral escrita con el estilo limpio y sin adorno de un estratega.

Los tuiteros no somos aforistas (los que intentan serlo suelen ser insoportables), pero es dable sospechar que los alimenta la misma necesidad de adelgazar las ideas para que quepan mejor entre los barrotes de la cárcel de ese absolutismo sin rey, de esa corte sin Versalles, en que vivimos. La Rochefoucauld pide disculpa por no tener más que decir que estos apuntes a veces contradictorios. Nietzsche, que desarrollará lo mejor de su pensamiento en aforismos, reivindicará esa falta de sistema como una bandera de lucha. Frente a Hegel, Kant y Marx, que querían comerse el mundo, Nietzsche se plantea como el artista del hambre que piensa en eslóganes, porque sus lectores viven entre ellos, y sería una traición privarle al pensador del derecho y el deber de hablar el lenguaje del mundo. El pensamiento flaco es para él pensamiento fibroso, ágil. Pensamiento de bailarín y de espadachín solitario y victorioso en su propia batalla.

A La Rochefoucauld, como a sus contemporáneos Pascal y su amiga Madame de Lafayette, lo que les interesaba era justamente la distancia que separa al hombre público del hombre privado. Más aún le interesa la distancia insalvable entre el hombre privado y el hombre verdadero que lo habita. Viven en un mundo de apariencias, pero llegan a descubrir que incluso la desnudez más desnuda sigue siendo una máscara. No tienen ante esto una respuesta, ni un juicio acabado (a no ser la fe desesperada de Pascal), sino solo la constatación de que somos esa contradicción, de que resulta al final inútil luchar contra ella, aunque resulta cobarde no hacerlo.

Para los moralistas del siglo XVII, la opinión del público y la opinión pública son igualmente falsas, pero es también falso el amor, la amistad, el odio o la envidia, mentiras que contienen, sin embargo, entremedio un pedazo de verdad, como un copa rota que debemos reconstruir, sabiendo que no se podrá nunca volver a verter en ella ningún líquido sin que se escurra lo mejor de él entre las rendijas del pegoteo.

Sin saberlo, al teclear como desesperados en nuestros teléfonos, nos alimenta la misma desilusión, la misma necesidad que a nuestros ancestros, adelgazadores de ideas del siglo XVII.



 

 

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La era del pensamiento delgado
Por Rafael Gumucio
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 09 de abril de 2017