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“La casa fantasma y otros poemas”
Braulio Arenas.
Selección de Germán Marín, Ediciones UDP
2012, 97 páginas
Prólogo
Rafael Gumucio
.. .. .. .. ..
No hay surrealistas en Chile –le respondió la viuda chilena de André Breton a uno de los surrealistas chilenos cuando éste, de paso por París, la llamó para darle el pésame por la muerte de su esposo.
El surrealista que la telefoneó se llamaba Braulio Arenas y, aunque era la primera vez que viajaba a la capital francesa, conocía de memoria cada una de las plazas y calles de la ciudad. Las había visitado mentalmente una y mil veces desde que un día cualquiera de 1932 llegó a sus manos un ejemplar del periódico
Le Surréalisme au Service de la Révolution, de Breton y sus amigos.
Para Arenas, ese hecho fortuito convirtió su último año en el liceo de Talca en el laboratorio de su propia revolución, en esa maquinaria destrozadora de palabras que, gracias a la altanera confianza de él y de otros provincianos cosmopolitas –Enrique Gómez Correa, Teófilo Cid– que se creían capaces de hacer temblar los fundamentos de su propio mundo, más tarde –ya en Santiago– daría origen al grupo Mandrágora y lo vincularía irremediablemente a Jorge Cáceres, Gonzalo Rojas, Jorge Onfray, Eduardo Anguita, Vicente Huidobro, dejando una interminable estela de amistades y enemistades, de conversaciones y lecturas, de cartas de ida y vuelta con el mismísimo Breton y Benjamin Péret, huellas indelebles de su juventud mil veces visitada y revisitada en sus poemas.
Ellos se convidaban para reír,
para hablar del pasado,
para conocer la vida en todos sus detalles,
y, en efecto, muchas veces lograban recordar,
lograban sacar algunas palabras de sus labios,
resecos por la tierra, partidos por el sol,
y hasta era posible que sintieran piedad por ellos mismos,
todo esto de un modo suave,
con paseos lentos en torno de una plaza,
con intercambios de opiniones, de rabia, de tabaco,
con una manía de tratarse de usted,
cuando no para detenerse en el bar de la esquina,
ese que fue demolido el año 38,
sólo un par de cervezas,
mientras una muchacha se obstinaba en leerles,
el hada de improviso,
algunas pocas líneas en las líneas de sus manos,
todos reconcentrados en su idea,
con un ¡perdón, voy a tomar la juventud!
como quien toma el último tranvía de la noche,
¿y para qué, señor?,
para conocer la muerte en todos sus detalles.
La muerte en todos sus detalles, la vida alucinada en un país invisible: sobre eso había ido a discutir Braulio Arenas con Breton cuando, al llegar a París, en septiembre de 1966, se enteró del fallecimiento del escritor francés.
–No hay surrealistas en Chile –diagnosticó la pianista viñamarina Elisa Bindhoff, la viuda de Breton.
¿No había surrealistas en Chile? ¿Pero los había en Francia? ¿Eran surrealistas Aragon y Éluard, los poetas oficiales del comunismo más clásico? ¿Lo era Breton, convertido en un coleccionista de máscaras indígenas? ¿Lo eran De Chirico, Dalí, Ernst, Tanguy, encerrados a cuatro llaves en sus respectivos museos? ¿Lo era Roberto Matta, otro posible surrealista chileno, repartiendo pasaportes argelinos y cubanos a sus amigos? ¿Lo era Braulio Arenas, quien en 1940, en un solo acto de provocación infinita, quedó para siempre al margen de casi todos los premios y reconocimientos públicos de su país, siendo desde entonces calificado de matón, él, ese señor que vivía con sus hermanas y que no mataba ni una mosca?
En efecto, un suicidio asistido, una entrada fatal al panteón literario chileno, fue lo que hizo Arenas el 11 de julio de 1940, a los 27 años, cuando apenas había publicado algunos folletos y un libro de poemas. Siguiendo la línea de Breton y sus amigos de provocar sin misericordia, de torcerle el pescuezo a todo lo que oliera a museo o academia –lo que pedían esas revistas parisinas que llegaban a Santiago tarde, mal o nunca–, ese día tomó valor durante un homenaje a Pablo Neruda en el salón de Honor de la Universidad de Chile, y en vez de atacar a un cadáver, como lo habían hecho los surrealistas franceses con Anatole France, descuartizó a un poeta vivo, con el agregado de que se trataba del indiscutido rey del verso en castellano, quien además llegaría a ser uno de los mejores amigos de Éluard y Aragon.
Alto y atlético nadador, Arenas se acercó a Neruda, le sacó de la mano el discurso que éste pronunciaría y se lo rompió en su cara en cien pedazos: un gesto tan brutal, tan silencioso, tan inexplicable, que nadie se atrevió a detener a ese enemigo ni a preguntarle quién era. Nadie dijo nada, y Arenas salió indemne del Salón de Honor mientras sus amigos Cid y Gómez Correa –apoyados por Miguel Serrano, primo de Huidobro– eran expulsados del recinto, a punta de insultos y puñetazos, por los miembros de la Juventudes Comunistas que habían organizado el acto.
Al contrario de lo que quería creer Elisa Bindhoff, quizás no haya habido surrealistas –auténticos, peligrosos, tragicómicos surrealistas– más que en Chile. Sólo al final del mundo, donde nadie los podía ir a buscar, en un país dividido entre funcionarios dormidos e indios rebeldes, donde las ruinas se inauguran y las estatuas no paran de moverse de lugar, aquel escándalo no carecía de sentido. Sindicado como un soldado de Huidobro –quien nada tuvo que ver con el ataque–, Arenas quedó entonces encerrado en la cárcel del resentimiento local, obligado a asumir, a pesar suyo, el hecho de ser considerado un peligro para la sociedad literaria. Ofendido, paranoico, con delirios de persecución, no supo si reivindicar la autoría de su acto, fortalecer su liderazgo dentro del grupo Mandrágora (nada lo agraviaba más que ser motejado como “el niño de los mandados” de Huidobro) o disculparse por ese hecho de violencia, por ese apuro, tan lejano a su carácter.
Cuando 44 años después Braulio Arenas recibió el Premio Nacional de Literatura de manos de Augusto Pinochet, se cerró el círculo iniciado con aquella insolencia. Entremedio, y durante décadas, se sintió y se supo excluido de los premios, los jurados, las listas dirigidas por Neruda y los nerudianos, e intentó mostrar –con resultados infructuosos– su cercanía o lealtad con el General Ibáñez o Salvador Allende, aceptando de alguna manera su papel de paria, de ninguneado perpetuo, papel que adquirió otro derrotero cuando Arenas le escribió un himno a la Junta Militar. De ese modo, quedó más en evidencia que nunca su tragedia personal: la de un escritor que siempre quiso mantenerse literariamente puro, vivir sólo para la literatura, sin mezclarla con nada, pero que es y seguirá siendo recordado por esos dos actos políticos: el insulto a Neruda y la canción para Pinochet.
Lo cierto, sin embargo, es que el autor del “Discurso del gran poder”, ese portentoso poema cuya primera versión publicó en 1952, jamás supo hablar el idioma del poder, ni del grande ni del pequeño. El poema es una sucesión de voces que se combinan mediante un sofisticado juego matemático y que hablan del amor como una poderosa fuerza destructora, como un tirano que inmoviliza los elementos.
Todo se había dicho.
Todo lo que en el amor seremos,
todo lo que en la vida viviremos,
todo lo que en la noche soñaremos,
todo lo que en el océano nadaremos,
todo lo que en el bosque encontraremos,
todo lo que en la lámpara veremos.
Todo yacía mudo frente a nuestro amor.
Poema de dimensiones épicas que paradójicamente no pretende contar nada, el “Discurso del gran poder” constituye a la vez un inexistente drama de voces superpuestas que dan vuelta en torno a un instante, una lámpara, una mujer, un sueño, un espejo: una combinación sin fin de fórmulas alquímicas que cantan al mismo tiempo los plenos poderes del amor y su impotencia ante el intento de derrotar a la realidad. Se trata de un amor sin nombre, sin cuerpo casi, una idea del amor –presente en toda la poesía de Arenas–, enemiga de los hechos, los datos, las narraciones. El mismo escritor solía declarar que la falta de erotismo y política en su literatura lo mantenía condenado a la impopularidad. No dejaba de tener razón.
Nieve, hadas, mar, mucho mar con hoteles y ascensores alrededor, una mujer quizás muerta, un momento, un jardín, el sol, las estrellas: todo en Arenas tiene el perfume de las alegorías medievales, como cartas de un tarot donde nunca se entrevé demasiado el futuro, donde tampoco se asoma el pasado, donde las circunstancias quedan suspendidas de un solo instante perpetuamente presente. No es un azar que el poeta haya usado justamente una planta medieval, la peligrosa Mandrágora, como su santo y seña para introducirse en las vanguardias.
Arenas parecía mirar las palabras como si mirara un tablero de ajedrez (del cual era un minucioso teórico), como si fueran piezas de un juego combinatorio. Las experiencias amorosas, sexuales, existenciales que revelan sus poemas siempre sufren el velo de la forma. Es posible que del surrealismo le interesaran más los pies forzados lúdicos que la belleza convulsa. Las definiciones que redactó para El AGC de la Mandrágora –singular diccionario que elaboró junto a Enrique Gómez Correa y Jorge Cáceres– siempre son precisas, en contraste con las de sus amigos, que por lo general tienen un cariz caprichoso o romántico.
Gato. Ella me hablaba de su vida con esa manera que tienen los gatos de abrir las puertas.
Jardín. El jardín sube la escalera con una rosa en la mano.
Senos. Ella, para indicar el día, hace volar sus senos como azúcar granulada.
La de Arenas es una poesía que ama el delirio, pero que delira muy poco. Es una poesía que está siempre a punto de lanzarse, pero que antes de hacerlo se cuestiona el propio impulso.
El sol paga en sí mismo
(¿paga en sí mismo, dices?,
¿quién paga?, no te escucho,
¿el sol dices que muere?)
la culpa de su tarde.
Se trata, pues, de una poesía que se interroga a sí misma sobre las posibilidades de la palabra. El vuelo nocturno que canta es interrumpido de entrada, porque otra voz, un señor de la calle, un crítico, un lector ideal, hace preguntas que no debe hacer.
Él paga con su muerte,
con centavos de luz
(¿quién llama?, ¿dónde estás?),
con nubes en que posa
su herida mano por un breve espacio.
(¿Dónde estás y quién llama
a la puerta con tan herida mano?)
El poeta responde entonces frenando cualquier demagogia posible, incluso cuando el tema –el Cristo pobre– pudiera demandarle algún tipo de humedad.
Así los hombres te dejaron,
de todo te despojaron,
Cristo tan pobre, tan chileno.
Huérfano a los quince años; arrastrado de colegio en colegio, de provincia en provincia, por su hermano mayor, profesor; solterón de pocos medios que se ganaba la vida con charlas que dictaba por ahí y prólogos que escribía por allá; austero por necesidad, por convicción, por destino, Braulio Arenas nunca quería decir nada más ni nada menos que lo que decía con invencible y secreta aridez. Cuando, empujado por la necesidad económica, debía explicarles a los jóvenes la mitología griega, las reglas del ajedrez, la topografía de El castillo de Kafka o el sentido de El cantar de Roldán, lo hacía siempre con la misma preocupación por la claridad, por la amenidad, por la precisión.
Huyó Braulio Arenas de esa mentira que para él era la realidad. Se dedicó integralmente a buscar la confluencia secreta entre el amor y la poesía para escapar de la contingencia, de la vulgaridad, de la muerte. Con una seriedad que resulta hoy tan conmovedora como –hasta cierto punto– absurda, vivió en un país medianamente alfabetizado, lejos de todos los círculos editoriales o intelectuales, en y para la literatura, como si ésta fuera una carrera posible, apurado por llegar a un lugar que no existía. ¿El reconocimiento de sus pares, la posteridad, ese París imaginado en Talca a los diecisiete años? Arenas lo intentaría todo.
Escribiría novelas realistas, góticas o antropológicas; pegotearía trozos de folletines del siglo XIX para armar la novela Los esclavos de sus pasiones, especie de extraño homenaje al género que, según el argentino César Aira, es una de las obras maestras desconocidas de la literatura en castellano. Y también es, quizás, la novela más inverosímil que exista, la que tal vez explique mejor que ninguna otra el corazón sin corazón del siglo XIX chileno.
¿Fue la productividad a toda prueba de Arenas una manera del poeta de probar, de probarse a sí mismo, que no era “el niño de los mandados” de Huidobro, como el clan nerudiano había decidido que fuera? ¿Era su seriedad de adulto una forma de expiar la ligereza del grupo Mandrágora: el baile al borde de la nada de Jorge Cáceres, muerto antes de llegar a decir nada; las borracheras de Teófilo Cid, convertido en mendigo principesco que elegía quién era quién entre los jóvenes poetas que intentaban acercarse a su mesa del café São Paulo; la dispersión de Gómez Correa, quien sólo se dedicó a vivir bien; los veraneos de seis meses del propio Arenas –junto a Anguita– en la casa de Cartagena de Huidobro, cuyas desastrosas consecuencias económicas lo obligarían a trabajar a bajo precio para vivir una vida que nada tenía que ver con la excitante parafernalia de las vanguardias en la que soñaba sumergirse?
Deportista en un ambiente en el que la decadencia física era una suerte de medalla, trabajador sistemático entre poetas más conocidos por lo que no escribieron que por lo que escribieron, es posible que Arenas –rostro plano, nariz de pájaro, corte de pelo militar– jamás haya llegado a Santiago, que haya permanecido su vida entera entrenando en el liceo de Talca para ser campeón de los pesos pesados de la literatura nacional. Para él, acaso el surrealismo fue una forma de no instalarse nunca, de persistir eternamente en una búsqueda a la orilla de la fortaleza, más al borde aún que sus compañeros de ruta. Vestido perpetuamente con traje gris, formal a tiempo completo, Arenas se quedó siempre en su difícil juventud.
La convicción de que todo debía cambiar y la certeza de que nada cambiaría convivieron en él de un modo extrañamente productivo. Abjuró cien veces del grupo Mandrágora, para volver a ser su principal archivista e historiador, el promotor de un surrealismo que nada pudo hacer con la realidad de la racionalidad, los gobiernos radicales, el Chile más plomizo, más austero, menos vanguardista que cabía imaginar.
Poeta de la dictadura desprovisto, no obstante, de cualquier entusiasmo dictatorial; hombre encerrado en una búsqueda demasiado personal como para ser accesible, sus poemas, que hablan una y otra vez de libertad, han permanecido durante demasiado tiempo asociados a la grisalla del cuartel. Sus compañeros de generación y de movimiento, libres de esa mácula, tal vez se han convertido en escritores de culto, en autores llenos de manuscritos perdidos que los estudiantes y bibliotecarios tanto gustan rescatar de la nada para muchas veces devolverlos a ella.
Braulio Arenas, el oscuro poeta amante de las palabras transparentes, se ha convertido en otra cosa: en el secreto peor guardado de la poesía chilena; en alguien que, para bien y para mal, llegó a ser una estatua en el Paseo de los Poetas de La Serena, la que, apenas inaugurada, se esfumó por años hasta ser encontrada en una bodega municipal.
Una estatua desaparecida, un poeta oficial sin oficiales que lo canten, un desconocido que yace en todas las historias de la literatura nacional, un clásico aún más audaz que sí mismo, un escritor que fue surrealista, aunque le pesara a la viuda de Breton, cuando quiso y –mucho más, tanto más– cuando ya ni siquiera intentó serlo.