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Dos preguntas

Por Rafael Gumucio
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 4 de Noviembre de 2018




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La conferencia de Anne Carson en la biblioteca Nicanor Parra de la UDP, el pasado 16 de octubre, debe ser uno de los acontecimientos literarios más extraños a los que he asistido. Lo tuve que presenciar en una pantalla gigante, en una sala al lado de donde transcurría, porque en esta (de 300 personas de capacidad) ya no cabía ni un alfiler. En la pantalla, una mujer delgadísima de traje y corbata con unas botas de vaquero rojas leía con una voz perfectamente impersonal sus notas sobre Albertina de Proust. En esos apuntes, afilados como cuchillos, circulaban como una presencia constante Roland Barthes, al que llamó un "presocrático tardío", y Samuel Beckett y su afición al té y a no hacer nada. Ninguno de los cuatro, Proust, Barthes, Beckett y Carson son conocidos por hacerle la vida fácil al lector ni al auditorio, que sin embargo escuchaba fascinada una conferencia que exploraba justamente los tomos más difíciles (en parte porque el propio Proust no terminó de corregirlos) de En busca del tiempo perdido, unos de los libros más largos y complejos de la literatura mundial.

Lo extraño de la situación llegó a su clímax cuando en el turno de las preguntas una monja con hábito le preguntó si no le horrorizaba a Carson que Proust no escondiera ni un poco el pecador lesbianismo de Albertine. Una pregunta que se prolongó cuando una joven escritora feminista le preguntó si se le podía leer el libro de un hombre que confesaba haber tenido relaciones no consentidas con la misma Albertine, dormida mientras el amante conseguía una sumisión que era incapaz de conseguir con ella despierta. Anne Carson respondió a las dudas de las dos religiosas con elegancia, recordando que no se puede creer todo lo que un escritor dice en una novela y que sería difícil leer a Platón si supiéramos los detalles más íntimos de su intimidad. Es difícil identificar a Proust como el portavoz de machismo patriarcal, recordó también a la pasada. Estaba lejos de ser heterosexual, era judío en una sociedad que mandó a trabajos forzados a un oficial de ejército por serlo, y si nunca se avergonzó de la fortuna que heredó y asistió a todas las fiestas que pudo, su obra muestra de manera cómplice, pero no por eso menos cruel, la vulnerabilidad que esconde todos los privilegios.

Aunque quizás las dos preguntas no son tan ingenuas como parecen. Un tomo entero de En busca del tiempo perdido cuenta cómo el narrador encierra a su amada en su casa. En otro tomo se extiende sobre las consecuencias de la homosexualidad, comparándola con el judaísmo de una manera que está en la frontera misma de la homofobia y el antisemitismo. Una homofobia y antisemitismo que le permitimos, porque sabemos que Proust no escondía su propia homosexualidad y sus orígenes judíos. Aunque el mismo Proust en Contra Sainte-Beuve no hubiese advertido que no hay que confundir el narrador y el autor y el autor y el escritor. ¿Es posible esa distinción cuando Albertina se parece tanto a Albert Agostini, el chofer y amante de Proust, se preguntaba la misma Anne Carson en la conferencia? ¿Qué hacer con un novelista que se hunde en su novela a tal punto que solo vive para escribirla y solo escribe para vivirla?

El narrador de En busca del tiempo perdido es un hombre rodeado por todos lados de mujeres, madres, abuelas, gobernantes, amadas. Un hombre enfermizo, sensible y culto con el que frecuentes hombres también refinados y cultivados traspasan alegremente la frontera siempre delgada de la heteronormatividad. La gracia de la novela está en que incluso estos hombres plenamente conscientes y empáticos, ante el deseo y los celos no pueden dejar de comportarse como un Barba Azul cualquiera. Lo mismo vale para las mujeres de la novela, libres y nada convencionales, que sin embargo juegan también con el deseo y la castración de una manera que las sobrepasa y ahoga. Es quizás lo más subversivo del libro, el hecho de que a pesar del refinamiento intelectual y moral de ese mundo, los viejos arquetipos y los antiguos tabúes siguen aplastando la voluntad de los personajes.

Ahí esta quizás la más radical modernidad de Proust. Antes que nadie, entendió que en la intimidad más íntima habitaba la contradicción más profunda de la modernidad. Esa que explica mejor que nadie Christopher Lash en La cultura del narcisismo. El cristianismo y el feminismo sueñan un amor sin dominación. Un sexo sin poder, en que todo sería consentido porque todo tendría por fin sentido. Pero el amor no siempre o casi nunca es así y mucho menos es así el sexo. Ese tema, aparte de la longitud, es lo único que une a Proust a Karl Ove Knausgard. Es también el tema de escritores tan distintos como Gonzalo Torné, Romina Reyes, Caroline Browne, Anne Sextson, Carson McCullers, Claudio Bertoni o la misma Anne Carson, imperturbable en su traje de Anne Carson, respondiendo las preguntas del público. 



 

 

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Dos preguntas
Por Rafael Gumucio
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 4 de Noviembre de 2018