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Kurt Vonnegut, profeta

Por Rafael Gumucio
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 4 de Diciembre de 2016



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Para los que leen con cierta continuidad literatura norteamericana, las últimas elecciones estadounidenses son cualquier cosa menos sorprendentes. En infinitas novelas, obras de teatro, películas y reportajes los narradores norteamericanos han tratado de explicarse a los dos protagonistas de esta elección: el hombre común eternamente ofendido porque la tierra prometida no es tal, y el gigante egoísta más grande que la realidad misma, capaz de cualquier cosa con tal de calmar su ego.

El hambre infinita del hombre que se hace a sí mismo (y contra sí mismo) es el tema de El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald; de Todos los hombres del rey, de Robert Penn Warren, o de Henderson, el rey de la lluvia, de Bellow. La América blanca y pobre que todos quieren hoy comprender sobre la base de cifras, datos y documentales tristones, ha sido la protagonista habitual de escritores, desde Faulkner a Cormac McCarthy, pasando por Carver y Ford. La idea de que la realidad americana, atraída por esa forma feudal de democracia que es el espectáculo, está siempre a punto de salir de control es el tema central de las novelas de Pynchon, Foster Wallace, William Burroughs, de los ensayos de Gore Vidal o Norman Mailer, y de esa curiosa mezcla que inventaron los norteamericanos entre novela, ensayo y hasta algo de poesía, que es el periodismo de Joan Didion o Truman Capote.

Todas esas lecturas obligatorias suenan, sin embargo, viejas frente al alucinante torrente de información, mentiras, insultos, bromas macabras o no que llenan los noticieros y las redes sociales a toda hora, con un vértigo que me hace sentir a veces que el mundo ya se acabó, que somos zombies que ya murieron sin que nadie les informara cuándo. ¿Quién escribe a ese ritmo? ¿Quién piensa siempre de manera inesperada y terrible, sin piedad o falsa solidaridad con nadie ni con nada? Solo Kurt Vonnegut. Solo él publicaba novelas que eran como la realidad de hoy, algo que no pierde el tiempo en tratar de ser ni creíble ni querible. Solo él entendió que ese era uno de los privilegios de la realidad: no tener que ser, ni por asomo, real.

Heredero de Mark Twain, creció en Indiana con la doble sensación de ser un pionero de la profunda América y un aristócrata que no le debía a nadie nada. Estudió bioquímica y sus libros parecen muchas veces manuales de instrucciones, desnudos de descripciones y metáforas, y llenos, en cambio, de dibujos hechos por sus propias manos. El resto de su arte nace de sus estudios de antropología, dedicado al estudio pormenorizado de su propia tribu: el hombre blanco y solo de la América casi profunda. Los personajes, unos pobres diablos llenos de iniciativas inesperadas, viajan de libro en libro porque viven en un mundo en que el tiempo y el espacio se quiebran permanentemente. Aunque lo más sorprendente es hasta qué punto esos quiebres con naves espaciales y apocalipsis no espantan ni sorprenden ni al lector, que termina pensando que tal vez este mundo sea uno más de los mundos imposibles que se interrumpen unos a otros por el puro placer de interrumpirse.

Vonnegut es el único escritor de ciencia ficción que no se toma en serio ni la ciencia ni la ficción. Es el único escritor que no necesita convencernos de que lo que nos cuenta es verdad, porque todo lo escribió después de saber que eso de la verdad ya no le interesaba a nadie más que a él. Nada sucede en sus novelas porque sí, pero todo ese arte consiste en hacernos creer en que sí. Cada una de ellas es como un experimento de laboratorio en el que los personajes van chocando como neutrones, para producir alguna inesperada reacción en carrera. Juega con la seriedad con que juegan los niños. Escribir, decía, era su forma de seguir haciendo bromas ( practical joke, ese término precioso e intraducible) con su hermana suicida.

Esa forma de ver el mundo como una sucesión de malentendidos y conspiraciones torpes, me resulta una explicación más convincente que cualquier otra a la hora de entender qué hace Donald J. Trump en la Casa Blanca. Quizás influye en mi juicio el hecho de que aprendí a leer en inglés con Vonnegut en Nueva York. Primero con Edward Gibbon y Saul Bellow, pero inconfesablemente me perdía en los párrafos. Vonnegut, que escribe en frases sencillas y organiza su relato en pequeños fragmentos, fue de alguna forma una salvación. Entendía todo, incluso lo que no entendía. Pensé que esa facilidad era quizás un defecto del autor. Era su trampa, sé ahora. En el televisor, George W. Bush desarrollaba con una sonrisa cándida sus frases descosidas sobre ideas tampoco terminadas. Homeland Security se hundía en el barro de Katrina. La prensa liberal no sabía cómo seguir horrorizándose de las declaraciones de Rumsfeld. Yo leía en Vonnegut la historia de ese escritor de ciencia ficción basura que un millonario excéntrico convirtió en profecía y pensaba que tenía razón Kilgore Trout y razón Vonnegut, su creador, la vida no imita el arte o la mala televisión, sino las profecías de un pobre tipo que dice la verdad porque nadie lo oye.


 

 

 

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Kurt Vonnegut, profeta
Por Rafael Gumucio
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 4 de Diciembre de 2016