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Carta a un joven novelista

Por Rafael Gumucio
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 21 de Mayo de 2017



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Querido amigo, enemigo, desconocido, colega, hermano, recuerda antes de sentarte a la mesa o acostarte con tu computador en las rodillas, que escribir no es natural. Los niños bailan y manchan con sus manos la pared. Los niños actúan perpetuamente y todo el tiempo cantan y tocan tambores, si hay tambores, y piano, si hay piano. Ningún niño escribe si no se le enseña a escribir y a leer. Bailar, tocar instrumentos, pintar no interrumpe su marcha. Todo eso puede ayudarle a cazar mejor o aparearse con más éxito. Escribir, en cambio, es para cualquier cazador en la selva un peligro. Escribir exige dejar de escuchar del todo la selva, quedarse parado mientras la estampida corre, concentrarse en sí mismo de tal modo de que no ves a los enemigos llegar con su lanza a tu costado. Escribir es, de alguna forma, dejar de vivir, o al menos, detener la vida un tiempo siempre peligroso. Escribir es suspenderse, colgarse de la nada o del todo, para dibujar letras que solo significan algo para los miembros de tu tribu que aprendieron esos signos.

Escribir es peligroso, y escribir bien es más peligroso aun, porque es apostar a romper con el idioma de tu tribu sin dejar de hablar ese idioma. Escribir bien es, de alguna forma, explotar el malentendido, es decir, que el cielo es azul pero no cualquier azul, sino uno muy específico que está escondido en alguna parte de la memoria del que escribe y del que lee. Escribir es perder el tiempo, y es por eso una forma de convocar el tiempo, es hablar justamente del tiempo, el tiempo en que el cazador se detuvo a ser una posible presa, y el tiempo en que el lector también arriesga a perder su defensa y lanzarse en tu tiempo, vivir tu época, tu minuto, el olor raro de la tierra en tus pies ese día de lluvia que viviste por el lector dos veces, una vez para ti y otra para él.

No hagas caso a los que dicen que es enfermo o triste o repetitivo mirarse el ombligo. Mira tu ombligo, joven amigo, enemigo o las dos cosas al mismo tiempo. Escribir no es sano ni alegre ni nuevo. Tu ombligo es lo primero que tienes que mirar cuando te cansas de mirar lo que hay un poco más abajo del ombligo. Míralo bien, es un laberinto. Una entrada en el cuerpo que no entra a ninguna parte. Es un nudo para adentro, una especie de útero expuesto en el que nadie va a nacer. Es el resto de tu cordón umbilical que se secó y cayó finalmente. Era lo que te unía a la madre, lo que te alimentaba del mundo a través de otra persona. Es tu recuerdo de que alguna vez viviste en otra persona y escuchaste, sin ver, la música que ella escuchaba, la voz del padre, o el padrastro o el amigo de la familia que a veces se dirigía a ti y otras veces se alejaba.

Escribir novelas es volver a eso, a vivir en otro cuerpo, a escuchar a través del muro de otra carne, de otro sexo que el tuyo, el ruido del mundo. Escribir es adivinar sin ver lo que escuchas. Escribir es volver a alimentarse por el estómago y recibir los restos de la comida que otros devoran por ti. Escribir es flotar en un lugar que está condenado a quedarte estrecho, que estás condenado a romper, hacer agua y salir entre sangre e incalificable materia a la luz terrible del mundo y los gritos y las risas.

Escribe sobre tu aldea, te habrán dicho ya muchas veces. Y es verdad. Escribe sobre tu aldea, pero escribe como si no lo fuera. Escribe de tu aldea de tal forma que te expulsen luego de ella. Escribe después, como Dante, para vengarte de ella y para volver también. Escribe para exiliarte por el puro placer de volver. Escribe sobre lo que conoces para dejar, al escribir, de conocerlo.

Si eres joven es difícil que encuentres temas mejores que tu papá, tu mamá, tus amigos y enemigos del colegio o del barrio. Si eres más viejo, quizás te remontes a los abuelos o a los viajes que no has hecho o las parejas que traicionaste, la gente que abandonaste y te abandonó. Quizás después de convocar la muerte como imposibilidad escribas sobre ella como una probabilidad. El tema da lo mismo. No eres sociólogo, y lo más seguro es que, a menos que seas Kafka o Proust o Canetti, tus ideas no sean más que el compendio más o menos inteligente de las ideas de tu tiempo. Lo que importa, lo único que importa es lo que Francis Bacon llamaba imaginación técnica. La mayor parte de los lectores no la notarán, y si eres realmente bueno en este oficio agradecerás que no lo noten, pero tú sabrás que en el arte de encontrar quién cuenta qué y por qué lo cuenta, está todo el placer que te está permitido. Sabrás que no eres ni más ni menos que esos archivistas de la CIA, que desclasifican informes secretos, tratando de rellenar las partes tachadas por los superiores. Para eso y solo para eso, tu imaginación, que parecía invencible antes de ponerte a escribir, servirá la labor siempre más humilde y alegre de decodificadora de mensajes que llevan tu nombre y tu apellido, pero que tú sabes que son menos tuyos que de nadie. 



 

 

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Carta a un joven novelista
Por Rafael Gumucio
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 21 de Mayo de 2017