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La guerra de John Lennon

Por Rafael Gumucio
Tráficos, 17, México, 2013, pp. 313-320
(Diecisiete, teoría crítica, psicoanálisis, acontecimiento, volumen 2)


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Un niño tiene que elegir entre su padre y su madre. A su padre apenas lo ha visto. A las pocas semanas de nacer el niño, el padre, marino mercante, se fue en una travesía de años de la que acaba de volver para darse cuenta que no puede soportar vivir más de una semana bajo el mismo techo que su esposa.

El niño conoce demasiado a su madre, sabe de sus escapadas cada día de la semana para ir a tomar en un pub vecino. El niño, que apenas acaba de cumplir cinco años de edad, tiene entonces frente a frente estas dos posibilidades: un padre que casi no tiene cara; una madre que en las mañanas esconde la suya con la mano, para que la luz del sol no la perturbe demasiado. Sabe que elija lo que elija va a equivocarse, porque sabe que él es el error.

El padre le ofrece al menos una casa en otra ciudad mejor, un mejor colegio, un mejor jardín. La madre, sólo su cuerpo ajado que acaba de parir una hija a escondidas y a la que dio en adopción antes de que llegase su marido del viaje. No hay dónde perderse. El niño al que los bombardeos y la amenaza de terminar en Strawberry Field u otro orfanato local, han vuelto serio y discreto, elige al padre dos veces. Prepara su pequeña valija, se peina, hasta que a la hora final corre de vuelta hacia la madre y todo queda sin comentario.



El niño elige a la madre pero la madre no elige al niño. El niño cantará y gritará a esa madre. Nombrará Julian a su primer hijo, por ella, por Julia, su madre. La llamará en sueños o despierto, sin respuesta alguna. El niño elegirá a la madre una y otra vez en esa mujer de Liverpool y en otra de Japón, que la reemplazarán de adulto. Llegará más lejos aún, más lejos que cualquier otro huérfano y acabará convirtiéndose en la madre de su segundo hijo, una madre atenta y bondadosa que hornea el pan, vive de leer el horóscopo y de interpretar sus sueños, mientras la mujer de la casa va en traje sastre a cuidar los negocios de la familia.

Cien mil veces el niño elegirá a la madre. Cien mil veces repetirá ese gesto central en su vida, construyendo la imagen de un Dios Madre que reemplace al Dios Padre. Pero después de esta primera elección a los cinco años, tomará precauciones: intentará nunca más ser invisible, intentará por todos los medios ser inolvidable, pondrá ante todos sus actos los más diversos testigos para que nadie pueda escabullirse. Hará todo y cualquier cosa por no estar solo un sólo instante, y creará con ello una cultura de la orfandad, un mundo para niños abandonados, armas para los que tienen que elegir entre padre y madre. Esa cultura que llamamos cultura mediática.

Creará para los huérfanos por venir; los náufragos de la revolución feminista; los que por culpa de la idea del amor absoluto –que el niño terminó por predicar– se quedarán sin padre y sin madre. A todos ellos el niño les creará una respuesta: la fama, o mejor aún, la exhibición sin límite. Después del paso del niño por el mundo los reality shows y el paparrazeo se harán arte y política.

Todo esto lo dice un niño, éste que les habla, que estuvo enfrentado a la misma decisión, al mismo dilema entre el padre y la madre y que escogió la misma respuesta que el niño de Liverpool: las cámaras, los flashes, el público, esa entidad hermafrodita que sabe ser al mismo tiempo padre y madre, pero es por sobre todo espíritu santo.



Aquél niño tiene nombre. Se llama John Winston Lennon. El Winston desaparecerá por sí mismo cuando el niño logre vencer a su enemigo personal: el anonimato, aunque firmará algunas canciones como Dr. Winston O´Boogie.

Winston, como Winston Churchill, primer ministro cuando el niño nació, el 9 de octubre de 1940. Al ponerle Winston, Alfred, Fredy para los amigos, y Julia, los padres de John Winston, dejan en claro que el niño es hijo de su tiempo, de la época del bombardeo y la excitación patriótica que apuró a tantas parejas. Así, Winston Churchill es, de alguna forma, también el padre de John Winston. Un padre y un enemigo. Churchill les enseñó a Inglaterra y al mundo que había guerras justas y paces criminales. John Winston, en cambio, vio siempre en esa guerra honrosa, en esa honrosa defensa de Inglaterra, un barranco de cinismo y crimen.

John Winston peleó así contra todo lo que Sir Winston defendió con sangre, sudor y lágrimas. Una Inglaterra que perdió su imperio, que se convirtió en satélite de un imperio nuevo pero que seguía ufanándose de sus glorias pasadas, burlándose de los franceses, nombrando Lores y emborrachando irlandeses para matarlos después, a patadas. John Winston no pudo engañarse y no se sintió nunca muy distinto a esos irlandeses, esos negros, esos hindúes que no encontraban trabajo y a los que las mujeres blancas no dejaban entrar en sus casas. Odió en la guerra el mundo en el que creció y llamó paz a otro mundo en el que nunca alcanzó a vivir del todo. Odió la guerra pero vivió toda su vida en ella, siempre en algún combate: por su green card, por que aceptaran su matrimonio, por la paz, por el rock n´roll. Nunca fue un hombre pacífico y, dentro de los Beatles, era quien provocaba las polémicas y los problemas.

John Winston se educó para ser lo contrario de Sir Winston, pero no dejaron ambos de ser parte de una misma revolución. Este hijo de norteamericana que es Churchill, rescata a base de instinto, declaraciones, público, descarado uso y abuso de las imágenes, una Inglaterra que es como él: mitad norteamericana. Así lo sospecha John Winston quien da la espalda al folclore de sus abuelos, a la pompa y circunstancia de Sir Elgar, que elige como folclore personal la música que traen consigo los marines.

No hay mejor época para un semi-huérfano abandonado y solo que la guerra y los años de penuria y confusión que la siguen. El mundo entero por arte de magia, se hace también huérfano.

La guerra borra la distancia cuando acorta y acelera las vidas: es el tiempo de los instintos, de las ganas sin regla. Es el tiempo de John Winston quien decide apostar por el absurdo que acaba de matar a su madre, atropellada por un policía ebrio cuando, extrañamente sobria, volvía a su casa. Quiere John ser el pandillero de barrio pero era delgado y débil. No tiene puños, no sabe usar cuchillo, usa entonces la sorna, la ironía, las caricaturas y los poemas sin sentido en que intentaba mezclar a James Joyce y las canciones de music hall escuchadas en la radio de tía Mimi. De un día para otro, decide ser artista. Tiene talento un poco para todo, una cierta gracia para escribir, para dibujar, para cantar con una extraña voz nasal, pero su instinto le dice que es mejor que evite las lecciones, que siga haciendo a su manera, porque son justamente su manera y su audacia de principiante sus únicas gracias.

Esa fue la profesión que escogió entonces John Lennon, no tener ninguna profesión. Esa fue su única seguridad, no admitir ningún maestro. En la escuela de arte en que terminó estudiando ese fue su problema: se aburría en clase y se escapaba, no soportaba que le dieran órdenes, pero él las daba sin cesar a los que, atraídos por su descaro, lo seguían a todas partes: niños suburbanos como él, suficientemente rico para despreciar a los obreros que hacen todos los días lo mismo, suficientemente pobre para ser el hazmerreír de los niños de colegios privados.

Una vida sin huesos ni dirección es la que propone John a sus amigos, una vida de dandis que roban monedas de la cartera de sus madres. Una vida que de pronto, para John, parece terminar cuando su novia Cynthia queda embarazada y se casan en medio de los ruidos de buldócer, tan fuertes que no se oye la pregunta del oficial, y es George y no John —el novio— quien se adelanta a decir que sí, bajo la risotada de todos.

La historia se repite, piensa la tía Mimi, la madre adoptiva de John. El restaurante en donde se celebra la reciente boda es el mismo bar grasoso donde se efectuó la boda de Alfred Lennon y Julia Stanley. La razón del apuro de ambas bodas es la misma: un niño por nacer. Las sonrisas de los novios, sus besos, son igualmente escasos. Sólo falta el barco que se lleve para siempre al marino que Lennon reemplaza por su grupo de rock que se va Hamburgo, a alojarse en tugurios y casas de putas. Ni en eso, piensa la tía Mimi, John es original. Alfred —o Fredy como lo llamaban todos—también quería ser cantante, también pasó su infancia en audiciones que no terminaron en nada serio. Sólo hay una diferencia que la tía Mimi no puede precisar: John tiene rabia. John no se rinde, John no se permite escapatoria, y es curioso y multiforme y, extrañamente, es testarudo y dúctil, manda pero deja a los otros miembros del grupo influirlo, es irascible y dulce. Le cae bien a los niños ricos, los divierte con sus salidas de tono, pero también les pide libros y discos prestados que estudia con detenimiento. Absorbe a los demás, sabe ser como ellos esperan que sea, pero también sabe ser inesperado.

Solo, sin nadie, encerrado en su pieza, se siente desaparecer, con los otros es en parte ellos y, en parte, él mismo: una voz que se funde con las de sus compañeros. Porque esa fue quizás la primera gran originalidad de los Beatles y sus adláteres ingleses, cantaban de una sola voz que era todas sus voces mezcladas y, al mismo tiempo, eran cuatro personalidades, cuatro mundos en un sólo planeta. Los fundadores del rock fueron siempre solistas: Billy Haley y su sCometas, Elvis Presley, Chuck Berry, o Budy Holly y sus Crikets. En los Platters, las Supremes, los Tempations o hasta los Beach Boys, las personalidades de los miembros se borroneaban para conseguir efectos vocales. Los Beatles, en cambio, eran cuatro que hacían alarde de sus diferencias, que sabían mezclar sus voces muy similares, pero al mismo tiempo se separaban para cantar cada cual sus canciones. Una canción de los Beatles—aunque sean tan personales como JuliaStraweberry Fields forever o The balade of John and Yoko—es siempre un himno, es siempre una canción de todos y para todos, siempre una orden que Charles Mason solía tomar al pie de la letra.

Nada detesta más el adolescente que sentirse solo, con los Beatles nunca corría ese riesgo. Los propios Beatles nunca estaban solos, eran siempre los cuatro en todas partes. Así, los Beatles eran una comunidad ideal que se conectaba directamente con las cofradías medievales de la alegre Inglaterra. Cuando querían ser otros,eran la banda del Sargento Pimienta, grupo que alegra ferias, banda militar sin ejército, conjunto circense.

La ideología del grupo, una mezcla de libertad sexual y sensitiva con cristianismo primitivo y socialismo pacifista, alimentaba aún mejor esta ilusión de tropa alegre de trovadores errantes. Un grupo de amigos todos normales, tímidos, divertidos: Ringo el payaso bueno, Paul el jovencito inocente favorito de las madres, George el tímido espiritual y un poco más atrás, y un poco aparte siempre, John: sus chistes cortantes, John y sus mujeres, John que en esa parodia de los hermanos Marx que los Beatles en sus películas intentaron ser, siempre actuó deGroucho mientras Ringo, era Harpo, y Paul y George, Zeppo y Chico.

Una perfecta maquinaria aceitada en la que John luego huele una trampa. Se había hecho músico para poder decir “Yo”, que era justamente lo que su triunfo con los Beatles no le permitía decir. Era famoso, que era lo que soñaba ser, pero lo era sólo como parte de un cuerpo que no era el suyo, disfrazado de Beatles. Gritó Help!, pero todo terminó en saltos en la nieve y una película donde volvieron los cuatro a actuar de ellos mismos, ese terrible rol, esa implacable cárcel. A John no le quedaba otra que romper el espejo en donde lo tenían encerrado. En una entrevista dijo que los Beatles eran más famosos que Jesucristo. La fama, siempre la fama como el parámetro con el que John leía y medía el mundo. John que se rebela —después de haberlo hecho con profesores y Lores— contra la autoridad suprema, Dios, Dios Padre. Los fanáticos queman montañas de discos, las pifias arrecian y decide, junto a los otros Beatles, dejar los conciertos, las entrevistas, las películas y aislarse en el estudio a buscar en su infancia y en las drogas alucinógenas primero, y de las otras después, una respuesta.

Por entonces, compone largas y alucinadas canciones infantiles, donde el dolor, las roturas, las desafinadas aparecen bruscamente, rompen la paz, destruyen la armonía de las canciones de cuna. Las letras salen de carteles, cartas de niños, restos de sueños, nombres perdidos de orfanatos. Tratando de recuperar su infancia, de poner en orden sus recuerdos, pierde, sin embargo, el “Yo” para contar, la primera persona se convierte en morsa y en huevo. Sabe que su única salvación está en volver al hombre que fue, antes de ser famoso, pero tiene miedo, terror a lo que sufrió pero también a lo que hizo sufrir, a la esposa y al niño que abandonó. No quiere mentir ni decir la verdad, así que requiebra imágenes y sonidos para que el oyente sea quien reconstruya el espejo roto. No hay respuestas, o hay demasiadas, hasta que de pronto Richard Hamilton, pintor pop, encuentra una: le propone hacer una nueva portada para un álbum que se llamará simplemente: The Beatles. Viendo los dos anteriores: Sergeant Pepper’s, y Magical Mystery Tour, llenos de colores y personajes, se le ocurre que la portada de álbum tiene que ser completamente blanca; el nombre del grupo, que es el mismo del disco, y nada más.

La vida entera de Lennon se verá cubierta de pronto por esa blancura en que quiere limpiar sus pecados y sobrellevar sus dudas. Una blancura eterna y completa donde de pronto descubrirá que Dios—esa terrible competencia desleal— no existe y que es bueno, mejor que no exista. Es el sentido de la canción Imagine que algunos católicos desubicados cantan en las misas, un mundo sin Dios, repite John, un mundo sin Dios Padre en donde la paz es posible. Un mundo sin Dios donde el amor al fin es posible. En God, Lennon emprende una larga enumeración de las cosas en las que no cree, entre ellas todas las que han sido centrales en su vida, hasta ahora: los Beatles, Elvis, Zimmerman alias Dylan, para terminar por concluir que cree en él, en ese escaso “Yo” recién recuperado, en él y en Yoko. Luego declara que el sueño ha terminado, que ahora ha decidido vivir en la realidad. La realidad que es justamente él y Yoko, Yoko and Me. A la menos real de las cosas, el amor vivido en público, declarado como un acto político, Lennon lo llama “la realidad”.



La realidad es entonces Yoko, su nueva divinidad, su nueva regla, la madre que eligió de niño pero que esta vez no lo abandonó, que esta vez no se murió, que lo sobrevivió a él. Yoko, el Dios madre, que reemplazó en la teología de Lennon, un hombre que vivía guiado por supersticiones y paranoias, al Dios padre. El Dios madre, una madre a la que le habían quitado a su hija, que le dice lo que ningún otro Dios, profesor, productor, maharishi, le dijo antes: que todo está bien, que tienen razón al mostrarse, al exhibirse, al mezclarse con la multitud.

Es Yoko así la primera autoridad espiritual y personal que no reprime su exhibicionismo, sino que lo comprende. Es la primera mujer que no le exige estar en casa ni proteger sus vidas privadas, sino que lo acompaña en la singular tarea de hacer del mundo su casa. Los flashes, los amigos y la prensa reporteando su luna de miel, su intimidad. John y Yoko han buscado por el mundo entero a alguien que comprenda su profundo sentido de la privacidad que lo cuenta y lo muestra todo para preservar mejor el misterio de sus heridas, la amplitud de sus secretos. Mostrarse para no ser visto, exhibirse para guardar aún mejor sus secretos. Esta pareja de niños encontraron su propia ley, aparte y apartados. Trataron de hacer de su encuentro arte, religión, política, para que nada ni nadie lo disolviese. Apostaron, conociendo el riesgo, a algún tipo de eternidad, hasta que terminó el invierno puro y blanco en que se amaron, el hielo bajo sus pies se resquebrajó.

La última canción que grabó John Lennon se llama Walking on Thin Ice, “Caminando sobre hielo delgado”. Es la mejor canción que logró componer la esforzada, y no del todo despreciable, Yoko Ono. En ella, John Lennon toca la guitarra de modo salvaje, con un sonido que ya nada tiene de hippie o de sonriente. Yoko chilla y recita y da la impresión que de verdad caminan sobre el hielo delgado, hielo que además se dan el lujo ambos de ir quebrando a su paso, con su guitarra afilada y su agudísima voz.

Esa misma noche de la grabación, el hielo se quebró. En la mañana, un desconocido le pidió a John un autógrafo. John firmó su sentencia de muerte. El fan se quedó todo el día delante del edificio Dakota hasta que el ídolo saliera y, sin preguntarle nada, le disparó para seguir esperando tranquilamente; esta vez la llegada de la policía que lo arrestó sin que opusiera ni la más mínima resistencia.

Mark Chapman, el asesino, no era un miembro del Ku Klux Klan, o un agente del FBI, los enemigos a los que John solía temer, sino sólo un gordo sin éxito en nada de lo que emprendió que, siguiendo a John, se había casado con una mujer de rasgos orientales de la que se había divorciado hacía poco. Así mató a John, con una puntería terrible, esa imagen de pareja feliz que vive en público cada instante de su amor. Esa felicidad libre y por encima de las convenciones con la que John había logrado sobrellevar la separación de su padre pero que paradójicamente llevó a tantas parejas a separarse, a tener hijos sin pensarlo y, sin pensarlo, a dejarlos decidir a los cinco años con cuál padre se querían quedar.

Fue así, para vengar a estos cientos de niños huérfanos, que Chapman mató al primero de ellos. Decidió, como Lennon lo había hecho mucho antes, que si no podía ser feliz al menos sería famoso. El hombre que se desangraba a su pies confesaba hace poco ser ahora tan feliz como famoso. Era una traición y la había pagado. Moría así Lennon como muere todo el mundo, pero quizás con más precisión que el resto, en su propia ley, bajo los flashes, los gritos de un fan, y entre sus manos. Moría también como su madre, su elegida madre, asustado y sonriente, sobre el asfalto mojado.

 

 

Texto leído durante el ciclo Los íconos de nuestro tiempo, que tuvo lugar del 15 al 17 de abril, 2008, en el Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, auspiciado por la Fundación de Estudios Iberoamericanos Gonzalo Rojas. Los coordinadores fueron Fabienne Bradu y Philipe Ollé-Laprune.



 

 

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