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El entierro de Henry James

Por Rafael Gumucio

Revista de Libros de El Mercurio, 28 de febrero de 2016

 

 


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Me invitaron al entierro de Henry James. La ceremonia tendrá lugar este jueves 3 de marzo en la Chelsea Old Church, en la esquina de Old Church Street y Embankment. Llegaré ahí con solo cien años de retraso. Por suerte no soy el único, todos los invitados saben que no se encontrarán con el ataúd del escritor, que ya fue convertido en cenizas. Quienes asistamos a esa parodia de entierro tendremos derecho a la lectura de su obra y la extraña emoción de ser parte de ese torbellino de nombres y títulos que asistieron al entierro original:

Mr. M. Bonham-Carter, Mr. J. S. Sargent, Mr. and Mrs. Rudyard Kipling, Sir Sidney Lee, Sir Sidney Colvin, the Ranee of Sarawak, Viscount and Viscountess Bryce, the Dowager Lady Playfair, Sir Philip Burne-Jones, Lady Mathew, Colonel A. Grey, Lady Butler, Lady Middleton, Mr. C. Stuart-Wortley, Sir Arthur Pinero, Mr. and Mrs. Max Beerbohm. Un mar de nombres y sombreros que parece ya el esqueleto de una novela de Henry James. Y la rara coincidencia de que la bisnieta del primer nombrado, Bonham-Carter, Helena, protagonizara la versión cinematográfica de "Las alas de la Paloma", primera señal que tuve de la existencia de Henry James. Su bella cara redonda de niña caprichosa, sus rizos negros que representaban a la perfección las heroínas de sus novelas, esa mezcla de capricho y heroísmo, esa energía gigantesca que podría haber salvado vidas y construido catedrales con un dedo, volcado entero a preocuparse de casarse con tal o no casarse con otro.

En el centro de la mayor parte de las obras de James hay personajes que vuelcan las energías que les sobran a una vida privada por lo demás perfectamente regulada por la sociedad que los rodea. En apariencia, Henry James era uno de ellos. Un señor sin hijos ni preocupaciones materiales que recopilaba con afición desatada chismes en té y comidas trufados de esos nombres con títulos nobiliarios. El tamaño mismo de su obra, la variedad, el riesgo de ella niegan esa imagen. Henry James no escribía por amor al arte, aunque tuviera como pocos una sensibilidad artística, sino como un modo de conocimiento de los mecanismos de este mundo y del otro. Es la apertura al otro mundo, el de los fantasmas, el de los demonios, el de las imágenes que se sobreponen a las voluntades de los protagonistas, lo que lo diferencia de los cronistas de alta sociedad y las víctimas de taller literario que invocan su nombre como sinónimo de cierta elegancia de calidad, de cierto buen tono sobre el que James mejor que nadie ironizaba.

Lo que hace nuevo y al mismo tiempo distante a Henry James no es el mundo de títulos y encajes (vivimos en sociedades tan desiguales y protocolares como las que vivió él), sino la idea de que la novela podía y debía ser un modo de exploración de cómo realmente funcionan las mentes de los hombres en esa jaula sin barrotes que es la sociedad. Si tuviera vela en ese entierro, si pudiera despedir el cuerpo de James, recordaría hasta qué punto eso es lo que despedimos con él: la idea de que la novela podía contar todo, incluso lo que no entendemos, el dibujo en la alfombra que es nuestro deber seguir sin poder descifrar su sentido.

Las imágenes en HD y el sonido Dolby Surround son más nítidos que nunca, pero somos menos capaces que nunca de describir la miopía, la ceguera o el encandilamiento con que solemos ver el mundo. La audacia literaria hoy tiene que ver con los temas o con la tipografía o con las citas intertextuales que los textos convocan. Pero la prosa de este siglo es generalmente clara, transparente, cronológica, ligera como era la de James hasta que descubrió que la prosa no debía solo contar cosas y gente sino dejarse habitar por esas cosas y esa gente. Lo que hace a James moderno y le impide ser posmoderno, es esa fe en una prosa en que como en la poesía el lenguaje hable sin marco ni restricciones, que diga el mundo en vez de explicarlo o de burlarse de él.

James el elegante, James el esnob, James el americano desesperado por parecer inglés, es otro de los personajes de Henry James. El hombre que llevamos cien años enterrando era como sus abuelos: un pionero, un aventurero, un iluso también. Un hombre de corbata y chalequillo, casa de campo y costumbres regulares, pero los títulos de sus libros hablan de selva, de leones y torres de marfil. Ridiculizaba el optimismo americano, su certeza de que nada se les podía negar, pero como ellos se lanzó hasta el límite de su talento. En sus mejores novelas cortas hay siempre un ausente que los otros rodean y explican. A la hora de su entierro, uno no puede dejar de pensar que ese protagonista oculto, ese misterioso señor que aparece y desaparece de casi todos sus relatos, no es otro que la muerte de la que podría por fin contarnos todo.


 

 

 

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El entierro de Henry James.
Por Rafael Gumucio.
Revista de Libros de El Mercurio, 28 de febrero de 2016