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POEMAS CESANTES
(Raúl Hernández, La Calabaza del Diablo, Stgo.
de Chile, 2005)
Por
Cristián Gómez O.
En un Chile aún regido por muchachos de la costa este, doctorados
en Harvard y por lo general muy buen compuestos, tipo Andrés Velasco
y antaño el “Nico” Eyzaguirre, el discurso que nos pueda presentar
un libro como el de Raúl Hernández no deja de tener resonancia.
Sacarse de abajo de la manga esta manga de poemas precisos,
afilados como una cuchilla y desembozadamente deudores de cierta poesía
objetivista, justo cuando temas como la pobreza dura y
la requisitoria social quieren ser reemplazados por una agenda esgrimida
como anti-academicista cuando es precisamente la más academicista
de todas –una crítica seudo-deleuziana y autoproclamadamente minoritaria,
muchas veces con amplio apoyo institucional–, no es sólo remar contra
la corriente y arriesgarse y ser tildado de obsoleto, sino que también
implica una alta dosis de apego a una poética que se delinea prístina
en ese poema que refiere su propio acto de escritura:
Corriges por enésima vez
el poema que te obsesiona
pero en el fondo
frustradamente
admites la nostalgia
por la pureza del descuido.
Claro que, conviene señalarlo desde un principio, este
libro poco y nada tiene que ver con desentrañar el patio trasero de
la escritura o el significado de su experiencia. Por el contrario:
la poética de Hernández no se inclina por la figura del testigo, pero
tampoco por la del cronista, sino por la de un fotógrafo –cesante-,
que sin rasgos de autocomplacencia da cuenta de lo insatisfactoria
de su situación, que no es sólo su situación. Esto, por si
no quedara claro desde el título del conjunto, se repite a lo largo
de todo el libro, porque incluso si consideramos que todos los poemas
están dirigidos a un tú, una segunda persona que es el verdadero protagonista
de lo representado en el libro, pese a esto queda claro que el énfasis
de estos poemas cesantes va por el lado de una experiencia colectiva,
una experiencia común a otros de los que el hablante sólo es cifra
o portavoz (no muy) privilegiado.
Hay varias cosas, entonces, que quisiera destacar en este
libro: volver a poner en el mapa de la poesía chilena, como dijimos
más arriba, la palabra pobreza, pero a través de una poesía especialmente
pobre, desnuda, realista, si es que cabe aquí esta palabra. Segundo,
y ligado lo anterior: el uso de los espacios (citadinos) como categoría
decisiva para la lectura del poema, en vez de una matriz de sentido
centrada en el tiempo. El cesante habita esta ciudad, hace de ella
parte inherente de su visión: interiores de bar, la Avenida Santa
Rosa, Santiago Centro, algunos sectores del litoral central. Sobresale
entonces una mirada que acentúa el atrincheramiento en lo local, la
certeza de que los lugares propios son lo que hay que defender. Incluso
si se trata de escenas provenientes del transporte colectivo –léase
micros, previas, en todo caso, al Transantiago-, el hablante abunda
en una mirada familiar de hechos que tienen un innegable aire familiar
para sus lectores.
Con este libro ocurre algo que no deja de ser elocuente:
en la subrepticia batalla por la representación que se juega en sus
páginas, este libro (y otros como él) quedan al margen de los avatares
que sí experimentan otras obras que se ven arrastradas por la corriente
de la mercadotecnia. Muchas obras, especialmente ponderadas por la
crítica, en especial por aquella con una agenda marcada por lo minoritario,
intentan hacer una representación efectiva de lo popular como una
forma de oponerse a las exigencias homogeneizantes del mercado; sin
embargo, lo único que han conseguido, es satisfacer la demanda del
mercado por lo exótico o la diferencia. A este respecto, Francine
Masiello anota que:
(Este) dilema nos obliga a reconsiderar
la validez de los conceptos de cultura que solemos utilizar y
la limitación de los lenguajes con que contamos para dialogar
con los otros; nos muestra el modo en que la literatura
articula una crisis en nuestra comprensión de lo “real”. El proyecto
asumido por estos escritores no es el de representar una alegoría
del neoliberalismo, sino el exponer las posibilidades de lenguajes
alternativos que se nutran de la materialidad de la voz popular
(Masiello, 39).
El libro de Hernández (junto a los de Yuri Pérez, Urriola,
V.H. Díaz y Germán Carrasco, entre otros), ni siquiera es plausible
de correr esa suerte. Está en un estadio anterior, en lo que se refiere
a su radio de circulación. Su representación de lo popular no corre
el peligro de entrar en contacto con ningún mercado; más bien se mantiene,
literalmente, al margen, fuera de una hipotética cadena de consumo,
donde no existe la mediación de una crítica que el domingo después
de aparecido el libro, lo coloque en un altar o lo arroje allí en
la hoguera, pero ubicándolo, de cualquier modo, ante los ojos de un
también hipotético lector.
Este limbo en que sobrevive un libro que a la vez está
publicado, i.e., que ya es de dominio “público”, aun cuando se mantiene
en un ámbito que todavía tiene mucho de privado, no debe ser sólo
motivo de nuestras quejas. Antes que arrojarnos al muro de los lamentos,
es preferible operar con los datos desnudos de la realidad: la marcada
preferencia por afincarse en un universo local, el organillero
en la plaza, los cabros en el pool, su apego a un verso fragmentario
y escueto, que habla tanto por lo que no dice como por lo que dice,
no implica una atomización de la experiencia, no es sinónimo de que
lo representado sea la postal de un destino exótico y lejano, sino
de las exclusiones patentes a causa del sistema neoliberal, y también
de las fuerzas contrahegemónicas opuestas a él. Aun más, como ya hemos
señalado con anterioridad, se podría suponer en el hablante de este
libro un deseo de trascendencia, en tanto las condiciones propias
de su existencia son las que implícitamente se deploran tanto en los
silencios que ofrece la delgadez del volumen y la concisión de los
versos, como en lo que se explícita en su discurso. Aunque no se le
nombre por ninguna parte, es por contraste que estos Poemas
cesantes son una requisitoria contra el Chile de hoy, contra
su desigual distribución del ingreso y su afán permanente de pasarela.
Si Héctor Figueroa le endilga un linaje literario a Raúl
Hernández, emparentándolo con el objetivismo yanqui y dentro de la
fauna chilena con Uribe, Millán y Bertoni, creemos que Hernández es,
en realidad, heredero de esa poesía comprometida de los ochenta, esa
que a propósito de la dictadura pinochetista escribió lo mejor y lo
peor de su producción, donde algunos de los nombres que se vienen
a la memoria son los de Jorge Montealegre, Esteban Navarro, cierto
Memet, pero todos ellos a través del cedazo de un José Ángel Cuevas
que aprendió la lección de Millán. Esto se trata, como queda claro,
de especulación pura, pero creemos que la afinidad con Cuevas pasa
tanto por un nivel ideológico como por un nivel escritural, contraparte
inherente e indistinguible: de acuerdo a lo expresado por Oscar Galindo,
con José Ángel Cuevas
ya no existe riesgo de caer en el exotismo,
de celebrar la otredad de lo popular como signo distintivo de
una clase o nación, pues su carácter periférico y degradado convierte
su poesía en un contradiscurso de lo popular, aunque desde la
nostalgia de su participación.
Y más adelante agrega:
(…) la poesía de Cuevas representa uno
de los intentos más recientes de establecer un discurso que dialogue
con los sueños de transformación de la realidad alimentados por
la política y por el arte como compromiso. Su poesía se sitúa
precisamente en esta encrucijada, pues, por un lado, se construye
como la exposición del fracaso de este proyecto, pero al mismo
tiempo es imposible no advertir en ella un carácter propositito
en tanto la crítica del presente se convierte en una de sus señas
de identidad (Galindo, 204).
Estas palabras podrían aplicarse en su totalidad a la
escritura de Hernández, con el único matiz de que hoy se abandona
la política más militante, por obra y gracia del desencanto y la profesionalización
del discurso político, para asumir una relación entre poesía y política
marcada por signos de una interrogación permanente, en lugar de un
triunfalismo que hoy resultaría extraño y/o de un tono testimonial
que tampoco, al parecer, es capaz de dar cuenta de lo que Raúl Hernández
quiere dar cuenta.
Para terminar, quisiera volver brevemente sobre uno de
los poemas (página 13) que me parece de los más destacados del conjunto.
Me refiero a ese que describe al típico cesante buscando salir de
su situación, con un diario en una mano y en la otra un lápiz para
subrayar aquellas posibles ofertas con las que su perfil calzaría.
El poema se cierra con estos dos versos:
Es un trabajo sucio
pero alguien tiene que hacerlo.
La indesmentible potencia de estos versos radica, evidentemente,
en su elipsis. “El trabajo sucio”, frase polisémica, puede referir
tanto al anuncio de trabajo que aparece en el diario y que el cesante
subraya, tanto como a la acción misma de estar con el diario en la
mano subrayando esos anuncios. La doble significación que involucran
estas líneas es la misma que recorre de punta acabo el poemario. El
menos es más del que se vale Hernández no tiene sólo que ver con una
opción poética por la concisión (lo cual, visto este libro en el horizonte
de los otros conjuntos publicados por otros poetas de la misma hornada,
no es un dato menor), sino con una postura crítica que Hernández sostiene
a lo largo de todo el libro: en lugar de un sumo sacerdote de la intelligentsia,
disertando en torno a los males de Chile (figura que sospechosamente
se reedita cada cierto tiempo en nuestra literatura), aquí el que
habla es un igual para sus iguales, con quienes comparte no sólo estos
fragmentos de un mundo, sino también la interpretación crítica de
ese mundo.
* * *
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Referencias
- Hernández, Raúl. Poemas
cesantes. Santiago: La Calabaza del Diablo. 2005.
- Masiello, Francine. El
arte de la transición. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma. 2001.
- Galindo, Oscar. “Marginalidad,
subjetividad y testimonio en la poesía chilena de fin de siglo”. Revista
de Crítica Literaria Latinoamericana. N° 58 (2003): 193-213.