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La poesía en Ricardo Herrera Alarcón
«Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar» (2020)
Ricardo Herrera Alarcón. Editorial Aparte 162 págs


Por Guillermo Riedemann




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Después es siempre antes. Sam Shepard puede ser Frank en una película que cuenta la historia de los hermanos James. Sam Shepard le llevaba cubos de hielo a Nina Simone al camarín, y ella le decía –gracias, guapo. Mientras Simone cantaba, Shepard escribía poemas como si solo tomara notas de lo que veía o escuchaba, y también relatos breves de memoria. Encargado del hielo, lector de los beats, baterista de rock, actor, director, dramaturgo (Locos de Amor se llama una de sus obras de teatro), Sam Shepard escribió “el pájaro debió volar por encima del estacionamiento y confundió los reflejos del pavimento con un lago” (Crónicas de Motel, 1980). Ricardo Herrera Alarcón escribió “el caballo trata de beber el reflejo del río en el espejo” (Collage, 2020), y por entonces no había leído a Shepard. En el sur de Chile se escribe como en el norte de Texas. Patti Smith, a quien Shepard le regaló una guitarra, andaba con Una temporada en el Infierno en un bolsillo de su chaqueta negra. Yo mismo, a la salida del Cine Central, podía ser Jesse James o Billy The Kid. A Neruda no le gustaba Rilke, pienso que no lo leía. –Hagan como yo, lean a Góngora, decía, pero él leía novelas policiales. Patti Smith leyó a Bolaño, dice que le gustó mucho; Ulises Lima amaba a Patti pero no llegó a conocerla; Bolaño prefería a los poetas italianos y a los catalanes, aunque estos últimos lo enfermaron del hígado. El hígado graso es recurrente en este país, también entre los escritores; hígado graso y enfisema pulmonar. Sylvia Plath tenía doce años cuando nació Shepard, y él leyó Ariel y La campana de Cristal cuando ya Sylvia había congelado su vida en el invierno de Londres. Borges, o el espejo de Borges, comentan que la poesía japonesa es poesía de síntesis. Tal vez la poesía no puede ser sino síntesis. Por ejemplo, los poemas de Kaneko Misuzu se parecen a los poemas de Herrera Alarcón y también a los de Shepard, o los de Shepard a los de Misuzu, y los de Herrera Alarcón a los de ambos. Misuzu nació en 1903 y murió por mano propia en 1930. “Si digo –¿vamos a jugar? / Dices –vamos a jugar” (Misuzu, Eres un eco); “Créeme a mi cuando te digo que quise construir historias / Pero solo tuve sucesos” (Herrera Alarcón, Historias); “Quizás podríamos tener tú y yo una conversación. ¿Te gustaría conversar?” (Shepard, Crónicas de Motel). Empatía, comprensión, comunidad entre seres humanos en medio del colapso y la desolación.  Ni Misuzu ni Herrera Alarcón leyeron, por motivos distintos, a Ingeborg Bachmann, quien había leído a Göethe siendo una niña, así como a Nelly Sachs en Austria. Una tarde caminó a pasos de Thomas Bernhard y no supo quién era él ni alcanzó a leerlo. Tal vez Bernhard siguió a Sachs por la orilla del Danubio, se detuvo un instante para anotar algo y la perdió de vista. Todo empezó en las rocas de unas cuevas hace miles de años, mucho antes de que Platón escribiera su alegoría de la caverna. René Char salió una mañana a caminar por el campo, una mañana fría y de niebla baja, y vio a un hombre de traje, corbata y paraguas, que también caminaba y parecía no verlo; el hombre se sentó en un tronco por ahí y escribió con letra minúscula en una vieja libreta verde. Char y el otro hombre vieron a un director de cine que caminaba desde Munich a Paris, como quien camina desde San Felipe a Carahue, para visitar a su maestra que agonizaba. Peripatéticos con lápices entre los labios, todo un estilo el de los caminantes. En sus lecciones sobre el estilo, Quenau repite texto tras texto que un tipo de cuello largo tiene un botón suelto en el abrigo. Y Bob Dylan conoció a Billy The Kid en una película de Sam Peckinpah, pero lo suyo era la armónica. Los hiperpoetas se ponen de moda y pasan de moda. La mañana en que coincidieron Walser, Wenders y Char, los gendarmes metieron en la cárcel a Villon por escribir versos prohibidos. Nada especial si pensamos en Marcial, Mandelstam, Gómez Rojas o Javier Heraud.

La poesía, ¿o deberíamos referirnos al autor?, ¿o al hablante?, ¿a los hablantes?;  se juega la vida en ese decir que debe ser dicho, que nadie más puede, en ese decir que no se dice, que refiere una luz o una sombra o una pérdida o, con mayor precisión, ese decir que es echar en falta lo que ya no es, lo que seguimos buscando como quien mira, levanta la cámara, pone el ojo en la lente, encuentra un encuadre, se acerca un poco más, obtura y luego revela. ¿Qué revela? Algo que se dejó ver, un fragmento que fue percibido, una esquina de una palabra o una brisa de palabras que se transforman con suerte en una imagen. Poesía de la reflexión, la intuición y la sensibilidad en la naturaleza, conversación con el porvenir que se sabe perdido. Para jugarse la vida en aquel encadenamiento que libera a partir de la conciencia del origen y la experiencia, como condición de posibilidad de un lenguaje que se articula para decir la originalidad en el poema que solo la voz del que habla puede decir. Esto es lo que acontece en la poesía en Ricardo Herrera Alarcón, a partir de una poética que no solo se despliega sino que enuncia y anuncia. El poeta como doble del fotógrafo, del artista visual, a veces pescador, a veces frente a una tela en blanco,  en la reciente antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (Editorial Aparte, 2020).

El título de esta antología (tomado de un poema de Herrera Alarcón) es también “conducir trenes al infierno pensando que viajamos al paraíso” (Fui a una charla, p. 94), es un camino hacia ninguna parte, es la voz de un hombre de armas que hace más de cinco siglos escribe a la muerte de su padre, y echa mano al texto bíblico. Después es siempre antes. Herrera Alarcón en la habitación taller de su padre. Telas, pinturas, olores de tiempos que ya no son y siguen siendo. En silencio, el niño mira cómo la mano traza una línea azul, “vuelve para que volvamos a creer que el color es una niña que ha inventado el azul” (Pirucha, p. 128). Vuelve para que volvamos, voy hacia el mar en cualquier caso. En los poemas de Herrera Alarcón encontramos manchas, sombras, silencio, acrílicos, lienzos, colores, formas; y luego viento, pumas, espejos, puentes, sábanas. Esta lectura es una exploración y una indagación en los espacios y escenas de la fantasía o de la lucidez de ver lo que no queremos ver. “Cómo nos sobrecoge el grito del pájaro / Cualquier grito que haya sido producido alguna vez” (Rilke, Sonetos a Orfeo, XXVI). El grito del pájaro por encima de la casa paterna, por encima de las olas que levantan y mecen el bote del pescador que lanza sus redes para recoger peces y palabras. Conozco la casa de aquel pescador, de aquel pintor que sale de madrugada con sus redes y por la tarde invita a los amigos para conversar y abrir los ojos en la penumbra de modo de ver la tela que espera en el atril y otras decenas de pinturas que apoyan el hombro en las paredes. “Deberías venir a pintar estos campos, estas serranías, deberías dejar tu taller en París”…“no te me vayas a morir en tierra extraña sin dejarme ver por última vez…” (Pirucha, p. 128, 129)

Un pez y el pan, el pan y el pescador, el pescador es el pintor, el pintor es el padre. Desde allí se escribe. Y desde allí se resiste, se sobrevive en plena Era del Capitalismo Farmacopornográfico (Preciado, 2008). ¿Qué juego juega aquí la palabra, cuál es el sentido o el camino o el destino de la palabra (de otro modo, cuál es el sentido o el destino del ser humano?); qué espacio le ha sido asignado a la Poesía, si es que alguno le ha sido asignado o hemos colaborado en asignar, designar o resignar; cuál es la satisfacción narcótica que promete o contiene o proporciona un esqueleto de palabras articuladas en nuestros días que parecen no ser nuestros, impresas luego en un libro? ¿Qué es, si es que es; qué nos queda, si algo queda?

En tiempos de la cultura como droga del espectáculo, ya sabemos que el exhibicionismo y el onanismo se nos revelan como las dos caras de un acto de simulación poética, de apariencia que no es sino vaciamiento de significantes, como actores agitadores de reparto en un show pirotécnico que se consume y se apaga en el acto, para ser  barrido sin demora por los dispositivos de aseo y desmontaje.

El arte de la entretención (“no quieren arte, quieren pasatiempos”, La crisis de la cultura, Arendt); el tecnoarte, el despliegue algorítmico, instalan la nueva escena, el escenario, y adjudican algo así como una especie de pasaporte sanitario de entrada y libre circulación, con fotografía y leyenda al pie que suele poner artista o poeta. Ya sabemos que en la época del individualismo hedonista y el tráfico de imposturas, como nunca antes el poeta y la poesía son objetos desechables que cumplirían un breve rol en la sensibilidad fiduciaria del Poder, en el ritual monárquico, en la fiesta de los capos. En lo demás, la poesía resultaría incómoda, inútil, inservible, indeseable. Sin embargo “correré como corría entonces / por los prados, los bosques y los campos: / tú seguirás siendo, igual que entonces, / el saludo más íntimo del mundo. / Después contaremos los pasos / en la lejanía y en la proximidad; después explicaremos esta vida / que fue el sueño de todo instante”. (Arendt, 1959).

Shepard le regaló a Patti Smith una guitarra y conversaron toda la noche. Al amanecer, él le dijo –pienso que los poetas son mujeres. Ella sonrió o se quedó dormida y Shepard se fue a un café a escribir el cuento Papantla y se lo dedicó a Patti. En el cuento hace decir a uno de sus personajes aquella frase sobre los poetas. En Perros de Paja, otra película de Peckinpah, Susan George se aburre de su esposo científico, hasta que de las miradas se pasa al sexo y a los tiros. La violencia y el sexo. Amar o morir. Amar y morir. Ser amado o quitarse la vida. Raymond Carver escribió que había conseguido lo que quería de la vida, ser amado. El cáncer le trituró los pulmones pero llevaba nueve años sobrio. Guido Eytel amaba a Carver y esa capacidad de decir tanto con tan pocas palabras, y no le gustaban los tonos pretenciosos de quienes parecen querer decir siempre cosas importantes. Él me recomendó leer hace años El dolor de la guerra, del vietnamita Bao Ninh; poeta y guerrillero que escribía de noche oculto en la selva: “El árbol no es el árbol, es la casa de los pájaros; el mar no es el mar, es el universo de los peces. Y la tierra, entonces, ¿qué es la tierra?”

La poesía en Ricardo Herrera Alarcón no es, como se suele afirmar con descuido, poesía del sur ni del norte, no pertenece a ningún ismo. Si hemos de poner correctamente un apelativo, innecesario si hemos de leer correctamente poesía; diremos poesía utópica, poesía de un no-lugar, un lugar que no existe, que no es aquí ni ahí, sino, tal vez, un lugar vacío y colmado de lo-que-es de tanto no ser y echarse en falta. Porque, ya lo sabemos, el poema es aquel breve temblor de una pequeña luz que se enciende y se apaga en una habitación a oscuras y sin salida. “…Tuvo alguna vez que ver con la espuma? / Alguna vez rozó el camino hacia la noria? / La novia se desnuda y dijo que vayas a mirar los girasoles / Están destruyendo tanta belleza en esa tela / Antes de empezar a beber dile a todo que no estás / Que te has perdido por esta y varias tardes / Y toca esos dibujos sobre el agua / Parece que en todo abdicaran del misterio / Y lo suyo fuera buscar una razón para demorar un poco más el cambio / Para permanecer flotando con un sol que ilumina y acalla a ratos / Algunos (ciertos) trazos”. (Voy a explicar cómo sacar agua del pozo, p. 91)

noviembre-diciembre 2020



 

 

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