El principio es el fin. Se debe habitar el bosque, recoger hierbas, flores, hojas, pigmentos, tierras, plumas, hilos, filamentos. El atardecer y el río siempre están ahí; el retrato, la nube de la lluvia, el orillo del vestido recostado en el árbol; todo está en el interior de humedales y maderas, de juncos y hojas y luz; de los silbidos del monte que llaman a los conejos, a los sombreros perdidos que alguien encuentra sin buscarlos.
La casa se mira a sí misma. La casa piensa que la ventana que da al jardín le gusta más que la ventana hacia la calle. Hace dos noches un hombre buscaba algo en la tierra, acercaba su nariz a las manos del hibisco, a los dedos del geranio, a los misterios del jazmín. Desde el interior se ven cosas que no se ven, que pasan inadvertidas o son fugaces como una estrella muerta hace unos pocos millones de años.
Ahora pienso en un no-lugar. Ahora pienso en un no-yo. En la piedra están todas las formas. Ese no-lugar es también —tal vez EL no-lugar— la primera lectura, la de ayer, la del mes pasado, la de hace tres noches, la de todos los días, la de mañana, o todos los lugares reunidos, o todas las palabras. El bosque, el jardín, la piedra. Y, por cierto, el agua. Siempre el agua. Y un no-yo que, a diferencia del ocultamiento, desaparición, borroneo, o lo que sea, representa, siendo en sí mismo, la palabra que es el bosque y el jardín y la piedra y el agua, un sonido construido y construyendo una imagen en un espacio que no podemos ver pero percibimos, o nos estremece, o nos hace voltear la mirada, abrir algo, tal vez un ojo por lo menos.
Adicciones y fobias, de Ricardo Herrera, fue publicado en Valparaíso, en 2021, por Editorial Bogavantes. Al año siguiente, el libro fue candidato al Premio de la Academia Chilena de la Lengua. Pero, el libro Adicciones y fobias no es cosa de jurados de ningún tipo, no lo podrían entender, no le encuentran el sonsonete, la referencia, la guía de ingreso a un lugar que es un no-lugar. Jünger nos diría, “no se quejen de ser menospreciados. Peor aún es lo contrario”. Brujo condenado a mantener vivas las lenguas del fuego, el fuego de la lengua que quema cejas y pestañas.
La portada del libro —un rectángulo vertical— es cruzada primero por el título y el nombre del autor, y luego por un rectángulo horizontal compuesto por ocho pequeños rectángulos verticales que son ocho fotografías, en realidad cuatro fotografías. Una de la madre de Ricardo, que podríamos confundir con una fotografía del mismo Ricardo pero de 16 o 17 años. Otra de Ricardo de 50 años, o Ricardo de hoy, más una del padre de Ricardo y otra de Salvador Allende. Las cuatro fotos se repiten todas una vez; cambian de orden y de cuatro pasan a ser ocho, el número infinito. El padre y Allende flanquean, protegen, a la madre y al hijo. ¿Por qué el Padre, Allende, no envejecen?
¿Qué significa esta composición en la portada? Ah, lo filial, lo cívico, la admiración, el amor, el odio. El Padre Ideal, el Ideal del Padre, el Ideal del Poeta, el Poeta Ideal. No puedo saberlo.
Ricardo Herrera publicó Delirium Tremens, 2001; Sendas perdidas y encontradas, 2007 (un libro maravilloso); El cielo ideal, 2013; Carahue es China, 2015; Santa Victoria, 2017, Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar, antología, 2020. Adicciones y fobias refiere a su primer libro, Delirium Tremens; sin embargo en esto mejor evitar confusiones. No hay conexión, al menos directa o cercana, con Adicciones y fobias. Y es aun mejor anotar aquí lo que resultará de singular significación en su nuevo libro: una fobia puede volverse una adicción, y una adicción frecuentemente se convierte en una fobia. O, tal vez, son lo mismo, las dos caras de lo mismo. ¿Qué nos quiere decir el título, entonces?
“Esa era la consigna. Conservar la naturalidad. Tenía mucho miedo. Los comienzos. Vacilaba. Farfullaba incluso como un inocente. Ya no había camino ni luz en el punto en que nos encontrábamos. Nada recoge las palabras que se dicen en esos casos. El eco no devuelve nada. El miedo no dice ni sí ni no. Recoge todo lo que se dice, el miedo, todo lo que se piensa, todo.” (Celine, Viaje al fin de la noche). La cita aquí de este pequeño fragmento de la novela de Celine tiene una explicación. Estaba yo entre una y otra lectura de Adicciones y fobias y, libremente, sin anuncio previo de ningún tipo, apareció en mi pensamiento el título Viaje al fin de la noche. Tal vez porque el libro de Ricardo Herrera constituye, desde la portada, una singladura, un vuelo, un recorrido, en fin, un viaje, pero no al fin de la noche sino al fin de la nada, al fin de todo que es el comienzo de todo, desde el origen y en todas las direcciones que son ninguna o una sola. Habitar un no-lugar, que ES en sí mismo y no se nombra ni se encuentra en mapa alguno. Como hace el pez que se desliza a pocos centímetros por debajo del agua y de pronto brinca, salta dos o tres veces, y se sumerge en lo profundo. Conservar la naturalidad ante el temor, la duda o las vacilaciones. Recoge todo lo que ves, lo que se dice, lo que se piensa, y salta, sin moverte, sin gestos ni aspavientos. Y escribe eso que necesita ser escrito. “Soy la planta llamada Soy / el arbusto de nombre Otro” (p. 13), y entonces, de pronto, pareciera que lo que se dice proviene de un no-lugar que se identifica con un sueño: “Sueño que ella es mi mujer / Y no la esposa del tipo que bebe todo el día / Sueño que abre la ventana hacia el jardín / Y me avisa que la mesa está servida / Y abre la puerta / Y seca mi pelo / Y lava mis manos / Llenas de tierra y hojas” (p. 17). Solo un par de páginas después y sin ninguna prevención, aparece un texto largo en prosa bajo el título Lada llegando al país Bretón. El texto parece dar vueltas en pequeños círculos o acelerar en extensas rectas, y regresar por lo mismo o por una nueva divagación que no sabemos si avanza hacia algún lado o se aleja o se detiene o el automóvil sufre alguna avería. El Lada, aquel viejo auto ruso soviético que conocimos a mediados de los años 80, de mala calidad pero feo; el país Bretón que, sin bien pudiese ser una referencia al surrealismo, más bien nos avisa que aquel vehículo con desperfectos anda en busca de la lengua originaria del poeta de Gales, del poeta cachorro, del poeta que nos dice que la muerte no tendrá dominio; tal vez para preguntarle algo, o para invitarlo a conocer un volcán o, simplemente, para aprender a leerlo en su lengua. “Hacia la salida del mapa me dirijo” (p. 25), “Tampoco existen mis huellas en el barro … más allá se acaba el camino (p 27).
En Estructura de la Lírica Moderna, Friedrich sostiene que a mediados del siglo XIX, en particular con Baudelaire, comienza lo que él llama “despersonalización de la lírica”, pues ya no proviene de las pretensiones románticas de unidad de la poesía y la persona empírica. Siguiendo a Poe, Baudelaire llega a sostener que el sentimiento o la capacidad de sentir no le hace bien ni le conviene a las tareas poéticas, al tiempo de plantearse “la intencionada impersonalidad de mis poemas”.
En el primer texto, poema sin título, de Adicciones y fobias, se nos dice “ha sitiado una casa a la que debe asaltar, pero teme / Seré capaz de destruir esta casa desde el jardín? / Seré capaz de tomarla por asalto, sin ser visto, avanzando desde el silencio?”. Hay una fobia y hay una adicción en este fragmento del texto inicial del libro. La adicción de la Poesía, la fobia de la Poesía, “y con jeringa inyectando a los mirlos”. No obstante, como ya señalé, no hay relación aquí con los efectos de las sustancias, del alcohol o de otras drogas. Tal vez porque solo en la adicción y en la fobia del no-lugar y el no-yo se accede o se encuentra la posibilidad de ponerla y presentarla en palabras, de hacerla aparecer, un día cualquiera, una mañana o a medianoche, en un lugar u otro, cualquiera la luz, cualquiera el sonido; el hecho es que te das cuenta, el hecho, fugaz, es que lo sabes, y al instante dejas de saberlo. Como Bach, pienso, cuando escribe en el pentagrama la última nota de lo que será Las variaciones Goldberg.
Unas páginas después, ya situado, “este jardín es ajeno al tiempo”, “Yo mismo logré descifrar alfabetos / Que no pienso revelar aún a los de mi especie … Porque acá todos dicen YOYOYO…” (p. 10). De la trivialidad de lo real a una zona de lo misterioso, según el mismo Baudelaire, sin desconocer la posibilidad de la realidad como estímulo poético. “Allí el punto de arranque de la lírica moderna y de su sustancia corrosiva y mágica a la vez” (Friedrich). Yo agrego, de su sustancia adictiva y fóbica que sostiene aquel no-lugar en relación al no-yo, a la despersonalización de la Poesía, a la comprensión de un espacio, una instancia que contiene todos los océanos y cabe en la punta de un hilo dorado de las alas de la mariposa de Wittgenstein.
El no-yo tiene una jeringa, piel, palabras y tiembla. Ve pasar a la carrera, ve esos saltos, los breves y veloces brincos del conejo en el jardín, ajeno al tiempo que se esmera en cuidar. Ernst Jünger, en su libro El autor y la escritura, dice: “de la poesía sabemos tan poco como del camino de las hormigas, o sobre el molde de los dibujos sobre las alas de las mariposas”, y agrega: “un jardín proporciona más certidumbre que cualquier sistema filosófico”. Ya en los primeros textos de Adicciones y fobias leemos: “Restablecidos los circuitos entra en función el jardinero… Soy la planta llamada Soy… Antes de regar quiebro a propósito mis manos…” (p. 13 y 16).
En el poema Lada llegando al país Bretón, ese automóvil, esa lengua del poeta de Gales, un extenso poema en prosa, todo ocurre al interior de la Poesía. Esta es una idea que debe ser sostenida. El interior de la Poesía. El poema es la lengua, el poema son los labios, la mano, las sílabas, las palabras desorbitadas, sin embargo, alrededor, allí donde se lanza la red o se alarga el brazo y, con fortuna o persistencia o porfía, algo se toca, se alcanza, se ordena. ¿Qué no dejó dicho el viejo griego en su Poética, hace unas decenas de siglos? El arte, la Poesía, acaba lo inacabado, corrige lo que ha resultado fallido en la naturaleza de las cosas. Esta labor, esta tarea, solo se pueden realizar a bordo de un Lada hacia el país Bretón, hasta encontrar la salida del mapa, a sabiendas de que no quedan huellas en el barro.
¿Es posible la Poesía en una civilización comercializada y dominada por la técnica?, se preguntaba Baudelaire. Y entonces sus poemas y su prosa se encaminan lo más lejos posible de la trivialidad de lo real, hacia una zona misteriosa cuya sustancia será corrosiva y mágica. Herrera sigue este camino (¿o el camino lo lleva?), en una época nuestra que agrega, a lo ya preguntado por Baudelaire, la degradación y el deterioro de la comunidad y del sujeto, la implosión cotidiana de la cultura como modo de convivencia de una civilización comprada y vendida al mejor postor.
En Adicciones y fobias, Ricardo Herrera hace acontecer la Poesía, sucede la Poesía, se escribe y dibuja, se pinta y traza, se sueña y cae, mira y ve. Las aguas son profundas, los lechos de los mares se han secado, los bosques ardieron, y se escucha el silbido del Fío.
Ahora pienso que no es posible escribir poesía, la poesía es un-lugar-no-lugar al que te puedes acercar y mirar tal vez por encima del muro; que hay lugareños y merodeadores. Los lugareños son pocos, muy pocos, y de estos pocos solo algunos son auténticos no-lugareños, es decir, tal vez, habitantes permanentes. Los merodeadores sí son numerosos, cada día hay más, aumentan como un murmullo seco pero vociferante; son tantos que impiden la visión, bloquean el paso, venden miniaturas de palacios, pasan droga, comercian con entradas vencidas, ofrecen libros piratas de autores piratas en una ciudad de piratas; los merodeadores levantan nubes de polvo que huele mal, muy mal, que hiede. Y la desesperación te puede llevar al delirio, a esa alteración de los sentidos, a la adicción que es seguida día y noche por la fobia, y la palabra desesperación es hermana de la palabra desamparo. De esto se trata. Solo entonces llega el primer verso. Ricardo lo sabe, o nos hace pensar que lo sabe, lo que vendría siendo lo mismo.
Este libro de Ricardo Herrera está construido o encontrado a través de las múltiples y diversas capas melódicas de una pirámide invertida o en las ruinosas capas de la ciudad de Roma, las capas de la cebolla para hacer conejo escabechado; a través de las delgadas telas que dejan el cuerpo a trasluz, y el cuerpo es la ciudad o el lugar, el no-lugar, que se pone el sombrero, al tiempo que un pájaro canta en una jaula invisible o de tela. Al interior de este libro hay un cirujano que corrige lo que anda mal o completa la naturaleza, como habrá aprendido leyendo a Hipócrates y a Aristóteles. O, más bien, al interior de este libro hay un buzo táctico que envía datos, señales codificadas, mensajes secretos: “hay un pez que recuerda por última vez el azul mientras se revuelca en el buche del pelícano” (p. 85); “una gramática azotada por el lenguaje de los pájaros, el alfabeto cifrado de los escarabajos” (p. 83); “desde la mañana comienzo por entrar en la luz”… “por dentro” … “así funcionan las cosas en el arte” (p. 121); porque el autor sabe que se ha llegado entonces a este punto, la imposibilidad de decir; o el punto significa que decir algo es siempre una posibilidad, una especie en extinción, un sustituto, una aproximación; incluso, con frecuencia, un fallo que niega y borra. Sin embargo, permanece, recibe oxígeno desde la casa flotante donde lo esperan, porque ya saben que les ha dicho “una superficie es lo que necesito / Algo que no sea líquido pero mantenga el movimiento de las aguas” (p. 143).
Dicen que las adicciones son enfermedades; que el enfermo anda por ahí sin freno en busca de alivio y gratificación. Que las fobias son temores completamente irracionales (…a diferencia de los temores racionales, ¿estos serían saludables…?), frente a una cosa, una persona, algo; o la idea de esa cosa. Lo que no explican los especialistas es que una adicción puede convertirse perfectamente en una fobia perfecta, que una fobia puede volverse una adicción incurable. Buscar o intuir el poema, a la manera de Rimbaud, por ejemplo, a la manera de Rilke, al modo de Keats (quien, por cierto, está presente en el libro de Ricardo; ver página 143, el poema Sueño, cuyo verso final ya cité antes. Empieza así: “Soñé que era un pez / Pero un pez al que no le importaba nadar o comer”). O sea, tal vez ser adicto es ser fóbico, y a la inversa. Tal vez, solo tal vez, el poeta es unadictofóbico, la poesía es lafobiaadictiva; pero iluminadora, reveladora, o no es nada; como nos enseñó el imprescindible —para mí— maestro Pfeiffer. De allí el provocador título de este libro de Ricardo Herrera.
Y entonces, en el texto Tren Bala (p. 96), personajes, actores, objetos, extras, actuantes, refieren aquellas capas anteriores, esas telas de la jaula invisible, y dejan emerger desde el fondo o desde el no-fondo de lo imposible, eso que no alcanzan las palabras, apenas. Porque donde pone monte no dice monte, dice humedad, y donde pone humedad no dice humedad, dice conejo, sombrero, alfombra azul, y tampoco, sino Padre, Esto No Es Nada, y ciervo, espesura, musgo, jeringa, chomba, tortura, fogonero, maquinista. Y no sabemos si se trata de un tren japonés que corre a 400 kilómetros por hora, o es la Poesía que rompe la velocidad del sonido o traquetea como el tren valdiviano desde Antilhue, por las orillas del río San Pedro.
Álbum Tributo es una sección del libro que leo en conexión con otras posteriores: Millacura Jazz Band y El Inútil Premio de la Eternidad que, o bien dialogan con Álbum Tributo o responden, complementan, ajustan cuentas. En Álbum Tributo no se trata de pagar alguna deuda, ni nada; de lo que se trata es de cobrar, de hacer ver lo que quedó y está pendiente, todo aquello que pudo parecer y en realidad fue simulación e impostura o, en el mejor de los casos, buenas intenciones. El autor se aproxima al final de su libro y escribe (¿o es escrito?) desde la honda interioridad de ese no-lugar. Si hubo aproximaciones, bailes de estudio, golpes que se recibían en el mentón sin lograr penetrar la defensa, ahora se mira hacia atrás a los merodeadores y lo que debe ser dicho se encuentra con las palabras como quien, cuidador del jardín finalmente, tiene en su mano la raíz y el tallo, la hoja y los brotes de las delicadas y amorosas y coloridas telas que se despliegan cual árbol solo en medio del campo sin fin. “Pequeño toro sagrado / Pequeña vaca furiosa / Dios enano”. (p. 115).
Ejercicios de Estilo (p. 78) es una sección principal en el libro. Más que las peculiaridades y características del lenguaje del autor, lo que aquí nos sale al encuentro, al modo de Alicia de Lewis Carroll, es un conejo (¿o son numerosos conejos?) que huye o persigue o se oculta de un sombrero (¿o son varios sombreros?). Pero el sombrero atrapa al conejo, el conejo vomita, el sombrero rueda por el suelo, el conejo se inyecta dentro de una cabeza, el sombrero no protege la cabeza. Y, si no, el conejo es el estilo, el conejo es el único que se salva de morir, la zanahoria es el estilo, el conejo se enamora de una nube. Este texto, en coherencia con la estructura no lineal del libro, al ritmo de máquina voladora o tren bala o contemplación, al modo del no-cumpleaños anticipa, en realidad reitera a estas alturas, que o se escribe en la utopía o no se escribe; se rueda por el suelo y se avanza arrastrándose por el barro y bajo la lluvia de meteoritos, y se despierta como si se despertara de una feroz resaca, para, desde allí, por pura intuición, portar la palabra y llevarla a quien quiera, a quien pueda interesar, especialmente a quienes no les interesa lo más mínimo la utopía, ese no-lugar ni tedioso ni vulgar ni miserable, a diferencia del aire pestilente de cada día.
Precisamente allí se escribe poesía, se libera poesía, con Adicciones y fobias, y el Poeta es el soberano.
A la memoria de Hurón Magma
G.R./Santiago-Temuco-Santiago 2023
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Solorza.
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Acerca de "Adicciones y fobias", de Ricardo Herrera Alarcón.
Editorial Bogavantes, 2021
Por Guillermo Riedemann