Vuelvo a leer Carahue es China de Ricardo Herrera, como hace un par de años, en ese tiempo donde yo vivía en la Villa Igualilandia, un triángulo difuso entre Talca y el pueblo de Maule. Ahora vivo en uno de los callejones del sector Santa Rita, camino a Pelarco, paso a buscar mi moto eléctrica que dejo donde la señora de la carnicería y haciéndole el honor a la maldición de la Mona Lisa me tomo una foto con la nueva edición y se la envío a Felipe Moncada. Santa Rita también podría ser París -me escribe Felipe- mientras el aparato chino cruje y se destartala con el ripio, el polvo y el asedio de los hermanos Huenchuleo, tres perros malas pulgas que más de una patada en el hocico han recibido y que más de un hoyo en el zapato me han dejado. La última vez que nos vimos con Ricardo fue por ahí por el 2013, yo me iba de la Araucanía dejándole el cupo hacia una aventura en Santa Victoria, una escuela evangélica perdida entre unas lomas de Galvarino. En homenaje a ese trío de sostenedores (madre e hijos), los Huenchuleo, y a su infeliz mirada de ver la pedagogía como culto colonial, Ricardo escribe el poemario Santa Victoria. Voy por la ferretería y los Huenchuleo ni ladran. La imaginación sirve para viajar y cuesta menos y pienso que en las relecturas se reconstruye lo vivido, aunque uno ya no sea el mismo, aunque la corrosión de la carne y la contemplación desesperada del paisaje me cante que en algún momento dejaremos de estar entre el calor, las siembras de papas, las cebollas, los choclos y el vaivén de las hojas en las melgas de zapallos. Un par de bolivianos temporeros me saludan mientras llego al puente, también hay ojos achinados, cansancio y deseos de cervezas baratas para la noche. Santa Rita podría ser Cochabamba o San José, o tal vez una proyección de un Imperio Tihahuanaco en declive por la falta de agua del Titicaca. La imaginación sirve para viajar y cuesta menos -repito- mientras la moto avanza y yo retrocedo hasta el 2016, cuando me llegó por correos de Chile la primera edición de Carahue es China de Bogavantes. Era verano y con Alejandra y mi hijo fuimos al Chupallar (Linares) un lugar cordillerano donde aún existe el río Achibueno, que también pudo ser el Huanghe o el Yangzi, con sus montañas pintadas en acuarela y sus praderas atoradas de infinito. Arrendamos una cabaña, tiramos unas frazadas en la terraza y vi la noche en plenitud, estrellas fugaces, puntos que se contraían y se expandían, y satélites (en una de esas el Yaogan 39) vigilando la gran pelota humana. “Cuando bebas alcohol, canta” -me dije- y esa noche escribí estas ideas sobre el libro de Ricardo. Por comodidad literaria, y no atiborrar con pasado, ahora las sintetizo así:
Ricardo Herrera en Carahue es China instala a sus hablantes poéticos en un conflicto directo con su aldea: y esto es la lucha por mantener los ritos y tradiciones de una forma de vida anterior a lo que siempre y únicamente le ha tocado vivir, es decir, el predominio de la máquina que precede al dominio de la agricultura. Es el neoliberalismo y sus navajas -se podría decir- algo que para los hablantes encierra algo infernal: el hombre de negocios desplazando para siempre al artista. Frente a esta nostalgia de lo que nunca se ha vivido, pero que intuye es el llamado del camino, Herrera opta por abrazar la poesía. Sigue la idea de Carpentier cuando señala que la existencia estética de toda ciudad implica una preexistencia textual. Entonces construye un nuevo Carahue, donde tiene cabida una nueva posibilidad de hacer aldea, una nueva geografía de lo imaginario. Es en este punto del caos o fragmentación o hiper subjetividad de la aldea moderna, donde ésta le exige al hablante una necesidad de desarrollo epistémico de la enunciación ficcional. Es decir: la aldea le pide ampliar el registro lingüístico y asimilar técnicas discursivas que les permitan “justificar” esta necesidad de nostalgia. El hablante asume esta misión con éxito y es ahí donde se abre un espacio para sostener el ideario del libro. Es que en Carahue es China nos encontramos con una plataforma intertextual que logra distanciarse de las alusiones más evidentes a las grandes ciudades del pasado: Roma-Jerusalén, México-Tenochtitlan, por nombrar algunas. En el caso del hablante de Herrera, lo intertextual lo realiza entre Carahue (que al decir de Teillier es de esos pueblos de la Araucanía que son como guijarros o perdices echadas a la orilla del camino) y China, que es una civilización, imperio, una nación casi inabordable si intentamos definirla en forma sucinta. Entre la existencia de rasgos que aún en Carahue frisan lo premoderno y el desarrollo del hiper capitalismo oriental, el hablante levanta un puente sustentado en las tradiciones poéticas de ambos territorios y es ahí donde Carahue y China son escritos desde la contemplación del lar, desde la cosmovisión mapuche y su comunión simétrica con las especies y el minimalismo oriental, cuya sobriedad formal exige no alterar la visión poética del universo que ya ha sido regalado. ¿Pero de qué forma el hablante nos convence de que Carahue se ha tornado China? El vehículo son las visiones creativas del alcohol y el opio. En “Ampelo”, el poema que abre el libro, el hablante señala:
El infierno artificial del alcohol crea una ciudad
paralela, una ciudad subterránea o subacuática,
donde Carahue es China, Barcelona, Alejandría,
París o Namur.
Cabe señalar que Ampelo pertenece a la mitología clásica griega, es el hijo de un sátiro y un compañero-amante de Dionisio, del que se dice una vez lo transformó en un racimo de uvas para el disfrute de los hombres. En cuanto al opio, como dispositivo propulsor del imaginario, se puede establecer (siguiendo la pesquisa de elementos de cultura universal) una asociación con poetas como Baudelaire o como Thomas de Quincey, que en su célebre ensayo Suspiriade profundis nos regala estos espléndidos versos:
tú construyes ciudades y templos sobre el corazón de la oscuridad, fuera de la fantástica imaginería del cerebro, superando el arte de Fidias y de Praxíteles, superando el esplendor de Babilonia y Hecatómpilos, llevando “de la anarquía del sueño” a la luz del día los rostros de bellezas largo tiempo enterradas y los benditos semblantes familiares, limpiándolos del deshonor de la tumba.
El hablante de Herrera instala en el puente colgante de Carahue a unos poetas coreanos desconocidos fumando amapolas. Las “nuevas” familias chinas riegan las papas con chicha de manzana y en sus ensoñaciones confunden los humedales y las vegas con inmensas plantaciones de arroz. En el segundo poema (homónimo al título del libro) se plantea la constatación de una verdad incuestionable: de nada vale decirle a los nuevos habitantes que Carahue es Alejandría, Namur o París y que ahí también vivió Constantino y Michaux.
Para ellos no
Carahue es China
Carahue es una nube de opio entre los cerros
Otro elemento clave en este principio intertextual, que establece el hablante de Herrera, es la noción de la sobrevivencia de las tradiciones, el culto al recuerdo y a sus ritos. En el poema “Edificación de la muralla China” se relata la construcción del pastel de papas más grande del universo, una fiesta anual que se celebra hace ya muchos años en Carahue. El deseo es que este pastel adquiera las mismas dimensiones de la lejana muralla, como un intento de ser también inolvidable, perpetuarse en el tiempo por los siglos de los siglos. Que el pastel de carne molida llegue hasta Pekín o que se pueda ver desde la luna al igual que la muralla (ya se sabe que eso no es real) se puede aceptar como una irrealidad necesaria para creer en la eternidad. Pero a veces la verdad es menos rica en la ilusión, ya que la Muralla China sólo comienza a ser tomada en cuenta en el siglo XX, con la llegada de los viajeros occidentales, siendo ninguneada por Mao que la consideró un símbolo del feudalismo. Recuerdo, al leer los versos de este poema, una frase de Borges: “La vieja mano sigue trazando versos para el olvido”.
Una muralla de carne molida y puré que une Carahue con Pekín
y que puedes observar desde la luna
abrazado a Li Tai Po
Esta suerte de mecánica intertextual que opera en Carahue es China también se da en otro poemario escrito en la provincia de la Araucanía el año 2014, me refiero al Mapa Roto de Juan Wenuan (Editorial Del Aire). La necesidad de adentrarse en hechos de la historia mundial, para que los hablantes poéticos preserven una memoria personal, pareciera ser un pilar fundamental para estructurar ambos discursos literarios. En el caso de Wenuan hay una constante rebelión en contra de los límites que la memoria colectiva (manipulada por el poder) le ha impuesto a la cultura mapuche. La intertextualidad con otros hechos históricos se presenta como una posibilidad de expandir esos límites y generar lecturas alternativas. En el caso de Herrera el procedimiento es diferente, pues para salvar su memoria individual el hablante renuncia a lo social, símbolo de lo colectivo, el hablante da cuenta de un engaño y se vuelca a la exploración del paisaje y así encuentra, sin moverse de su aldea, un autoexilio que le permite seguir soñando la utopía de un territorio donde la poesía es un refugio, un imaginar sin horizontes.
Ahora estamos a verano de 2024, la moto Leko ha cumplido la función de dejarme en casa. Mañana, en un par de horas, volveré a ver a Ricardo Herrera. Román, nuestro gato, me saluda con desgano, London Calling, el gallo del vecino, se traga furioso unos trozos de pan. Comienzo la relectura, los poemas no cambian, el que ha mutado soy yo y de esa forma Carahue es China para mi cambió, y es por eso que atesoro cada verso que hay en él. A lo lejos el Descabezado se alza indiferente a los placeres de este pobre ser humano leyendo la imaginación de un poeta entrañable.
(Escrito leído en la presentación de la reedición del libro Carahue es China (Editorial Aparte)
Talca, verano de 2024).
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Volver a Carahue, volver a China.
Presentación de la reedición del libro "Carahue es China" de Ricardo Herrera Alarcón.
Por Claudio Maldonado