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El cielo siempre está en otra parte
(Sobre “El Cielo Ideal”, de Ricardo Herrera Alarcón. / LOM Ediciones, Santiago, 2013. 186 páginas.)

Bernardo González Koppmann

 


 


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“El poeta es un fantasma que entra y sale de la realidad”
RHA

 

I
Palabras que emergen de la niebla

Para leer este vasto poemario es imprescindible estar inmerso en un estilo de vida donde la urgencia del diario vivir no anule lo importante y esencial del ser humano. Un habitante hundido en el tráfago mercantil de la metrópoli va a tener poco tiempo y, acaso, malas correspondencias afectivas o antropológicas con esta poesía. Leer a RHA (Temuco, 1969), exige templanza, serenidad y abandono a las imágenes que sorpresivas y recurrentemente vienen a saludarnos.

Para empezar diremos que, el libro en comento, se divide en dos partes: “El cielo ideal”, la cual le da nombre a su vez al trabajo completo, de 57 poemas, y “Las mareas se alteran”, de 64 poemas, respectivamente. En el primer cuerpo RHA ausculta y reconoce un escenario en trance, que emerge del polvo que levanta el derrumbe del mundo conocido. El poeta, ante el apocalipsis en ciernes, o “ante el panorama inmenso”, como diría Carlos Pezoa Véliz, opta por recurrir a la poesía como la última utopía a que aferrarse, como la última tabla en el naufragio. Estamos hablando del “cielo ideal”, tema esencial de este libro, que vendría a ser como un cuartito de hotel donde nos podríamos cobijar a “conversar la vida” con los amigos muertos. En el segundo cuerpo, Herrera ya habita en ese universo que ha fundado con las ánimas de sus seres queridos que lo vienen a penar, en un vaivén inestable de dudas y certezas donde navega río abajo, hacia la mar del misterio.

Yo sitúo a este poeta en la frontera o margen de un mundo arcaico que se nos derrumba y que es permeabilizado por la revolución tecnológica en desarrollo, llámese globalización o como se quiera llamar, que vino a socavar los fundamentos éticos y estéticos del hábitat lugareño, de ese sur cada vez menos profundo, de un paisaje hoy por hoy urbanizado a todo galope, y del cual no sabemos a ciencia cierta si se sumerge o emerge de la niebla, tal como si se tratara de una escena de cualquier película de Tarkovski. Pero, Herrera no solo resiste al derrumbe de la cultura que lo vio nacer, sino que levanta en su voz, en su poesía, otro pueblo en trance de consolidarse; quizá no en la armonía de la aldea o en la campiña de la bella época, pero probablemente sí en un “cielo ideal” que, por el momento, dista mucho del arquetipo del paraíso perdido. O tal vez no; ¿quién sabe?: “Sueño que entro al cielo ideal y la Banda de Kien toca el blues más triste de la tierra / Y entre el humo y entre las últimas estrellas que parpadean / Los amigos muertos ríen más hermosos que nunca / Y hablan de literatura como si hablaran de una muchacha desnuda, con fe, con rabia / Como si de pronto de pura alegría fueran a matarse / Sin importarles si el otro escribe mejor o peor hablan y ríen los amigos / Y el cielo se va llenado de palabras que son ángeles”. (p. 59)

La poesía es, definitivamente, el cielo ideal de RHA. Es su amparo, su resguardo, ante el desplome del ethos consuetudinario y la desolación consiguiente; quizá el último estertor del peso de la noche. Probablemente, emerja otro ser humano tras la hecatombe más frágil, más temeroso, más dolido; pero, por lo mismo, más humano, más íntimo, más verdadero. En ese escenario, ahora intervenido e inestable, se traza esta propuesta.

Ante esta disyuntiva, el poeta apela a todo su bagaje o acervo poético, intelectual, para no naufragar en estos nuevos paradigmas intrusos que pretenden deshumanizar las formas de relacionarnos, en un tiempo de relojes desbocados donde los gestos, usos y costumbres se van modificando a la velocidad o lentitud que nos demoremos en apretar o no una tecla en el ordenador. Ni más ni menos.

II
Rasgos distintivos de esta poesía

Algunos rasgos que ya podrían ser recurrentes en Herrera, que se reiteran a lo largo de esta poesía, podrían ser el escepticismo como temple (“El espíritu desconfía de la poesía”, p. 25; “La mujer ya no cree en las palabras”, p. 35); la metapoesía como técnica bastante usual (“Ciudad gótica”, p. 17); la cultura cañera como ámbito, refugio o limbo desmoronándose en espacios otrora acogedores (ver poema “El bar”, p. 24); la desmitificación del mundo conocido como propósito declarado (“la realidad se cansa”, p. 67); la lucidez y capacidad de asombro intactas para reciclar las utopías en medio del debacle (“Siempre quisimos una patria (…) / Una patria donde morir tranquilos / Una patria que no fuera una cabeza degollada (…) / Un desaparecido volviendo del mar / con un choro enredado entre los dientes”, p. 29); la fusión de disciplinas artísticas y géneros literarios, con frecuentes referencias especialmente a cineastas, pintores y escritores afines, sin caer jamás en el culteranismo (ver “Perspectiva”,por ejemplo, poema dedicado a su padre, p. 175); el deconstructivismo de Jacques Derrida como estrategia o lectura postestructuralista del nuevo lenguaje (“El problema no es el tema sino el tratamiento”, p. 30); el buen uso, atinado y prolijo de innúmeros tropos y recursos literarios varios, a saber, la intertextualidad, la paráfrasis, figuras surtidas como hipérboles, personificaciones, metáforas por doquier (“Sé que las hojas dentro de la ponchera se han convertido en peces a esta hora de la tarde”, p. 83), y, por último, esa manera de concebir la obra donde todos los textos se potencian al imbricarse, pero manteniendo a la vez cada uno de ellos su propia autonomía, como seres casi biológicos, al decir de Gustavo Becerra, que viven y se solazan en la mutabilidad de las palabras. En suma, una obra bien concebida; solida, madura, necesaria.

Precisemos, ahora, qué entendemos como “obra bien concebida”. Sinceramente, hemos constatado cómo elabora cuestiones metafísicas, de alta filosofía, con palabras humildes, materiales del realismo sucio o cotidiano. Al leer, por ejemplo, “La sábana” (p. 36), comprobamos que por esta poética Carver anda, sin duda, más presente que Bukowski, como Teillier se nos asoma más que De Rokha, ya que el poeta Herrera tiene harto, bastante diría yo, más de contemplativo que de hombre práctico, más de imaginativo pueblerino que de metafórico academicista, más de transeúnte de a pie que de copiloto o piloto de una 4 x 4. Su lenguaje es coloquial, no experimental. Utiliza palabras sencillas, versos claros, transparentes, que toman vuelo por la pulcritud y precisión de las imágenes, por lo inusitado del desenlace - que nos sorprende, sea dicho, en estas páginas - cuando colisionan las fuerzas opuestas de la naturaleza creando “algo” nuevo que solo el poeta capta, y también nos cautiva su rúbrica por lo elemental humano que aquí habitualmente trasciende a la anécdota.

Respecto al temple de ánimo, en “El cielo ideal” nos encontramos con un hablante siempre escéptico, en permanente fuga hacia otra realidad descascarándose, y así sucesivamente, una y otra vez, volviendo a crear y destruir imágenes como en un génesis permanente. Curioso. Diera la impresión que el poeta Herrera nunca pisara tierra firme, que se maravillara viendo el ir y venir de las cosas, sus formas y sus significados, en una dialéctica histórica y materialista - pero, también, en su acontecer opuesto atemporal y metafísico - sin desenlace posible a corto o mediano plazo. Deconstruccionismo lo llamarían a esto los que saben; sí, aunque habría que agregarle la sapiencia y el empirismo consuetudinario del bardo, que ha tenido la maña de desenredar los arcanos impenetrables con un estilo de vida y una escritura contemplativa, casi taoísta diría yo, local, territorial, sin dejarse vencer por el centralismo que todo lo usurpa y desnaturaliza. He aquí un botón de muestra: “Observo a la distancia la teoría del vuelo / Que dibuja una rama donde el ave descansa / Una rama sin árbol / Sin paisaje de fondo: / Rama y zorzal aparecen y desaparecen / No hay viento.” (p. 114). Por estos razonamientos anotados con lápiz mina a orillas de los poemas y por otros que nacen mientras ordeno estos apuntes, asevero que este libro es realmente notable.


III
El poeta como ser humano

RHA abarca temas de la literatura universal con una espontaneidad que abisma. Dialoga con novelistas y bardos de distintas épocas y latitudes como si estuviera en una taberna de Nehuentúe, Carahue adentro, atracándole a una pichanga de queso fresco con aceitunas láricas, discutiendo con poetas de las inmediaciones, (disculpen que sonría), mientras los espíritus amados, como presencias invisibles, vuelven a brotar desde el fondo de las copas. Por ejemplo, parafraseando a Jorge Guillén, como si éste estuviera de cuerpo entero en la cantina de rigor, le espeta: “Todo lo que tuve lo perdí y no regresó con ningún ave / con ningún pajarillo.” (p. 149).

En versos aparentemente triviales, a la manera de la poesía cotidiana, Ricardo desmenuza sesudos paradigmas contemporáneos: la cuestión social desencantada; el escarnio del materialismo vulgar hacia los marginados, cada vez más indignados; los iluminados del arte, que todo lo creen saber, en contraposición a buceadores intrépidos que se aventuran en otras cavernas - conscientes y subconscientes - del lenguaje; el mito de la religión deshumanizada; la decadencia de los íconos fundamentalistas; la falta de líderes carismáticos, y el surgimiento, en lugar de aquello, de un cielo ideal, parecido a la calle del comercio de una aldea metafísica, surrealista, mística, reencantándose con una nueva visión o mirada que coloque las cosas en su lugar. Se trata de entender a la primera que los bueyes deben ir delante de la carreta, así de simple, y que los gestos rehaciéndose después de la derrota, resucitando el amor perdido, la novia suicida, el amigo desaparecido, hasta la próxima muerte y el próximo renacimiento, nunca dejarán de acontecer. Y así, sucesivamente, hasta el infinito. Leamos un fragmentos del poema “Calle Pedro de Valdivia”, que nos viene a abrigar, a prestar ropa providencialmente para justificar estas divagaciones: “Ella pasa por esta calle esquivando las hojas secas / El viento de esta calle tiene olor a pinos silvestres / Tiene olor a ginebra y prietas / Estoy rodeado de cañas y de alcohólicos / Que se rascan la garganta cuando me saludan / En esta calle hay una botillería dos bares una carnicería una fábrica de muebles un local / De comida chatarra, un cíber / Es el barrio industrial de la aldea (…) / Ella recorre  esta calle y luego entra a mi casa / Y se aloja en mi corazón extendiendo las alas.”  (p. 106). “Ella” obviamente, a todas luces, es la poesía.

Estimo sí, y en esto arriesgo demanda, que hay una cierta dureza, una incipiente violencia sexual, de género, en algunos textos; actitud lírica, en este caso, arrebatada que destempla algunos versos que podrían ir más allá de un mero ejercicio provocador. Me refiero a los poemas “Beatas” (p. 13) y “El libro prohibido” (p. 63), en la concreta. He intentado interpretar dichos poemas de una u otra manera, pero siempre remato con el ceño adusto y no me encaja ese talante con mi concepción de lo femenino. Motivos tendrá Herrera para relacionarse con la mujer de esa manera. Valga recordar aquí, eso sí, que el poeta en nuestra época debe batallar inmerso o, francamente, en contra de una cultura de la decadencia, donde lo contemporáneo a veces se expresa en comportamientos y manifestaciones individualistas tales como consumismo, adicciones, materialismo vulgar, farándula masiva, escepticismo político y religioso, vacío existencial, nihilismo, desintegración del sujeto social, atomización de la sociedad, pan y circo, ironía, indiferencia, apatía, etc., todo lo cual nos lleva a conformar una sociedad desigual, discriminadora, excluyente y sin rumbo definido. Urge tomar conciencia para contribuir a los cambios que nos restituyan la dignidad de seres humanos libres y soñadores, antes que sea demasiado tarde. En este contexto, al poeta solo le cabe escribir como un alucinado; hablo de un verdadero poeta, a la manera de Herrera, quien trabaja la poesía y su existencia como transgresor, rebelde, maldito, paria, desadaptado, ángel, visionario... “El poeta es un fantasma que entra y sale de la realidad.” (p. 161). No encuentro otra razón para entender aquellos versos huraños, irritables, ariscos.


IV
Conclusión

El tratamiento de esta palabra o discurso poético, de este “hablamiento”, en definitiva, que se va desmenuzando a través de “El Cielo ideal”, nos aguacha el alma con un tonito original, cantadito, sureño, lleno de giros coloquiales donde se aprecia humor, ironía, desencanto, pero, por sobre todo, poesía, poesía de los cuatro puntos cardinales. Lenguaje sencillísimo, reitero, y he aquí su acierto, que nos pasea por las inquietudes existenciales más inescrutables con una naturalidad de pájaro en el aire. RHA ha incorporado a su voz imágenes plenas de un raro simbolismo o surrealismo rural, campechano, donde nos hace meditar en nuestra existencia con un hondo humanismo colmado de anécdotas o escenas del entorno inmediato. La simplicidad elemental de los objetos que rozan su canto, además de los gestos llanos, francos, a la intemperie, de las criaturas espontáneas que habitan en sus versos, desenmascaran nuestro argot contemporáneo: “El viento es por naturaleza surrealista y el pelo de la mujer que amas en el viento es el / Surrealismo en estado puro / Aguardiente del surrealismo en los labios que te tocan / Del resto diremos realismo sucio / Jazz fusión / Vaporcito que sube del té o el agua perra.” (p. 79). Admirable equilibrio entre lo culto elaborado y lo espontaneo natural, que solo algunos poetas logran alcanzar por estos días en sus imágenes.

Por lenguaje manejado con destreza; por imágenes sorprendentes, rotundas, plenas en sus opuestos conjugándose, que originan un nuevo ser haciéndose en la niebla de los silogismos, como acabamos de comprobar; por tema, motivos y tópicos insólitos; por lograr levantar una propuesta poética autónoma, inmersa en una vasta cultura que lee con ojos de poeta avispado, canchero y lúdico - a medio filo, entre lárico y creacionista, futurista neorrural, fantástico del realismo sucio, postmoderno de la aldea, tradicional y vanguardista simultáneamente, surrealista de los caminos de tierra, intimista y social suelto de cuerpo, o sea, exteriorista, poeta de lo cotidiano inexistente, espectro de los bares místicos; en fin, bardo a tiempo completo que de seguro se suicidaría si no le dejaran escribir sus visiones -; además, en fin, por andar andando con hechuras humanas, fraternas, comunitarias, en la medida de lo imposible, porque sin humanidad no hay belleza que salve; por todo esto, digo, la escritura de RHA se nos revela como una voz solvente, sólida, madura. Acosar esta obra, meditarla y sacar nuestras propias conclusiones es, ciertamente, un curso intensivo de la mejor poesía chilena de siempre. 


Talca, Otoño 2015.



 



 

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