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El eterno retorno de la oscuridad
Presentación en Temuco de Para matar este tiempo, de Guillermo Riedemann
Por Ricardo Herrera Alarcón
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Matar el tiempo es malgastarlo, perderlo, a la espera de instantes mejores. Se mata el tiempo en la antesala de un bus o avión, de una cita o porque no se tiene nada importante que hacer. Se le mata caminando, pajaroneando harto, real o virtualmente. Matar al tiempo es distinto, es querer anularlo, borrar la grieta que trazó en nuestra vida, esa herida, ese relámpago de terror, esa lluvia ácida. Se escribe muchas veces para matar el tiempo, flâneur o mendigo callejeando o arrojado sobre un camastro, apasionado o asqueante, todo una lata o una maravilla o todo preso en una calma preciosa de la cual debemos liberar ese todo a través de las palabras. Matar el tiempo escribiendo para matar al tiempo. Ese es el trabajo que acometió Guillermo Riedemann. El resultado es un texto que incorpora el libro original en una primera parte titulada 1983 (año de la primera edición), y un conjunto de textos inéditos, en la sección titulada 2018. Entre ambas transita la historia de un país en dictadura y un país que volvía a una tímida democracia tutelada por los mismos poderes económicos, políticos y militares que la destruyeron en 1973.
Esa es la paradoja que todos vivenciamos en los noventa y que todavía persiste: la democracia amparada por el poder cívico militar que traía un nuevo ingrediente, el más doloroso y traumático: los otros, los que fueron exiliados, torturados, los enemigos del sistema, eran quienes ahora administraban el pedazo de fundo que se les entregó. Y en esa administración, que se llamó transición democrática, ocurre la película de terror, esa colosal superproducción en la que todos hemos trabajado, para citar a Ernesto Cardenal, un poeta que sobrevuela los textos de Riedemann. También Rugama y Dalton y la poesía social latinoamericana de los sesenta y setenta. Era la poesía que se leía en esa época y a través de ella o junto a ella se leía también la poesía latina de Catulo y Marcial y la poesía inglesa, cuyo tono conversacional contrastaba con el surrealismo, lo metafísico y la épica revolucionaria que dominaron la poesía chilena por lo menos hasta la década del cincuenta y sesenta. Luego vendría Parra y su trabajo de erosión de estos cimientos. Pero la poesía civil de Reidemann, la fusión de crítica social y erotismo, la ironía y el lenguaje llano, la dislocación de los paradigmas de los grandes discursos retóricos con los cuales se intentaba hacer frente a la oscuridad del periodo, la extrañeza que provocan ciertos textos (a veces apenas una o un par de líneas) que semejan frases hechas a priori para distanciarse de lo lírico y parecer más bien paladas de tierra o avisos clasificados, todos esos mecanismos de construcción poéticos que están presentes en PMET no vienen de Parra, sino más bien de la poesía epigramática, de un oído atento al lenguaje de la calle, sí, pero no de la bufonía literatosa sino de una urgencia más vital que intenta unir la reflexión metapoética con la crisis social.
Llevo algún tiempo haciéndome viejas preguntas que creía añejas e irrelevantes o ya canceladas, pero que han vuelto al observar el panorama poético reciente. Es la pregunta de a dónde quieren llegar los poetas o hacia dónde se dirigen, qué lectores o qué lectoras están construyendo, cuáles audiencias, quiénes son o cuál es, en última instancia, el objeto de sus deseos escriturales. Lo he dicho en otros momentos: pienso que la poesía se ha transformado en una escritura para pares, en un braille gastado, en un lenguaje de señas en una pieza llena de humo. Los tirajes son quizás un síntoma: 50, 100 ejemplares. 300 o 500 en el mejor de los casos. No es la culpa de los poetas o de las editoriales independientes que los publican. No es tampoco la culpa de los lectores que suponemos inexistentes o despreocupados o en otra. Ustedes ya lo saben, ya conocen la respuesta. Son todas las alternativas que están pensando: el sistema que fomenta una miseria espiritual que hace superfluo el allegarnos a (ya no adquirir siquiera) bienes culturales. Es cierto que somos extras, engranajes de un proceso kafkiano, donde se nos obliga a no tener memoria. La dictadura trató de borrar nuestra identidad social y cultural a través del exterminio físico, la desaparición, el exilio. Borrar de nuestra memoria lo que éramos e instalar un sistema que en sus mecanismos de control nos obliga a no saber lo que somos. Dice Piglia: “La tragedia de K (lo kafkiano mismo diría yo) es que trata de recordar quién es. El proceso es un proceso a la memoria”. En eso andamos, intentando no olvidar el horror, y para eso este libro de Guillermo es una prueba contra la locura, la mentira cotidiana de los mass media, la violencia del sistema.
Así también hemos asistido al despertar del odio que suponíamos desterrado. Reaparecen los cómplices del horror vestidos con el ropaje del demócrata. Estos personajes son los que deambulan por el libro de Riedemann, continuando este proceso eterno contra nuestra memoria: los jóvenes de Chacarillas, ahora ministros de Estado, el capitán Planeta apuntando con su dedo, la Princesa hija de general demócrata y su amiga la hija de general rastrero, los Escalona, los Correa, los Aylwin, toda esa fauna que cambió el lenguaje y cambió la ideología por el lobby, la decencia por los dólares, la dignidad por el poder.
En un lejano país en la galaxia hace muchos años el estado editaba libros de miles de ejemplares, en colecciones baratísimas que los obreros y las personas más humildes podían comprar y leer. Parece ciencia ficción. Nos cambiaron el país. Las personas y el paisaje. Todo lo robaron, privatizaron o vendieron. O lo devolvieron contaminado, sucio, no retornable.
¿Cuánto debe renunciar un libro para dejarse leer? ¿Cuánto debe claudicar un autor para hacerse escuchar? Nada. Absolutamente nada en pos de la claridad, como siempre. Hablo de otra cosa. Hablo de las políticas de difusión, de la creación de audiencias, hablo de los puentes entre autor-obra-lector. Y que no se pida a los escritores ser el promotor de sí mismos como mimos en un circo chamorro o predicadores en el paseo Bulnes de Temuco o pingüinos en el paseo Ahumada.
Pero creo que libros como PMET reclaman audiencias más vastas que las acostumbradas, debe ser leído en salas de clases y espacios abiertos. Es un libro clave. No lo conocí en su tiempo, como a otros que son ya parte de ese contexto. Lo leo ahora. Toda tradición es clandestina, dice Piglia también en Formas breves. Cito: “Toda verdadera tradición es clandestina y se construye retrospectivamente y tiene la forma de un complot”. Y luego señala en relación a la obra de Arlt: “Sus libros han terminado por cifrar su forma futura”. Yo creo que sí, que siempre existe un río subterráneo, semi oculto de obras no leídas. Y que esas obras dialogan entre ellas en espera de sus lectores. Y van formando una tradición alterna, paralela. Lo que Lloró llama la región secreta o el canon oculto de la literatura chilena, en la introducción de Sombra y sujeto, de Jaime Rayo. Es una zona interdicta, muchas veces una selva que complica y complejiza los dichos de la cultura oficial o la crítica instalada. Es un complot en la medida que estas obras, sigilosamente, van destruyendo las retóricas del silencio, sin un programa común, solo la calidad y el riesgo. Sin otra estrategia de lucha más que dejar pasar el tiempo. El lenguaje de 1983 prefigura el lenguaje de 2018, no solo como una consecuencia semántica o de estilo, sino por su tremenda actualidad.
1983 es el registro, casi un diario, de quien no soporta la dicotomía entre poesía y vida. “La poesía debiera ser algo entretenido/ Que sirva para matar este tiempo/ (…) Poesía sin palabras difíciles/ Fácil de entender para todos los analfabetos”. Lo que puede parecer una ironía, creo que no lo es. Y es el antecedente de lo que Riedemann, a partir de su libro Hombre muerto (2007), ha denominado “poesía menor”, una escritura que no aspira a la grandilocuencia del yo, que tiende a minimizar al hablante y la figura del poeta. Una poesía que se ríe, no sin cierta amargura, de la trascendencia y “la triste melancolía de envejecer”. Es lo que dice también el poema 80 de PMET: “Se solicita al lector/ No tomar demasiado en serio al poeta/ El poeta suele inventar historias/ Oscuros sueños pasan por su cabeza/ No poner las manos al fuego por el poeta/ Tal ingenuidad podría resultar fatal/ Al fin y al cabo la poesía debiera/ Hacernos pasar un rato agradable/ No creer lo que el poeta dice/ Esas manchas de sangre en la pared/ Aquellos ojos ahogados en llanto/ Son pura imaginación de una mente afiebrada/ A veces el poeta hablará del amor/ Dirá de un hogar bajo el sol/ Y junto a la puerta un niño que aún sonríe/ En el vientre de su madre/ Pero no son más que palabras sin sentido/ Se solicita/ No despertar al poeta de su sueño”. El hablante cuestiona la eficacia y la necesidad de hacer poesía en un contexto que parece demandar otras urgencias. Es un poema clave de 1983. Los estereotipos del vate (sangre y suicidio, sueño e irrealidad, llanto y tristeza, amor/hogar/madre, evasión e infancia, por ejemplo), quieren dejar al desnudo la inutilidad de estos quehaceres. Pero al mismo tiempo es una apuesta por esa duda, que se sostiene en todo el libro.
El carácter metapoético de una buena parte de estos textos es también cercano a la conciencia del oficio que presentan otros escritores de su generación y que dialogan con el entonces poeta Esteban Navarro. Es un tono que comparte con Eduardo Llanos, Alejandro Pérez, Jorge Montealegre. Algo de esos niños que piden pan y no dejan escribir los mejores poemas sobre el hambre, esa tensión entre la tranquilidad del barrio y la casa y la irrupción de una pobreza que tensiona justamente la validez de la experiencia escritural y la desnuda como un artificio incapaz de dar en el centro de la realidad (presente en el citado “Alta Poesía”, de Montealegre), es lo que recorre los textos de 1983. Existe en ellos una lucidez para reírse de sí mismo y señalar los límites de un arte que se oficia no sin cierta vergüenza, en la vieja disyuntiva entre arte y revolución. Ocio increíble del que somos capaces, dirá Lihn, en Mester de Juglaría. Es la manera también en que Guillermo duda entre la escritura o la acción política, oficio de dudosa eficacia frente al dolor y el desastre cotidiano de vivir bajo los años de oscuridad.
En la sección 2018 el hablante viaja hacia la eterna noche de la posdictadura. Pero esta no es una escritura en la medida de lo posible, no existen conciliaciones ni prebendas. 2018 ilumina el contexto de 1983 para advertirnos de su cruel actualidad. Hace mucho tiempo que no leía poemas en los cuales se mostrara con tanta crudeza la maquinaria de exterminio del sistema. Eso provocan los poemas 82 y 83 de esta segunda parte, construidos en torno a la figura del militante rodriguista Ignacio Valenzuela, su crimen y luego la exhumación de su cadáver. Durante la lectura de estos poemas, volvieron a mi mente esas imágenes de los cadáveres en la calle en las páginas de Apsi, Fortín Mapocho o Análisis. O la cara de Jécar Nehgme lleno de sangre, tirado en una vereda, el 4 de septiembre de 1989, cuando ya creíamos que no se podía matar a nadie más en este país. Cito el poema completo:
82
Está tan azul el cielo ignacio
Extrañamente azul en pleno junio
Hace frío sí y tos y desamparo
Qué haces allí tirado con la sonrisa
Hecha pedazos qué te hicieron desnudo
De espalda en el pavimento la cara rota a tiros
Y las piernas y el pecho y los pies incluso
Qué hacen esos hombres inclinados sobre tu cuerpo
Miran tu sangre tu ternura que ha quedado allí
Fuera de tu piel y comparan tu rostro con una fotografía
Miden la distancia que te separa de la calzada
Ahora que el futuro se ha vuelto tan distante
Alejan a los curiosos parecen serios
Pero están tranquilos ellos inclinados sobre tu cuerpo
Está tan azul el cielo tan azul
Que decides ponerte de pie y así desnudo
Partes caminando lento con calma sin mirar atrás
Pasas junto a la casa de tu madre
La besas en la frente ella te dice abrígate hijo
Cuídate este invierno tú pareces no escucharla sonríes y te vas
En el camino recoges tu citroneta
Recoges a tu hijo recoges a tu compañera
Desnudo como vas nadie te mira sin embargo
Y cruzas calles y semáforos bajo este cielo tan azul
Es pleno junio tan azul el día bajo este cielo azul
Que incluso morir sería hermoso
Doloroso injusto tristemente hermoso
Como mueren los hombres y nada más ignacio.
Riedemann hace el trabajo sucio con este libro: escribir de lo oscuro, lo feo, lo horrible, como quería Pezoa Véliz. Y como Pezoa, es capaz de incorporar en ese horror una extraña ternura, una melancolía que nos vuelca hacia lo más profundo de nosotros mismos. Si algo debo agradecer a la lectura de este libro, y de toda la poesía de Guillermo, es que me hace volver a ser el joven que alguna vez fui y me hace volver a la rabia, al sueño, a la creencia de que no me han derrotado. No nos han derrotado: “Volver a los 17/ Y marchar por las calles/ Con los estudiantes/ Y soñar que todo puede/ Ser de otro modo/ Y cantar con las mejillas/ Rosadas de frío y alegría/ Y no temer a la policía/ Que levanta sus palos/ Amenazantes/ Y desafiar al futuro/ tan peinado y pulcro/ Volver a los 17/ Y amar por primera vez/ Como si fuese la última/ Y saber que una vidriera/ No vale más que una sonrisa/ Y envejecer de nuevo/ Felices ahora/ De haberlo hecho”.
Guillermo Riedemann, en síntesis, escribe el eterno retorno de la oscuridad, ese tiempo que no parece querer morir y en el cual está atrapado un país entero. La poesía de PMET es exteriorista, situada, conversacional, irónica, amorosa, social, política, epigramática, confesional, pública e íntima, poesía lúcida que en una primera parte (1983) se llena de ironía y reflexiones sobre el oficio poético y sus posibilidades de representación de una realidad caótica. Y en la segunda parte (2018) se hace confesional, dramática, siempre imprecatoria. Esta edición ilumina nuevas zonas y enriquece ese diálogo profundo de nuestra poesía cívica y social, que tiene en Guillermo Riedemann a uno de sus más hondos y lúcidos exponentes.