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Lugares sagrados y sueños en la poesía de Hurón Magma

Por Ricardo Herrera Alarcon


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Si la poesía de Hurón Magma fuera un lugar para habitar, digamos una casa, sus ventanas nos dejarían ver un jardín y un poco más allá una pradera y a lo lejos un bosque, un bar, la imagen brumosa de un país devastado, la imagen de una mujer que cambia de rostro mientras conversa con los colores que estallan, con las cascadas, con los peces, con los seres humanos más sencillos que pueblan sus libros. Los poemas servirían/sirven para medir la distancia entre nosotros, sus lectores, y la visión o los sueños. Los poemas, a veces, serían/son delgadas líneas aparecidas entre el silencio, las dos vías de un tren que se extienden por la página en blanco (quizás) o los senderos por donde corren los conejos o los surcos por donde el agua del molino decide escapar. Una invitación a perderse en un laberinto, una mitología sureña, una fábula que no pretende transformarse en moraleja, sino en un relato que podríamos/podemos repetir los días de lluvia, cuando se busca la intimidad del hogar y los seres queridos. “Hurón Magma nos ofrece estos poemas para soñar junto al brasero”, decía Elicura Chihuailaf en el prólogo a El árbol de los sueños, el año 1998. Y es un poco la invitación de, por lo menos, un sector de su poesía: incitarnos a soñar en medio de estas ciudades que parecen enfermas del alma, estas ciudades que crecen desmesuradas mientras sus habitantes se vuelven más pequeños, más leves e insignificantes.

El primer libro de Hurón, Palomas de lluvia, fue publicado en 1985, cuando el autor tenía 25 años y vivía en Temuco. En él los símbolos de la paz y el agua, la libertad y la lluvia, conviven con la contemplación y el ocio que supone la escritura. Las palabras se deslizan con la tranquilidad de un domingo donde la vida transcurre entre la música de las cantinas de barrio, los amigos que partieron al sur o la mirada al estero desde un viejo puente de madera. Es la poesía más íntima de este libro, absolutamente cómplice de su entorno y cuya misión es registrar el lento avance del día (o el tiempo) sobre las cosas y los seres que la circundan. Un hablante que pone a funcionar todos sus sentidos para dar cuenta de ese puente entre su intimidad y el mundo: sonidos, colores, olores, como si las palabras quisieran ser un agua o una enredadera que va cubriendo la realidad, que la revela. Y también la oculta. Porque hay otro elemento central que caracteriza a un autor que escribe en medio de la violencia de los años ochenta: la muerte, la desaparición, el miedo. Poesía del encantamiento de lo cotidiano, podríamos decir, pero también de la oscuridad de ese cotidiano. Gran parte de esta ópera prima la configuran esos poemas del desgarro, donde los lázaros se levantarán de sus tumbas, donde el dólar es un dios todopoderoso, donde quien enuncia se hace él mismo un exiliado o desaparecido: “No le digan / a mi hermano / que yo he muerto / que me han ido / al exilio / sin mi cuerpo / no le digan / a mi madre / que no vuelvo / no le digan / a mi padre que / me han muerto”. La musicalidad del verso corto le imprime a los textos un ritmo particular no solo en la lectura en solitario, sino también en aquellas lecturas públicas que hacía Hurón de ellos y esa musicalidad y ese ritmo se acoplaban de una manera perfecta frente a un auditorio que reclamaba un espacio de diálogo y de encuentro que la poesía cumplía, muchas veces, en estas jornadas en universidades, en peñas o en plazas y calles.

Palomas de lluvia es la síntesis de estas dos visiones: la del mundo personal que se extiende hacia las cosas y seres inmediatos, que constituyen un microcosmos que la poesía de Hurón profundizará en años posteriores, y el universo político que hace suyas las banderas de la gran tradición de la poesía social chilena, colindante en este caso con la lírica de Patricio Manns, de Neruda, de sus compañeros de la generación del roneo.

Bajo otro cielo (1987) es una plaquette publicada en Cipolletti, Argentina, durante un festival de poesía al que fue invitado el autor. Pese a los esfuerzos realizados, no hemos encontrado ejemplar alguno de esta edición. A la luz del recuerdo de su lectura, este volumen contiene poemas de largo aliento caracterizados por el tono político y de denuncia, que dialoga con el agitado momento histórico. Varios fragmentos de los poemas extensos allí contenidos se incorporarán a su siguiente libro.

Pasará una década para que el poeta, ya avecindado en la precordillera de Cunco, nos entregue El árbol de los sueños (1998), publicado por las Ediciones del Centro de Extensión de la Universidad Católica de Temuco. Compuesto de dos partes, la primera se concentra en las visiones de ensueño que caracterizan al hablante y que giran en torno a la figura de una mujer que aparece ya desde el primer poema (“Paz”): “Amó Isabel / y se humedecieron sus senos. / Todo quedó tranquilo: / las torcazas hacían el amor en los tejados / y los gorriones robaban las cerezas del patio”. Este hacer partícipe a la naturaleza en la fiesta amatoria es una característica de este libro. Es una visión panteísta en que el mundo, la realidad, los elementos circundantes son una extensión o expresión del amor: se ama a una mujer y a través de ella se ama al mundo. O por ella la naturaleza se hace encantamiento y revelación: “El último viaje / lo haré por entre los pinos / en silencio, / en la punta de los pies / para que la noche se haga la sorda / y no viole el encanto de tus ojos” (“Viaje”). Es un sujeto que une cuerpo y naturaleza, amor y elementos cotidianos, en un movimiento que va y viene: el cuerpo femenino como una extensión del paisaje: “Sumirme en la plegaria de tus sueños, / llegar a lo profundo e infinito / cabalgando en tus colinas como un loco, / perdiéndome ciego en tus orillas, / mujer engendrada por granizos / de eternas oraciones y de luces, / amarte en la raíz de mis arterias, / fundirme en el abismo de tu boca” (“Plegaria”). La mirada está siempre situada en la destinataria, pero también atenta a lo que sucede alrededor, a través de un erotismo que le hace decir: “tus quejidos despertaban a los pájaros / y el tazón de leche sobre la mesa / se llenaba de nata” (“En este rincón de mis manos”).

La segunda parte de este libro, titulada “Hojas de homenaje”, despliega distintos poemas que expresan admiración y cariño hacia personajes literarios y no: Jorge Teillier, José Donoso o Yosuke Kuramochi, entre los escritores, conviven con los nombres de Luisa Noemí, Carmina Arcos, Juan Miranda Ibarra o Basilio Gallardo, en breves textos que permiten reconocer algunas de las filiaciones literarias de Hurón, como también siembran el misterio por esos seres desconocidos, pero que intuimos parte esencial de su mundo.

La figura de esa mujer que era centro fundador de la realidad y la naturaleza vuelve en Los cuentos de Ariadna y otros poemas (Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2009), sin que exista la realización amorosa, sino la eterna huida de esta figura por los laberintos de la imaginación, el bosque, los mitos y la fábula. Ariadna es un ser inquietante que funda una mitología del bosque como lugar de encuentro y pérdida, una metáfora de la realidad en la cual nuestros sueños se deslizan como aerolitos en un universo vacío y oscuro. Ariadna es una mujer, pero también un símbolo de la utopía, los sueños, la libertad, nuestras ítacas personales, nuestro espejo trizado. En esta fábula donde los ríos se elevan y los árboles hablan, uno de ellos dice en un poema: “Si Ariadna es todas las flores / todas las mariposas / si Ariadna son los sueños escondidos en nuestra savia / si Ariadna es la libertad / que cabalga sobre el río que cruza nuestro verde corazón / entonces Ariadna es parte del bosque”. La idea del bosque como centro del mundo, que se repite en varios textos del conjunto, es otro elemento importante en la configuración mítica de este poemario. Las culturas originarias veían en sus lugares de origen o en el espacio que habitaban un lugar sagrado, un axis mundi que se oponía a lo profano de las tierras de más allá. Esa idea mítica recorre todo el libro de Hurón como una constante: el bosque como centro del mundo, un espacio sagrado donde todo es eterno: “Después de pasar la barrera de la noche / y atravesar el río / que cruza el bosque galopando / llegamos hasta el centro del bosque / que también era el centro del mundo / y en el centro del mundo / había un árbol mayor / tan alto que en el día besaba el sol con su copa / y su brasa iluminaba el bosque en la noche / y el bosque era lleno de luz / y en el centro del mundo todo era eterno”.

Dice Luis Riffo en el prólogo: “Ariadna, la mujer que ayuda a encontrar la salida, invierte en los poemas de este libro su función mitológica y se transforma en una figura en fuga, inasible y ubicua al mismo tiempo, depositaria de una esperanza innominada que parece concentrar el misterio de una búsqueda de sentido o de un equilibrio entre los seres humanos y la naturaleza. Pero el bosque no solo es paisaje, sino cifra del mundo, laberinto en el que se pierden las huellas, no hay hilo que lleve a la salida y la espesura de los árboles impone la oscuridad de los enigmas…”. Esta lectura de la naturaleza (o el paisaje) como cifra del mundo es interesante, porque nos permite ver a Ariadna no solo como la mujer de un cierto mito personal o un cierto eterno femenino que juega en un laberinto que solo para ella hemos creado, sino que puede también ser esa fábula demasiado real en que todos, más de una vez, hemos sido abandonados a la suerte del viento y de la historia. Condenados a buscar a Ariadna para siempre, termina diciendo el último poema de la primera parte del libro, luego que han (habíamos) talado el primer árbol del bosque azul. Ariadna viene a ser la suma de nuestro sueño, frente a la depredación ecológica, la mentira social y política, nuestros proyectos personales inconclusos.

Hacia el final de esta obra escogida, en sus poemas inéditos, veo la continuación de algunas ideas sobre la poesía de Hurón que en estas breves líneas hemos planteado. El ensueño, la mirada que quiere trasformar lo cotidiano en algo maravilloso o lúdico, lo político o la protesta abierta o en sordina sobre las injusticias (“la utopía se desangra como un río / y el frío nos gobierna nuevamente”), la mujer amada o su recuerdo y su comunión con el paisaje (“Los ojos de Mercedes son otro paisaje / […] Todo está en tus ojos llovidos / como uvas en una mañana de rocío”), la lluvia persistente que es una prolongación de nuestra actitud frente al mundo (“Esta manera de mirarnos / como un aguacero que comienza”), la confianza en los afectos, la familia y los amigos (“En el sur ocurren milagros después de la lluvia: / las copas se elevan como pájaros en nuestras manos / mi viejo tiene los ojos vidriosos / me habla de una pelea de hace cincuenta años”), la presencia de su hija Nirvana Paz en varios textos llenos de belleza y melancolía (“Iré a pensar en ti / al otro lado del universo / donde los cerezos están en flor / y los ríos galopan montados por peces”). El arraigo de Cárdenas, pero también el desarraigo tan propio del último Teillier, del que no tiene lugar en el mundo y lo busca en el alcohol o los elementos de una realidad paralela. También son poemas cruzados por la presencia de la muerte, que aparece como esa mancha en el muro que una tarde hemos mirado, sin saberlo, con un poco de terror, de la que habla Eliseo Diego en Versiones. No es el miedo a la muerte lo que está acá presente en estos poemas últimos de Hurón Magma: como todo en su poesía, es una presencia que se mira con respeto, que no se trivializa, que se integra a esta obra tan personal que el autor ha creado a lo largo del tiempo, de la cual este libro es más que una obra escogida y menos que una obra completa. Quizás la síntesis de una vida que ha girado, como un remolino soplado por un loco, entre la brisa y los vientos de la mejor tradición poética del sur de Chile.



 

 

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