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FUENZALIDA y SALVATIERRA

Por Rodrigo Hidalgo

 

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Nona Fernández escribe “Fuenzalida” y Francisco Miranda escribe “Salvatierra”. Dos novelas con apellidos como títulos. Nona publica en Random House Mondadori. Pancho en Ajiaco Ediciones. Y pretendo así sin más, que estas torpes señales iniciales hagan de presentación entre ambos (Nona: Francisco, Francisco: Nona), porque no han tenido la oportunidad de conocerse, y en estas páginas yo haré un seguramente burdo intento de ponerlos frente a frente. Dejemos sí consignado antes que nada, que con ambos libros me pasó lo mismo: tras adquirirlos y ya de noche en mi cama, comencé a hojearlos buscando conciliar el sueño. Mal me fue. Cada libro me agarró y no me soltó hasta que lo terminé. Si eso no habla bien de un libro, no sé qué podría hacerlo.

“Fuenzalida” es la historia de un capo en artes marciales, un sensei que tiene la decencia y mala suerte de ayudar de manera fortuita a un subversivo que intentaba escapar de la CNI, quedando identificado por los bigotudos de lentes oscuros. Como es previsible, los agentes no lo dejan tranquilo tras ese gesto, pero lo buscan para que los instruya, para que les enseñe Kung Fu. Lo buscan es un decir. Lo obligan. Porque Fuenzalida sabe quiénes son los de la CNI, y se niega al deshonor de trabajar para los malos, escudado en el argumento del yo no me meto en política. Entonces la CNI secuestra a su hijo para que el sensei acceda, lo dejan sin opciones. Ya te metiste, compadre. Como una fatamorgana cruelmente alegórica, desde la radio de su auto, Fuenzalida oye la noticia de Sebastián Acevedo, el hombre que se prendió fuego frente a una iglesia y murió en ese acto, denunciando desesperado que a sus hijos se los había llevado la CNI.

Por cierto esta historia es el corazón de otras historias. Porque el asunto parte con una mujer que se dedica a la escritura de guiones de televisión, un alter ego de la propia Nona. Y a esta mujer, la narradora, se le aparece la imagen del sensei, fortuitamente también, en una fotografía, caída quizás cómo y por qué frente a su puerta desde un camión de la basura. Y a esta mujer, separada y con un hijo pequeño que alucina con dinosaurios y dragones, se le va revelando esa historia del párrafo anterior, que no es otra que la historia de su propio padre, Fuenzalida.

Fuenzalida es entonces un hombre que se dedica al ejercicio físico sin descuidar el cultivo de su espíritu, convencido de librar un exitoso combate con el mundo y de llevar la vida de acuerdo a los principios y códigos milenarios del honor y la justicia. Adquiere dimensión de mito, y como tal también es un hombre complejo, misterioso, con probablemente varias familias, hijos e hijas en distintas mujeres. Un hombre que pasa por la vida de muchas personas dejando apenas un recuerdo borroso y un apellido indeleble. Podría incluso ser un aventurero, casi un tiro al aire. Un loco que se cree héroe sin súper-poderes, un antihéroe, además de un padre ausente.

Nona demuestra todo lo que sabe hacer con maestría, como narradora y como guionista. Más allá del juego especular con el oficio de la narradora, hay un tratamiento en las imágenes y secuencias, y un manejo de la tensión y del suspenso que sugieren a ratos ser incluso un híbrido de thriller a lo Kill Bill y policial negro; además de lo cual hay notables atmósferas construidas a la medida de cada tiempo retratado: un presente mal-definido democrático, con colores en la medida de lo posible, y un recuerdo del pasado dictatorial que va del blanco y negro al sepia sangriento y granulado.

Hay aún otras historias y dimensiones más pequeñas que se cruzan y dan firmeza, osadía y belleza arquitectónica al andamiaje, resultando una estructura con un par de matrioskas más en su vientre. Así, el ejercicio literario, el ficcionar, el binomio vida/literatura, se asoman también como perspectiva de lectura. Lo fortuito como chispa, como desencadenante, la dinámica casualidad/causalidad. Lo que Nona llama “materiales adjuntos”. Todos los elementos imprescindibles para construir una teleserie, como los ingredientes para un buen plato, y que la propia narradora expone y analiza como quien deshilvana una madeja, en un ejercicio auto exploratorio que de sicoanalítico deviene reflexión en torno al caprichoso funcionamiento de la memoria, con la pregunta de quién fue Fuenzalida como telón de fondo y acicate. Un banquete.

Pero no lo contemos todo, dejemos algo para el lector.

Que Fuenzalida repose en el velador mientras vamos a Salvatierra, que es más flaquito.

Emparentada al menos fonéticamente con el apellido que le da título, es “salvaje” la palabra que mejor define, se me ocurre, a esta novela de Francisco Miranda. Fiera, descarnada y con la herida de Aniceto Hevia como bandera, Salvatierra es una heráldica en la que bien se podría reflejar cierta genealogía del Chile de izquierda (cuando había izquierda). El padre, obrero gráfico, dirigente sindical comunista, comprometido profundamente con el proceso revolucionario que llevará en algunos años a Allende al poder, un hombre de imprenta leal y cariñoso que ha llenado su vida y hogar de libros, y que al enviudar no se ha permitido flaquezas y ha sostenido a sus hijos con rigor y ternura. El primogénito, hijo y hermano ejemplar, estudia sociología ingresando rápidamente a las vanguardias ideológicas más radicalizadas, crítico del reformismo socialista, milita en el MIR. Y el menor, el joven y diríamos casi el irresponsable, que estudia filosofía y se distancia aún más de las posiciones dogmáticas apostando por el amor libre y por la expansión de la conciencia, por la apertura de las puertas de la percepción gracias a las drogas. Salvatierra: puros varones. La madre ausente (muerta de cáncer tempranamente) se encarna en la figura del hogar, y es acaso la patria/matria misma: la casona antigua donde viven y se quieren a pesar de sus diferencias los 3 Salvatierra.

Y el Salvatierra que nos cuenta la historia es el menor. El profesor de filosofía joven que comenzó su carrera profesional en el Peda de los efervescentes años de la UP, que se fusionó con las masas desbordadas, la fiesta de la revolución y el amor libre, el rock de obreros y estudiantes, el carnaval lisérgico, el ditirambo dionisíaco. Tanto, que el Golpe Militar lo sorprende bañado en LSD, en la precordillera. Y va a despabilar por la fuerza, al volver a su casa, cuando con su padre y hermano deciden entrar a la resistencia organizada, y comienzan a refugiar y ayudar a otros perseguidos por el régimen. Queman cajas y cajas de libros peligrosos. Pero algo no sale bien o alguien los delata. Y la represión cae con todo en la casa, como una trágica figura de violación a la madre, los agentes de la dictadura llegan una tarde en que fortuitamente el menor anda afuera cumpliendo algún encargo. El padre y el hermano mayor son asesinados. El sobreviviente olisquea la sangre de los suyos y con instintivo disimulo, se salva.

Lejos de componer una estructura o de pensar en el montaje, Pancho Miranda se entrega al uso y abuso de la cámara subjetiva y vemos, como si fuéramos verdaderos gatos en el tejado, el paso sangriento de la dictadura: Salvatierra presencia incluso como ocasional testigo, escondido entre las ligustrinas, la muerte de los hermanos Vergara en la Villa Francia.

Salvatierra es entonces la historia de un fugitivo, un perseguido que hace de las calles su refugio, que se hace invisible en su constante deambular, que logra camuflarse con el paisaje urbano sin despertar sospechas, convertido en residuo, fantasma o mendigo. Convertido en huidizo bagual, pervive como un hongo, y llega a contemplar la retirada del tirano a sus cuarteles de invierno, y la llegada de una farsa de demos-gracias. Porque no deja nunca el ejercicio filosófico, y como buen linyera, discípulo forzado de un Diógenes chileno, conversa con quien esté dispuesto a escucharlo, con los bigotes y antenas de la percepción bien alertas, identificando el cambio que se opera de los 80 a los 90 en el alma nacional. Así lo vemos dolerse y rabiar con su paulatina desaparición como hombre. Porque Salvatierra se va disipando, se va desvaneciendo como un recuerdo, el recuerdo de un país que pudo ser y no fue. Ese residuo. Entonces adquiere condición de mito. Salvatierra sabe que lo recuerdan los que alcanzaron a ser alumnos y compañeros suyos en la U. Sabe que lo han identificado algunos transeúntes en su ruta de pordiosero que atraviesa a diario la ciudad, de Peñalolén a Estación Central desde hace 20 años. Sabe que lo buscaron vecinos solidarios y antiguos colaboradores de la resistencia. Pero ha visto cómo su casa fue convertida primero en cuartel de la CNI, y luego entregada al abandono, y luego recuperada como casa okupa por unos jovencitos proto-anarquistas con pocas ideas. Ya no es su casa. Ya no es su matria ni su patria. El país al que perteneció se difuminó con su apellido mismo.

Especularé brevemente entonces en torno a qué se dirían frente a frente Fuenzalida y Salvatierra, ya que comparten el mismo arco histórico en tiempo/espacio.

Salvatierra podría acusar a Fuenzalida de ser poco creíble. De ser demasiado película. No hay samuráis en Vivaceta, le diría. Y argumentará que en cambio él sí, desde su condición casi de biografía, sacando a demostrar su existencia con Divinos Anticristos y Juanes Peyotes, que sí existen, a quienes todos conocen, y que son tantos. Y Fuenzalida le diría a Salvatierra que peca de simple, que el funcionamiento de la memoria está más cerca de la ambigüedad que de la sencillez lineal, porque su historia no por inverosímil es menos veraz, porque la ficción se impone a veces a la realidad, y mucho de ello depende de cuán bien o mal narrada sea la historia. ¿Por qué un lector cualquiera habría de creer que te salvaste como te salvaste, cuando fueron tantos los que no se salvaron? ¿Por qué vas a ser más creíble tú como Diógenes que yo como Charles Bronson? Y ambos terminarían compartiendo una última Pilsen en un bar pronto a desaparecer, como el San Remo por ejemplo, y se despedirían en la esquina de Ricardo Espinoza con Avenida Matta, o acaso donde estaba el metro Pila del Ganso, coincidiendo en que en definitiva falta memoria en este país desmemoriado, y es el miedo y la desconfianza sembrados en esta tierra lo que nos hace no creer en nada, porque en el fondo Salvatierra hubiera querido ser ayudado por Fuenzalida y a lo mejor con su destreza de ninja habrían salvado a su padre y hermano, y Fuenzalida hubiera querido desaparecer como Salvatierra para que los malos no lo pillaran ni le secuestraran a su hijo. Pero eso sí que ya es mucha especulación. Y en todo caso, se irán satisfechos de ser cada cual y a su modo, una verdad inalienable, un mito, apellido y personaje, tan reales como ficticios, la carne viva y la memoria de un país en sendos libros.


Octubre 2012



 


 

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