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El siempre difícil segundo tiempo
«Racimo» de Diego Zuñiga y «Croma» de Emilio Gordillo

Por Rodrigo Hidalgo
Publicado El Guillatún, 2 de Diciembre de 2014



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El periodista Diego Zúñiga despegó su meteórica carrera con la novela Camanchaca, que fue publicada por el sello La Calabaza del Diablo en el 2009 y reeditada el 2012 por Random House Mondadori. Aunque sumado a otros, este hecho —que equivale a jugar en Wanderers y ser fichado por el Real Madrid— le valió a su autor un reconocimiento público extendido, y convirtió a su primer libro en una obra de culto. Zúñiga es hoy, indiscutiblemente, uno de los escritores top-ten de su generación. Su esperado segundo libro, Racimo, recibió el Premio Mejores Obras Literarias 2013 en la categoría novela inédita, de manos del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Es necesario señalar que de manera deliberada no consideramos en esta nómina el libro Soy de Católica (Lolita Editores, colección «Amor a la camiseta»), que por orden cronológico es sí, la segunda publicación de Zúñiga. Pero lo excluimos de la contabilidad porque es un libro escrito por encargo, que no nace de motu propio del autor, y que se sitúa por lo tanto al margen de su Obra, en un cauce lateral o paralelo. Lo anterior queda explícito y manifiesto de manera inapelable cuando uno lee Camanchaca y luego Racimo, novelas que tienen más de algo en común en forma y fondo, y que nos permiten delinear un tentativo leit motiv, un derrotero plausible.

Como bien lo apuntó recientemente la crítica literaria Patricia Espinosa, el desierto del Norte Grande, con la ciudad de Iquique y sus alrededores, son los lugares geográficos pero también los espacios físicos y simbólicos que articulan lo que podríamos llamar el discurso de Zúñiga. Desde ahí es que el autor nos habla, tanto en Camanchaca como en Racimo, de la descomposición del país. Si en Camanchaca la anécdota argumental es íntima y generacional, una historia de padre —de madre— e hijo, donde se insinúa la entronización de la perversa dinámica del poder en una juventud a la deriva; en Racimo enfrentamos una crónica roja que marcó la agenda del país hacia el fin del milenio recordándonos la insensibilidad de las instituciones cuando las víctimas son los más pobres. Zúñiga es un iquiqueño que conoció en esa ciudad absurda levantada al pie de un paredón, las miserias y grandezas nacionales, la tierra de campeones con su ZOFRI y sus resorts playeros, y un soundtrack incesante que mantiene vivos a los obreros asesinados en 1907 en la Escuela Santa María. Zúñiga es iquiqueño y, aunque estudió en la pontificia, pareciera que afortunadamente no está dispuesto a olvidarlo.

En lo formal, la pluma de Zúñiga es seca, árida como el desierto, totalmente magra, casi un guión audiovisual, hechos enumerados uno tras otro, sin detenerse o profundizar en las psiquis de los personajes (que se desprenda de los hechos, que lo deduzca el lector), y por el contrario, indicando con exasperante rigurosidad las acciones que ejecutan los mismos, por intrascendentes que a la larga sean. Elimina las introspecciones, reduce al mínimo la descripción, y se vale de una sintaxis en extremo sencilla, frases ojalá no más complejas que sujeto y predicado. Es un estilo que facilita la lectura, la hace rápida. Pero huelga decir que esto no es una característica exclusiva de Zúñiga. Hay una verdadera escuela que uno tiende a asimilar a las series de televisión, mal que mal estamos en un mundo gobernado por la imagen, donde ser guionista de tv es uno de los mejores empleos a que puede aspirar un escritor, donde se especula con el inminente fin del libro de papel. Además en un país en que se lee poco, mal, y en cambio se ve demasiada tele. Entonces es comprensible que muchos contemporáneos escriban de esta manera.

Estoy tentado de finalmente hacer coincidir o confluir lo hasta acá dicho en torno a Racimo. Zúñiga construye una narración que funciona como un policial, como una serie nocturna de tv. El desierto, chicas desaparecidas, una siniestra realidad —demasiado real— de miseria y postergación de la que usufructúan algunos pervertidos que cometen crímenes impúnemente pues cuentan con las cuotas de poder necesarias como para dejar todo en un manto de ambigüedad, sacrificando a culpables que parecen chivos expiatorios pues no terminan de disipar la densa neblina de la sospecha. Por eso la novela finaliza justo cuando se comienza a poner buena, justo cuando para decirlo vulgarmente, «puede quedar la cagá». Es decir: la novela establece como verdad aquella que se establece oficialmente en el país. Pero deja ahí, en su final abierto, la sospecha de que hay otra verdad oculta, de la que mejor no hablar. Nuestra Ciudad Juárez.

Ahora bien, antes de ir al otro libro que me convoca, quiero darle sentido al título de estas líneas. Siempre se ha dicho, y pareciera ser un hecho objetivo, un axioma, que para un escritor una de las instancias más difíciles en su carrera es justamente la publicación del segundo libro. Cuando se ha tenido éxito en el debut, lo jodido es no defraudar en el siguiente. Ante esta ley, y habiendo dicho lo que se ha dicho, es claro que el compareciente Diego Zúñiga estaría saliendo airoso e incluso «fortalecido» (para usar un vocablo de moda gracias al ministro Eyzaguirre). ¿Con su segunda novela, ha confirmado que es un «gran escritor», que tiene evidentemente en las manos una Obra? Se entiende que hablo de Obra con mayúsculas para referirme a esa dimensión trascendente, imperecedera, que surgirá del conjunto de obras que a lo largo del tiempo escriba el hombre. Ok, estoy cargando los dados, ennegreciendo la tinta. Es imposible e innecesario saberlo. O mejor dicho: cada lector sabrá. Zúñiga tiene ya una verdadera legión de seguidores, escribe en la Qué Pasa, ha sabido instalarse. Además del texto que se defiende solo, el autor forma parte de una escena, de un circuito. Entonces lo más concreto, lo más real, lo extremadamente crudo y sin juico, es que el libro cuesta alrededor de 10 lucas.

Ahora, ¿qué libro no cuesta más o menos lo mismo? Quiero decir: no se trata de que por ser de Random House tenga ese precio. El segundo libro de Emilio Gordillo también anda por ese valor comercial, y es de una editorial de las llamadas independientes, un sello «chico», Alquimia Ediciones. Estamos hablando ya de lleno de la novela Croma, publicada el 2013. Y si el lector no sabe quién es Emilio Gordillo, bueno, pues le diré poco y el resto a san Google. Diré apenas que esta novela también resultó ganadora del Premio Mejores Obras Literarias inéditas, el 2011. Y que el primer libro de Gordillo, Los juegos mudados (Ediciones a Contraluz, Temuco, 2010), incluye, además de otros 2 relatos, el cuento homónimo con el que ganó el Premio Juegos Florales Gabriela Mistral el 2008. Es decir, hablamos igualmente de un autor a estas alturas reconocido e instalado en la escena. Quizás con mucho, pero mucho menos marketing que Zúñiga, claro. He ahí la diferencia entre Random House y Alquimia Ediciones, que no es de precio.

Ahora, como Croma se publicó hace ya un año y más, puedo acá sentarme o acomodarme en la crítica que ya se le hizo, y que fue toda favorable, de celebración. Se habló de una novela terrorista, de un libro-artefacto, de un texto-bomba. Con semejante éxito, lo claro es que en este caso, el segundo libro del autor fue una superación ostentosa del primero, que había visto la luz en una editorial minúscula y de provincia para más invisibilidad. Bien por Gordillo. No tuvo que salvar el honor de un primer libro muy exitoso porque simplemente pocos sabían de ese primer libro. Es cruel, pero así es el camino del emergente. Nadie te pesca. Por eso Zúñiga es un caso raro de ascenso meteórico, lo que no significa que como escritor sea mejor o peor que otros. Gordillo demuestra que el camino al éxito puede ser muy distinto. Con el aplauso que logró su segundo libro no sólo se consolidó indiscutiblemente en el circuito, sino que convirtió a su primer libro en un misterio, en una rareza, una joya, un objeto de colección.

Si en Los juegos mudados el autor se notaba lúcido pero tímido o contenido, en Croma se dio la libertad total y perdió todo pudor. Se la jugó incluso para que el objeto desde su materialidad misma ya dijera algo. Por eso el precio también. Un formato poco convencional desde el grosor del papel, que llamó la atención como un bolso o bulto abandonado en una estación de metro. Desde ese gesto, que podría resultar pretencioso, obligó a trabajar también al lector. Porque dejando las consideraciones físicas y ya en la estructura interna, tampoco es una novela fácil, no. El lector tiene que poner de su parte acá. De partida, «Croma». Qué cresta es «croma». O sea que en este sentido Gordillo aparece en las antípodas de Zúñiga. ¿Vamos captando? Nada de linealidad explícita ni sintaxis elementales. El hablante que se llama Santiago igual que nuestra ciudad, divaga, va y vuelve, da por hecho que sabemos lo que recién al cabo de un rato descubrimos, y nos introduce a su historia, en la que convergen un padre esquizofrénico, enfermo siquiátricamente, y su relación con una chica que se dedica a la realización audiovisual y que forma parte de un grupo peligrosamente sobre-ideologizado y dispuesto a combatir el sistema poniendo bombas. En paralelo a este hablante o narrador protagónico que va desenrollando sus rollos en fragmentos independientes, como un elemento externo intercalado, el lector enfrenta planos urbanos, mapas de metros de distintas ciudades, y lo más enervante, un texto que parece salido de Blade Runner, un manual operativo, un compendio de conceptos e instrucciones de funcionamiento que sirve indistintamente —y esto es lo siniestro— para una máquina que para una persona, una empresa o una sociedad. Es el «TPM», sigla de Mantenimiento Productivo Total en inglés. El contrapunto entre los elementos de esta diégesis es demoledor.

Gordillo habla de este país, del actual, y se refiere específicamente a la ideología que se ha instalado en nuestra sociedad, en nuestra clase política. No importa tanto el qué se haga como el cómo mostremos que se hizo. No importa construir el hospital sino la conferencia de prensa anunciando que se construirá. El «croma» es la metáfora de esa ley, una actitud que hoy es imperativo ético en todas las dimensiones de la vida social y privada de los chilenos. El montaje. Montaje que es palabra desplazada de la producción audiovisual al caso bombas. Montemos una mesa de diálogo. Montemos una encuesta ciudadana. Montemos una reforma. De eso habla Croma. Y la definición que aclara este asunto, la ha hecho el propio Gordillo, y es tan buena que mejor lo voy a citar:

El cromakey es una técnica para hacer efectos especiales que se usó mucho en los 80. Basta un ser humano o un objeto y un telón verde de fondo para situarlos donde queramos. Lo increíble es que esto suceda porque esa tonalidad casi no está en la pigmentación humana. Es el pigmento menos humano. Eso hace que la estructura de Croma esté dislocada en tiempo y espacio, y nunca sabemos muy bien dónde está realmente Santiago, si haciendo escenas sobre un telón de cromakey o viajando en el vagón de un metro, visitando a personas de su pasado o poniendo bombas. Santiago podría estar representando todas estas escenas sobre un telón o tal vez no. Lo que resulta de ese montaje ambiguo está en completa sintonía con la enajenación, con la locura y con el mercado y la producción como forma de vida.

Me costó digerir Croma, debo decirlo. Y me refiero a que recién ahora, un año después, me decidí a escribir algo, con la excusa de hablar de los mentados «segundos libros». Lo cierto es que es una novela inquietante, que más allá de su estructura y juego de niveles de lectura, si uno se queda por ejemplo en la superficialidad de sólo prestar atención a la historia de Santiago el protagonista, y desatiende los mapas y el dichoso TPM, igual enfrenta una historia pesada, la de un hijo que tiene que hacerse cargo de la enfermedad de su padre, oír sus delirios, bancarse sus huevadas. Ese solo material contiene una fuerza enorme, creo. A diferencia por ejemplo del delirio de la chica audiovisualista, que no está loca pero ahí va con su pan integral al metro. Bueno, perdón, esto una vez más ya se volvió mero juicio personal. Usted lector sabrá qué parte le gusta más, del chancho se come hasta la trompa y las orejas. Lo que de todos modos quiero decir es que se trata de una novela que más allá de su experimentalidad convence y golpea, que demuestra madurez y un manejo amplio de los recursos literarios de su autor, aunque esto ya varios otros ya lo hayan dicho.

Raya para la suma. Independiente del precio, independiente incluso de si el sello editorial es grande o chico, independiente de si escriben fácil o complicado, independiente de cuán conocidos son o de cuántos seguidores en twitter tienen, e independiente incluso de si al abajo firmante le gustan mucho o poco; hay en estos momentos en plenas funciones trabajando para usted, una verdadera pléyade de escritores jóvenes que bordean los 30 años, dentro de la cual estos dos, Zúñiga y Gordillo, destacan porque han sabido salir jugando con el balón dominado sin quedarse dormidos en los laureles del buen primer tiempo, de suerte que uno espera ya un tercer y cuarto libro, y más. Algo saben los muchachos.


 

 

 

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