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Acerca de “Amapolas: el delirio de la flor del olvido”, de Líbero Amalric

Por Rodrigo Hidalgo

 

 



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La advertencia del autor al inicio de este libro no deja de ser importante. El lector habrá de obedecer a esa señal de tránsito si no quiere naufragar. Debe cambiar de vereda. Se lee sin búsqueda de líneas argumentales. Se lee desde los chakras, en círculos pulsionales.

“Amapolas: el delirio de la flor del olvido” es efectivamente un texto que se sostiene sobre su rareza barroca y vitalista. Escritura automática donde conviven reflexiones eruditas, hipótesis filosóficas, pasajes que intuimos autobiográficos y diatribas contra el lamentable estado de la humanidad; poema de largo aliento construido con imágenes alucinadas, monólogo interior salpimentado con escenas del siniestro thriller que es la sangrienta historia contemporánea.

No intente el lector dibujar el árbol, el esqueleto, hallar la estructura del libro: le vaticino una severa neuralgia. También esto lo advierte el autor antes de que ingresemos a su sopa. Los personajes cambian de nombre. Sócrates es un caballo y Platón un perro. Julio, el protagonista, se llama también Marcelo o quizás se llama Tomanski, nunca lo sabe. Julio es el problema. Pasa lo mismo con sus compañeras. Se yuxtaponen, se mezclan, se (con)funden. Nubia, Laura, Tania, Amapolas, Matilde, Marcela... No. No lo intente entender, ¿entendido?

Ahora, este libro tiene cuatro elementos que se desglosan uno de otro, y en los que me parece reside su fuerza, su magnetismo.

Lo primero es la señalada maña que se da para ir destilando comentarios de la realidad en medio de un mar de espejismos y rocambolescas escenas dignas de un ácido lisérgico. Un dato de la realidad: la diferencia entre los más ricos y los más pobres en Chile es la misma que hay entre el principado de Mónaco y el Congo belga. Este dato económico-sociológico calza como anillo al dedo para reflejar el absurdo de nuestra realidad inmediata y es exactamente lo mismo que hace este libro. Ese sarcasmo. Entre los versos abigarradamente psicodélicos se filtran de pronto palabras y frases que nos desternillan de risa por el contrapunto chocantemente concreto y cotidiano. Como en el tango Cambalache: mezclaos con Stravinski, Don Bosco y Napoleón. Comparecen entonces Hinzpeter y Piñera, los personajes y hechos de la política contingente nacional, los eternos abusos en contra del pueblo Mapuche, el poder incontrastable de esa máquina del mal llamada Monsanto, las reivindicaciones lúcidas de los estudiantes, etc. etc… todo lo que hace o que conforma el imaginario de “lo público” o de “lo real”. La indignación se asoma en medio de los delirios de una mente afiebrada y dolorida. Y el contrapunto entre eso público o social o real, y lo privado o personal o imaginario, no chirría. Queda perfectamente armónico e irónico.

Ahora, inmediatamente vinculado a lo anterior, el también mencionado vitalismo. Y hablo de vitalismo en el sentido literario. El ejercicio de “soltar todo y largarse” como dice una canción de Silvio Rodríguez, o como dice Mercedes Sosa: “hay que sacarlo todo afuera como la primavera”. Ese gesto que se convirtió en receta bajo la nomenclatura de Escritura Automática. El autor nos sube a su tren, a su pegaso, a su caballo de Troya, a su stultiferanavis, y a bogar se ha dicho. Vamos dándole al subconsciente. Quiero decir que en las páginas de Amapolas se dan cita una enorme cantidad de tradiciones literarias, todas vitalistas pero no sólo surrealistas, pues si bien la tentación es leerlo como un poema dadaísta, como un largo flujo del subconsciente del autor, está también la posibilidad de leerlo como una auténtica odisea homérica o como una versión sui generis del “OnThe Road” de Kerouac. A ratos las pinceladas poéticas me hicieron pensar en Juan Emar. A ratos la composición de escenas me hizo pensar en Hernán Castellanos Girón o en el angustiante absurdo de Godot. A ratos las melodías me llevaron a Macedonio Fernández y su novela eterna. O al loco de Leo Maslíah y sus narraciones horizontales. El ejercicio de la escritura como un pie forzado terapéutico y liberador: apretar el grano hasta que salga algo, sea sangre, agua o pus. Ese nervio vital. Ese desparpajo con el lenguaje. Esa convicción en la literatura como en la vida.

El tercer elemento es, desglosado de lo anterior, lo terapéutico. Desconozco el diagnóstico del autor, pero el hecho de que me acompañe en esta mesa de presentación un siquiatra, asumo, da cuenta de algo que desde lo estrictamente literario, se percibe con nitidez. No en vano hay pasajes tan maravillosos como aquél en que se dialoga con dios y éste asume su no existencia, o las hermosas y dolorosas escenas de amor y sexo. Eros y Thánatos. Me refiero a una pregunta soterrada que subyace en todo el libro. Una pregunta por la identidad, por el ser en tanto individuo, el asumir la condición humana cuando no hay humanidad en el mundo y la idea misma de identidad parece una reivindicación de un cruel espejismo. ¿Cómo establecer relaciones, cómo amar al prójimo si hace rato que es lo mismo ser derecho que traidor? La crisis de la humanidad sin tiempo ni espacio. Matanzas de mayas, guerras entre tutsis y hutus, nuestra judeocristiana dinastía de aberraciones y calamidades, desde la Grecia Antigua al Chile en sus 40 años del Golpe. Sentir el paso y peso de la historia sobre nuestros hombros de alfeñique. No me cabe duda de que el autor tiene una espina atravesada en algún sitio. Por eso escribe.

Y el cuarto elemento es, para estar a la altura del autor, igual a cero. Es decir, no es elemento siquiera. Dije cuatro porque llegado este punto cuatro es tres o es dos, aunque bien podría ser cinco. Podría agregar algo en torno al monumental acierto alusivo de poner “El jardín de las delicias” de El Bosco en la portada del libro. O podría señalar el ritmo, la presencia oculta de la música, ora tango ora blues, en el fraseo de la pluma. Pero primero debo confesar que accedí a presentar este libro sin saber muy bien en qué me metía, y que a poco andar en sus páginas decidí leerlo como se lee un libro de poesía, asaltándolo por sorpresa, a saltos, sin orden, haciendo girar el globo terráqueo para detenerlo con un dedo ciego, haciendo un descubrimiento de cada nueva página. Lo cierto es que fumé toda la yerba que pude en un país en donde imaginar es delito, que leí este libro en estados de sueño, de vigilia, de lucidez y de modorra, y no puedo decir que lo haya pasado mal. Antes bien, para terminar, tengo la obligación de preguntar ¿qué se fumó el autor? Yo quiero una de esas.



 

 


 

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