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Sobre «El caso P.» de José Gai y «Operación Betulio» de Luis Valenzuela Prado

Por Rodrigo Hidalgo
Publicado en El Guillatún, 9 de junio de 2015



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Hay acá dos formas paradigmáticas de lograr el interés y la complicidad del lector. Una es la estrategia clásica del género policial, el gato encerrado, donde el autor debe saber mantenernos en suspenso sin que sepamos algo hasta el final, ya sea quién es el asesino, cuál fue su móvil, o simplemente cómo se resuelve el caso. La otra es más bien la del honesto, cuando el autor apela a la posible empatía que despertará en el lector por la vía de la confesión frontal, al declarar desde el temprano inicio que no hay nada nuevo que contar, aunque deja eso sí, prudente espacio para que ésta no sea sino una mentirosa forma de capturar nuestra atención.

Veamos algunas cuestiones objetivas. El caso P. (Tajamar Editores, 2014) fue recibida con aplausos cerrados de la crítica, y a estas alturas en librerías aún ostenta un valor no inferior a los $11 mil pesos. Confieso además que es lo primero que leo de José Gai, a quien no tenía el gusto de conocer como lector. En cambio a Luis Valenzuela lo conozco en persona y he leído sus dos libros anteriores. Y aunque la crítica fue también elogiosa con Operación Betulio (La Calabaza del Diablo, 2013), una diferencia importante es que debe ser un milagro hallar esta novela en librerías, de modo que calculo que adquirirlo cuesta como mínimo $5 mil pesos, el precio de venta directa en la editorial. Es lo que pasa con gran cantidad de la producción independiente chilena: hay serios obstáculos en la distribución que no han sabido o podido aún vadear.

Pero dejemos los prolegómenos y vayamos al grano.

El caso P. combina con inteligencia los elementos que dotan de especial valor a los relatos policiales de la Latinoamérica actual. Porque alguien podría preguntar ¿qué valor tiene escribir obras dentro de un género cuyas posibilidades formales están ya tan definidas y agotadas que no hay margen para la novedad? «Siempre es el mayordomo», dicen. Manida discusión ésa. La novela contemporánea desdeña el juego simple de lo meramente argumental y se torna auto-reflexiva. Sin embargo los policiales la siguen rompiendo, porque incorporan o se asoman a la realidad desde el periodismo de investigación, desde la crónica roja, desde la historia social y política.

El subcomisario Ayala, perseguido por su propio recuerdo de haber hecho la vista gorda ante algunas violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, trata de resolver un caso de asesinatos en serie que tiene a la policía de cabeza, justo cuando en el país se discuten los alcances de la justicia en la medida de lo posible: nadie en Chile quiere a los ratis, menos si además de ser ineficaces están dispuestos a seguir cerrando filas con el Mamo Contreras. Primer punto a favor entonces, la correcta complejidad sicológica del protagonista en inmediata relación con el contexto. Treinta a cero a favor de Gai: la notable contextualización. El caso se ambienta en los depresivos 90s chilenos, y es la puesta en escena de esa toma de conciencia por parte de las instituciones que se suponen a cargo de la seguridad y el orden, que duró décadas y que aún dura. Esa sensación de que aún se puede imponer el toque de queda. El temblor de manos a la hora de escribir un nuevo nombre en la pizarra de los que desaparecen. Nuevo ace de Gai, es una caja de Pandora. ¿Qué elemento puede agregarse para salpimentar el hasta acá jugoso pero amargo bocado? Un personaje exquisito y seductor. Gai introduce a Pandora, una vidente que decide colaborar con los detectives una vez que éstos se rinden ante la evidencia de sus aportes esotéricos. No podemos sino evocar a la síquica de Chimbarongo, y tantas otras famosas circunstancias en que lo paranormal o lo metafísico ha horadado esa torta de mil hojas que es la realidad. Cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. ¿Qué más se puede agregar? Una pluma recia, mesurada y ligera, con personajes secundarios que introducen dosis justas de humo negror, y un ritmo de acción que no decae nunca. Hasta un maestro como Ramón Díaz Eterovic ha reconocido los méritos de Gai. Nada pues. Match-point.

Pero digamos algo más para no quedarnos en mero eco de lo que los entendidos ya han celebrado. Quiero volver sobre un punto. Porque no soy lector ni fan de policiales y disto de serlo. Hay en esta novela un viejo fantasma conocido, la dictadura. En esta ocasión encarna en la figura del Mamo Contreras, cuando el tipo se refugia en un fundo sureño y dice que le importa un pepino la justicia, que no se piensa ir al penal de Punta Peuco, y podemos ver su imagen televisada, desafiando armado a que lo vayan a buscar. Quizás la memoria inventa: no recuerdo si fue televisado o no aquél hecho. Parece que sí, que así fue. Pero no importa en estricto rigor. Es verosímil y eso basta. Eso es lo que me parece notable. Porque así funciona la historia, así se constituyen las verdades colectivas. Y así también funciona la literatura.

Ahora veamos la otra. Otra forma de funcionar de la literatura.

Operación Betulio, es el tercer libro de Luis Valenzuela Prado. Los anteriores fueron Jueves, publicado el 2008 y reeditado el 2013 por La Calabaza del Diablo, y La risa del payaso publicado el 2011 por Sangría Editora. En la contratapa se consigna además que Operación Betulio forma parte de un proyecto mayor, una tetralogía, una saga que comenzó con Jueves, y de la que La risa del payaso no forma parte. Más allá de esto, hay en la propuesta narrativa de Valenzuela, rasgos que me hacen relacionar todo lo escrito y publicado por él hasta acá. Hablo de una narrativa que se vuelve sobre sí misma. Hay un tema sobre el que Valenzuela regresa siempre, en todos sus libros. En Jueves hay tres amigos que están esperando para celebrar. En La risa del payaso hay un protagonista que desea desaparecer. Es una narrativa hecha sobre la sensación previa al estornudo, el tono y tema de Valenzuela es la incomodidad. Tiene una pluma pesada, de un humor denso y a la vez agudo. Es como un tipo al que le gusta ponerse a bostezar delante nuestro. Por eso es que en el fondo para él no hay nada nuevo que contar, por eso es que el epígrafe nos advierte que estamos ante un «trabajo inútil», algo incluso «impublicable». De ahí que nos enfrentemos a una rara aventura inmóvil. Porque Operación Betulio es eso: un viaje inmóvil. Precisamente lo que la crítica ha celebrado. Valenzuela luce la habilidad para contar un viaje sin contarlo sino más bien, diríamos, deconstruyéndolo. Una anti-bitácora. Cito el principio:

Pero son los viajeros de verdad los que parten por partir. Esto comienza con un viaje. Un viaje en apariencia nimio. Un viaje acabado. Un viaje tedioso. El problema surge porque el viaje ya acabó.

Ahí está la incomodidad una vez más. La literatura como una incomodidad. Literatura pura y dura. Cuotas mínimas y hasta poco creíbles de realidad. La realidad qué importa, es un paisaje monótono del otro lado del vidrio. Ya se nos hizo cómplices: de este lado estamos devanándonos el seso, tratando de entender qué nos incomoda, qué esperamos, tratamos de entender por qué se viaja, que es lo mismo que preguntar por qué se escribe. Ese es el gran tema. Así también funciona la literatura.

Entonces el autor se va permitiendo intercalar voces socarronas que no sabemos si son sus propias voces interiores, su subconsciente, o si son los personajes involucrados en el viaje inmóvil, porque tampoco es todo tan abstracto que no hay personajes, no, claro que los hay. Son tres amigos, Fresno, Valenzuela y Betulio (los mismos que protagonizan Jueves), y como Betulio partió a su natal Bolivia, ahora Fresno lo va a buscar, y lo acompaña Julia, que no sabemos quién es ni por qué va. No sabemos muchas cosas y no las sabremos porque, como ya dijimos, no importa. Entonces Fresno narra pero de pronto aparecen voces que se burlan de su anti-bitácora, de sus devaneos. Puede ser la tal Julia. Puede ser el camionero que se llama Maturana. O Valenzuela, o Betulio. Quién sabe. Lo cierto es que nos largamos a reír, porque es como desconfiar o hacer escarnio de lo que se escribe a cada palabra. Y página a página se nos irá repitiendo eso. Eso. Eso. Eso. Hasta que entendamos que se trata de eso.

La reiteración es un recurso del que se abusa conscientemente, porque da el color de la monotonía. Y el remate no podía ser otro que la inutilidad misma: cuando el viaje de Fresno, Julia y Maturana lleva ya un largo trayecto en que nos hemos enfrentado básicamente a disquisiciones sin profundidad y largos bostezos fruto del vacío del silencio del desierto, cuando ni Maturana ha quedado a salvo de la anemia argumental y se nos ha propuesto como posible biografía suya una nueva versión de la inacción, entonces nos enteramos que Betulio se arrepintió y viene ya de vuelta. Plop.

La cuerda que tañe Valenzuela es la misma que tañe por ejemplo Claudia Apablaza. También algo de lo que le he leído a Maori Pérez va por ahí. Hay toda una escuela prácticamente, o una tendencia al menos, de este tipo de narrativas que se vuelven sobre sí mismas. Pero no todas tienen como en el caso de Valenzuela, un logrado humor socarrón. Personalmente, y esto es lo que quiero destacar, no me identifican ni conmueven estas vertientes, me he declarado ya bastantes veces hincha de la anécdota, del argumento, del primigenio acto de contar historias por repetidas que sean; sin embargo concedo que Valenzuela logra hacerme reír con gusto.

Entonces cerremos el episodio volviendo sobre lo planteado al inicio. Si nos remitimos a la RAE, cada una de estas novelas podría ejemplificar las dos acepciones del vocablo intriga. El caso P., de José Gai, es, desde su explícito título, lo que la RAE define como un «enredo, embrollo». Un policial arquetípico con detectives y sicópatas, donde hay algo que desenredar, un crimen que resolver, un asesino que atrapar. En cambio Operación Betulio de Luis Valenzuela Prado, parece más bien lo que indica la otra acepción del diccionario, un texto construido como una «acción que se ejecuta con astucia y ocultamente, para conseguir un fin.» Y el fin que se persigue es que leamos íntegramente una novela obstinada en su repetitiva declaración de no avanzar, a pesar de que el lector vaya constatando que paradójicamente sí se avanza. Convengamos que en ambos casos, los autores deben lucir con habilidad sus distintos recursos técnicos escriturales para seducirnos. Y vaya si lo logran.



 

 

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