Desafinan con el frío, de Rodrigo Hidalgo; otra narrativa de la transición
Por Carlos Henrickson
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La depreciación de la experiencia como indicador de la crisis de la narración se deja sentir desde inicios del siglo XX, y la abdicación del narrador ante las artes profesionales del periodista o el cronista -o las académicas del ensayista solapado- es un tema de análisis que bien puede hacerse desde aspectos meramente formales. Sin embargo, bueno sea que nuestra afición por el estudio de objetos fijos no nos haga olvidar razones de fondo, que en nuestra época pesan fuerte: el sujeto que observa su vida circundante como digna de registro y recuerdo está, en general, obligado éticamente a hacerlo: en otras palabras, el mismo impulso narrador tiene su raíz en una escena de confrontación, por más que novísimos narradores crean que se trata de una mesa de café ubicada en la terraza precisa para mirar a la calle.
Por ejemplo, en Rodrigo Hidalgo (Santiago, 1976), con su opera prima Desafinan con el frío (novela; Santiago: La Calabaza del Diablo, 2013), es difícil no ver una confrontación con un marco histórico cuya supuesta cualidad de transición política se tradujo en un adelgazamiento anómalo de lo que podríamos llamar espesor vivencial; una época puesta entre la crispada experiencia dictatorial y el desolado (insensible e insensato) presente, un camino intermedio que palidece y no quiere ser contado, si no es desde la estricta perspectiva del periodista de segmentos marginales o el reelaborador experto de productos literarios comprobados en el mercado o la academia norteamericanos. La “literatura de la transición” es, desde esta perspectiva, la comprobación segura de ese mínimo espesor; confirmaba la entrada desenfrenada a la globalización por parte de nuestra economía neoliberal mostrando la nulidad perfecta de nuestra experiencia particular. Una buena pista de aterrizaje no debe tener obstáculos, y quien se meta en la losa no va a tener una muy buena pasada, como supo bien advertir “la nueva narrativa chilena” al evangelizar el deber de la derrota moral desde los medios culturales autorizados por el poder político y económico.
Por el contraste con lo anterior, resulta más inquietante la visita fría y desapasionada que Hidalgo hace a una constelación de personajes que parecen concentrar su deriva en estos años de la transición dando un retrato acabado de una época histórica despojada de sentido trascendente. Deriva, dado que sus proyectos de vida se ven minados por heridas históricas que saben no dejarse retratar con obviedad esquemática. Lo que se nos arroja en primer plano en las sucesivas analepsis -el idealismo desatado de Lukas, el despojo extremo y culposo de Bernardo, la mudanza de ciudad y de vida de Amanda, la vía al negativo desencanto de Gonzalo- no se expresa jamás como el reflejo espontáneo de figuras ya conocidas: sus decisiones contribuyen a dar un relieve existencial que carga de expectativa a los relatos que vamos asumiendo como la “actualidad” de la narración en la medida en que entendemos las anacronías de la novela. Ese entendimiento se hace gradualmente y sin esfuerzos mayores: Hidalgo logra con esto un desarrollo que da aún más contextura a estas vidas mínimas, que resisten cualquier jerarquía para darnos una imagen de cúmulo, que sabe precisar mucho mejor la variedad de experiencias que pueden configurar una época histórica, que si, por ejemplo, hubiera escogido un personaje como figura ejemplar. Los privilegios que entrega su situación en la novela son más bien para Bernardo -por ser el más ligado históricamente y, quizá por lo mismo, el más agónico- y para Margarita, cuya última frase funciona como título y, por tanto, como una de las claves de lectura de la novela. El frío que desafina las cuerdas del piano –objeto este también cargado de sentido- resulta hacer un eco del desamparo simbólico e ideológico sobre la sociedad chilena: es, de alguna forma, el frío de los gobiernos que dijera Violeta Parra, esta vez pensado a una escala que va mucho más allá de la necesidad económica.
La capacidad de escapar a toda esquematización en sus acciones da al cúmulo de personajes de Desafinan con el frío un realismo efectivo, si bien algunos muestren a veces signos de caricatura -en particular Lukas, al relatar el desarrollo de su espiritualismo, y, por otro lado, Amanda, cuando se extrema el lenguaje obsceno al describir su entorno y sus diálogos. Afortunadamente, la espesura de la trama de las acciones hace que estos momentos queden aislados.
Definitivamente es digna de celebrar una novela como Desafinan con el frío en el escenario narrativo chileno: sabe entretener efectivamente, sin convertirse en ensayo ni caer en chistes de crónica dominical. Libros La Calabaza del Diablo confirma, con esta publicación, su rol central en la necesaria región de resistencia dentro del campo literario chileno.