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De la poesía a la novela
Sobre «La regla de los nueve» de Paula Ilabaca y «Las bolsas de basura» de Enrique Winter

Por Rodrigo Hidalgo
Publicado en El Guillatún, 18 de agosto de 2015


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Enrique Winter y Paula Ilabaca tienen a su haber sendas carreras como poetas, con premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional. Y ambos han dado el salto a la narrativa publicando sus respectivas primeras novelas, el uno con la chilena Editorial Alquimia, la otra con el prestigiado Emecé/Cruz del Sur de grupo Planeta.

Ya que conozco a ambos desde hace años, trataré de no ser innecesariamente condescendiente. Si sus libros no me hubiesen movido el más mínimo músculo, habría preferido guardar silencio. Confieso entonces antes que nada, que esperaba lo peor, que temía enfrentar novelas herméticas, tediosas y experimentales, de poeta. Y no fue el caso.

Acerca de La regla de los nueve, Editorial Planeta dice en su página web que se trata de «un relato cuidadoso y puntillista, en el que las voces de los narradores reflejan la incomprensión y las fracturas experienciales en las que se funda el presente de nuestro país. Ilabaca logra en este texto vital y estremecedor, mediante el sutil manejo de los silencios y los vacíos, que la triangulación de los conflictos de estos personajes secundarios represente el dolor social, pero también su esperanza y celebración».

Concedamos que es comprensible que una editorial haga eso: tratar de vender su producto. Pero en honor a la verdad, la novela de Paula no alcanza como para proponerla como retrato del país. Y aunque sí es una fotografía de un segmento de jóvenes en los 90’s, tampoco sé si da para hablar de retrato generacional. O quizás sí: puede ser que yo tienda a minimizar el valor del texto en esa función, acaso porque estoy demasiado cerca. Digo: soy de los que conocen la anécdota del poeta pirómano sobre la que Paula construyó su novela. Y por eso tiendo a pensar que el guiño es apenas para unos pocos. Pero si tengo que decir algo más allá de mi propia perspectiva, diría que La regla de los nueve es una novela sobre cierto under noventero, poblado por los primeros adeptos a los juegos de rol, los primeros góticos, los antepasados de los emo y de toda esa hoy colorida variedad de tribus urbanas. Esa es la atmósfera dark que Paula Ilabaca usa como telón de fondo.

Ahora, más allá de lo que lógicamente diga su editorial, me llama la atención que la crítica ha sido lapidaria. Ha sido como si todos dijeran: a Ilabaca le quedó grande la narrativa. Y yo no puedo estar más en desacuerdo.

Creo que  La regla de los nueve  es un buen debut narrativo para su autora. La leí como una novela policial, de atmósfera densa, cuyo mayor mérito reside en la composición sicológica de los personajes, lo que va aparejado del manejo de las múltiples voces o escrituras con que se aborda la historia. Porque tenemos el relato de la madre del protagonista (Gloria), del protagonista mismo (Gabriel), de su amada/víctima (Edith/Ingrid), y hacia el final, de los detectives Leiva y Cuevas. Valiéndose de todo lo que conoce de cerca, criminalística incluida, Ilabaca trenza, alrededor de un incendio, un par más que interesante de relaciones y perfiles sicológicos. Estoy destacando la configuración de Gabriel, un muchacho estudiante de geología con inquietudes literarias, un depresivo arquetípico, que da salida a sus dolores, rabias y traumas a través del poder, estableciendo un vínculo sentimental con una chica de nombre Ingrid, pero a quien decide bautizar Edith, con el consentimiento de ella. Ella obedece. Desde esa dinámica opresión/sumisión pasan al plano sexual practicando el sadomasoquismo. También la escritura del diario de vida de esta chica resulta conmovedoramente verosímil en su fragilidad de gótica o de emo, donde la aceptación del grupo es clave para su propia identidad. Son, al fin de cuentas, una pareja de jóvenes que exploran, que leen poesía surrealista mientras juegan irresponsablemente al trío, a la dominación y al  bondage. Y sufren un desasosiego innato, sin aparente explicación. El tercer perfil que destaco es el de la madre, una mujer que tras ser abandonada por su marido queda suspendida, incapacitada, en un estado de shock permanente, lo que a la larga no ha hecho sino facilitar el desordenado crecimiento de las tendencias de su hijo. La relación, hecha de silencios, de gestos agresivos, de convenios implícitos, no puede ser más doble vinculante, tierra fértil para la depresión o la esquizofrenia.

Ahora, retomando lo señalado por la editorial y rescatando lo declarado por la propia Paula en el sentido de querer retratar el país o la juventud de esos años, podríamos conceder que algo hay, en esa densidad atmosférica a la que he aludido como virtud del libro, que vendría a emparentar a Ilabaca con Álvaro Bisama, en la medida que el autor de  Los muertos  también conoció de cerca ese under y lo ha convertido en material de trabajo. Acaso la pequeña distancia que los separa sea precisamente, aunque no más que eso, la diferencia de edad entre ambos, que calculo yo en un lustro como máximo. Bisama logra el efecto de «retrato generacional». Ilabaca no. ¿Por qué? No sólo porque Bisama ha desplegado al menos en 3 libros la materia, sino además porque Ilabaca como dije construye un policial sicológico, se vuelve intimista, se centra en los cuerpos, o sea es poeta al fin y al cabo. Nótese: ¿por qué se llama «La regla de los nueve»? Porque hay un incendio, un siniestro. Y resulta que la gravedad de una quemadura en un cuerpo humano se determina según cuán extendida es, de cuánta piel digamos se quema, lo que se calcula usando la llamada «regla del 9» o «regla de Wallace», que básicamente se trata de dividir el cuerpo en áreas de un 9% de superficie. Ahí está la Paula Ilabaca que los críticos sí celebran: la poeta.

Ahora demos un paso al lado y veamos lo que pasa con el otro poeta, Enrique Winter.

A Winter con total seguridad se lo conoce mucho menos que a Paula Ilabaca. Obviamente en el mundillo de la literatura se los conoce por igual a ambos. Pero basta googlear a uno y a otro para entender a qué me refiero. Si bien  Las bolsas de basura  ha sido comentada y celebrada en diversos medios, su autor está lejos de la fama sí ha logrado su colega poeta. Obviamente publicar con Planeta garantiza un nivel de exposición mediática importante al lado de lo que puede hacer en ese terreno un sello pequeño como Alquimia. Pero siendo justos, Paula Ilabaca ya había sido portada de algunas revistas mucho antes de su debut narrativo, y hoy es sin duda una escritora que goza de visibilidad y reconocimiento, a pesar de lo que de su novela haya dicho la crítica.

En cambio con Winter todo ha sido romance. Lorena Amaro, en el mejor texto disponible al respecto (en la Revista Letras en Línea, de la Universidad Alberto Hurtado), echa luces para quienes leímos  Las bolsas de basura  con más sorpresa que otra cosa. Sorpresa en el sentido de que la novela gira y gira y vuelve a girar y uno se queda de pronto desconcertado, con la pregunta «¿qué pasó?» a flor de labios.

No alcanza a ser una novela experimental, sino más bien, y como su propio autor ha dicho, es una novela de divagación. Hay una escritura plenamente consciente de sí misma, sólida, con mucho recoveco e intersticio a la vista, mucho devaneo y satélite, con aristas e hilachas múltiples. El argumento surge a ratos, se asoma, pero se esconde mañosamente. Si uno desconoce algunas cosas, pienso por ejemplo en las que Lorena Amaro devela, puede no terminar de entender la novela. O puede perderse del significado final de la misma. O de uno de sus posibles significados. Porque hay tras todo esto, muchísima simbología. Tanto que uno tiene la tentación de decir que es una novela para leer un par de veces por lo menos.

Como bien se dice en la contratapa, la estrategia escritural de Winter es «un lirismo de lo ordinario que se aparta de cualquier altisonancia», difuminando la jerarquía entre lo importante y lo secundario. Es una novela rara, extraña, morbosa. Te mete de pronto en un rincón oscuro y no te saca de ahí. Te deja, y a otra cosa. Los personajes tienen una humanidad que descoloca, que logran empatía como por cansancio. Hay un protagonista, sí, Miguel, y su amada, Brenda. Ambos estudiaron para ser veterinarios (pero no lo son, no ejercen, son inconclusos). Se separan como acto máximo de amor. Pero no es una separación inconsciente, es un plan. Porque saben que en ese acto de separarse por amor, están citando y aludiendo a otras tantas parejas de la historia de la humanidad, la eterna tragedia del amor. Brenda se dedica a embalsamar perros, a disecarlos y convertirlos en obras de arte. Miguel huye, se esconde en una pensión, cuenta cabras en el monte, y padece una persecución por un crimen que no cometió. Ambos, cada cual por su cuenta, viven sexualmente activos, sedientos, a ratos desesperadamente sedientos, al punto de arriesgarse al contagio de ETS. En un plano diríamos cósmico, son amantes, son sus respectivos némesis, (pero no lo son, no ejercen, son inconclusos). Y uno va intuyendo todo esto, porque la novela como hemos dicho avanza tramposamente, ocultando su trama, poniendo por delante múltiples escenarios o perspectivas de lectura. Se llenan páginas con situaciones que van de lo grotesco a la contemplación poética. Hay momentos de hilaridad gratuita como los hay de pornografía, y Winter se permite incluso llevarnos a la aridez de los informes judiciales o a la tecnificada jerga científica del procedimiento embalsamador.  Las bolsas de basura  me hizo pensar a ratos en un film de David Cronenberg. Tiene ese espesor. Esa combinación de artefacto y sangre. Hace que uno quede asombrado, atónito, como no sabiendo en el fondo si el plato le gustó o no. La habilidad, la maravilla que uno aplaude en todo caso, es precisamente esa.

Ahora, no puedo dejar pasar el hecho como se ha dicho, de que la novela tenga tanta carga de significados simbólicos. El libro comienza con un epígrafe que es un poema de Marcela Parra. Ese poema se llama así mismo:  Las bolsas de basura. Y en ese poema, hay una mujer que lee una novela titulada Las bolsas de basura. Y en el poema además se nos dice que esa novela titulada  Las bolsas de basura, se trata de una artista que diseca perros. Con esa entrada, cualquier lector mínimamente entrenado, debiera advertir que se va a enfrentar a un puzle de nivel avanzado, un juego de muñecas rusas de alta complejidad (referencias dentro de referencias). Por ejemplo no sé si a usted lector le hago un favor hablándole de Cronenberg, esa ya es una alusión a cierto cine más bien intelectual, para entendidos. Hágame el favor e indague, googléelo usted mismo. Si no esto podría volverse eterno.

Ahora que lo pienso, ya que he propuesto un paralelo con el cine, quizás hay una película que podría funcionar como referente, como clave de lectura. Digo, una película que cualquiera puede haber visto hasta en la TV abierta:  American Beauty (Belleza americana). Recordará el lector que en esa película hay una bolsa plástica volando caprichosamente por el aire, y que un par de jóvenes la filman, pensando en que lo bello puede estar incluso ahí. Algo de eso tienen Miguel y Brenda, los personajes centrales de Winter, sujetos atentos a los desechos, al contenido de las bolsas de basura. Pero también tienen la desesperación contenida y pervertida de los adultos de la película: guardan secretos en los que es preferible no indagar, pues conducen a sus propias miserias, a sus propios abismos. Lo cierto es que Las bolsas de basura de Enrique Winter lo pueden dejar con la boca abierta. Como perro disecado.

Por último, ahora que lo pienso mejor, American Beauty podría servir también, dado lo dicho, como eco de  La regla de los nueve. Los jóvenes retratados en estas dos novelas se parecen a los del film, son los jóvenes del fin del milenio, con sus complejidades sicológicas, con sus agitados mundos interiores, sus búsquedas de la belleza, sus intentos de comunicarse mediante un sexo más cercano al porno que al erotismo, su familiaridad con la muerte, con los impulsos destructivos y autodestructivos, su fascinación con Thánatos.

Feliz con el hallazgo de esta coincidencia, me declaro entonces listo. Listo para la próxima pareja de libros que desde el velador me otea ya, los dientes afilados. Te dejo entones lector, con la recomendación de  La regla de los nueve de Paula Ilabaca, y  Las bolsas de basura de Enrique Winter. No le haga caso a la crítica. Ya me equivoqué yo con mis presunciones. Vaya y tropiece usted con sus propios pies. En una de esas descubre algo que nadie ha visto. Es lo más probable.



 

 

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