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«El hospital» de Luis Alberto Tamayo y «Migrante» de Felipe Reyes

Por Rodrigo Hidalgo
Publicado en El Guillatún. 26 de mayo de 2015



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Desde que comencé a comentar libros, al principio como un ejercicio privado de lector estudioso, pero más tarde asumiéndome periodista y aleonado por haber cursado un diplomado en crítica; me auto-impuse una máxima que aún hoy trato de sostener. Un imperativo ético si se quiere. «Si no tienes nada bueno que decir de un libro, mejor no digas nada». Es difícil comentar libros cuando además uno mismo es o quiere llegar a ser un escritor. Porque como Alejandro Zambra me dijo alguna vez, se corre siempre el riesgo de ser condescendiente. Más aún si estamos en Chile, el circuito es ínfimo, y a la larga todos más o menos nos conocemos. Y doy esta vuelta en tono de confesión porque voy a intentar abrir el fuego sobre dos libros de dos amigos. Entonces que no se diga al menos que no fui transparente en declararlo. Tanto con Luis Alberto Tamayo como con Felipe Reyes, diría que hace más o menos una década, somos amigos.

Luis Alberto Tamayo tiene fama entre los escritores, o al menos entre varios de ellos, de ser un balazo para los concursos y un capo del género cuento. Su carrera lo ha situado con relativo éxito últimamente, como un destacado autor de ficciones para niños y adolescentes. Lo cierto es que  El hospital  reúne 7 cuentos de esos que uno dice: cómo no lo escribí yo antes.

Y para no dejar lugar a dudas diré que eso mismo, literalmente, es lo que pensé cuando leí el cuento Final de cumbia, porque escenifica de manera magnífica algo que podrán comprender todos quienes hayan vivido en una villa o población y que hayan sido conocidos por los vecinos por ser «el universitario». Por cierto esto nos sitúa en un contexto en que no todos los jóvenes lo eran, acaso como hoy, en que mediante créditos sanguinarios y endeudamientos generacionales acceden a la promesa de un título profesional. Al menos hasta la mitad de los años 90, en mi villa —que se llamaba así a pesar de ser claramente una población—, a los universitarios se nos identificaba con total claridad y hasta con cierto orgullo, y éramos plenamente conscientes de lo que ello implicaba a la hora de cortejar o mirar a las vecinas coetáneas. Por la capacidad de retratar esa situación, con humor y a la vez con delicadeza, con cariño y a la vez con crudeza, este cuento, Final de cumbia, debería considerarse como un ejemplo perfecto, redondo, de cómo se escribe un cuento, desde su inicio usando la letra de una cumbia hasta su remate que anuncia el aplauso.

La narrativa de Tamayo entonces forma parte de esa tradición que señalaron Manuel Rojas y Nicomedes Guzmán, y que sigue siendo letra viva hoy en la pluma de Poli Délano, de Rolando Rojo, de José Leandro Urbina, e incluso de Antonio Skármeta y de Pablo Azócar, entre tantos otros. Hablamos de una literatura que se hace desde la plena consciencia de que no se ha perdido el interés por lo más básico, narrativa que no se deslumbra por las posibilidades múltiples e inagotables de la forma, se trata finalmente de nada más que eso: de contar historias. Y en ese sentido, es una narrativa que se construye desde la permanente conversación entre lo vivido y lo narrado, con la anécdota como punto de partida. Lo que no le niega en ningún caso posibilidades, por ejemplo, a la magia. Porque acaso mágicas fueron las circunstancias en que algunas vidas se salvaron cuando el golpe militar y la dictadura eran un cotidiano de muerte y tortura. Me estoy refiriendo de manera tangencial al cuento La cara del Juanano, donde un adolescente protagoniza heroicamente un largo allanamiento. Pero podría estarme refiriendo igualmente al cuento Fotos de familia, escrito, premiado y publicado antes de que la película francesa Amelie hiciera conocida a una curiosa organización de ludópatas que se dedican a «liberar enanos de jardín».

Ahora, el contexto particular desde el que nos habla Tamayo, es como ya se dijo, el de la dictadura y de la más inmediata pos-dictadura, y especialmente en las poblaciones. Los 80s en las zonas marginales. Y el mejor ejemplo es el cuento que da título al conjunto. El hospital se refiere obviamente al elefante blanco de Ochagavía, el proyecto de Allende que quedó inconcluso el 73 y que aún hoy es una marca incomprensible, una frontera que demarca el límite sur de la metrópolis y el margen, la entrada al extramuro. El hospital de Ochagavía ha sido llevado a teatro, su testimonio se ha convertido en artes visuales y en fotografía documental. Pero sigue ahí. Una cicatriz enorme de la que no nos hemos hecho cargo, como una animita enorme, monumental. Un lugar a medio camino entre la vida y la muerte. Con esa carga poética que recuerda al desgarrador Juan Radrigán, Tamayo elabora un relato doloroso, potente, que asume con desparpajo la voz de un fantasma colectivo: «nosotros mientras tanto, seguimos en la espera de un gesto que nos reconcilie con la vida».

Podría seguir refiriéndome a los otros cuentos del libro de Tamayo, o a su obra, pero confiaremos en que usted, lector, sabrá valorar y aquilatar lo hasta aquí dicho, contrastándolo por último con Wikipedia si le asoman legítimas dudas. Yo me limito a invitarlo. Me han dicho que El hospital está en varias librerías y que no está ni siquiera tan caro (asumiendo que 10 lucas ya es caro). No me consta, pero es lo que me han dicho.

Ahora, pasando al libro de mi otro amigo, o mejor dicho, para referirme a Felipe Reyes, lo primero tendría que decir es que hay un libro anterior suyo, Nascimento, el editor de los chilenos, ante el cual me rendí por completo pues se trata de una biografía sumamente interesante, entretenida y hasta educativa. Con lo cual me estoy poniendo un parche antes de la herida, porque en cambio  Migrante  me resultó, valga la cacofonía, desconcertante. Insisto: no quiero faltar a mi premisa crítica, la cual me indica que si no me gustó el libro, es mejor callar. De modo que si voy a decir algo, es básicamente para rescatar aquello que de valor haya encontrado. Y tampoco quiero dejar lugar a dudas de que con Felipe somos amigos, nunca así como en grado hermanos, pero sí amigos. Es decir, no quiero guardar condescendencias innecesarias.

Entonces: no sé si Migrante es como se la ha presentado, una novela. Me parece que es un  work in progress, un proyecto inacabado. Son dos historias que desde el punto de vista del argumento no se cruzan, y que podrían defenderse desde su total independencia, como dos cuentos que solamente coinciden en que tratan un mismo tema. Se echa de menos aunque fuera un tercer relato para alcanzar a armar un conjunto con sentido unitario. Esa es la sensación.

Ahora, el tema abordado es lo que me interesa. El sujeto migrante. Quizás si usted lector se ha aventurado con anterioridad a leer esta misma columna, ya sabrá que es un tema ante el que no oculto mi entusiasmo. Recuerdo haber celebrado por ejemplo los relatos sin fronteras de la nicaragüense María del Carmen Pérez Cuadra, del mismo modo que saludé la publicación de autores extranjeros, argentinos concretamente, en editoriales chilenas. Y no es que uno sea particularmente un apologista de la globalización. Ese concepto tiene largas páginas por escribirse aún, y uno si fija una opinión al respecto, apenas puede remitirse a dar testimonio de lo que ha vivido.

Creo entonces, y para volver al libro, que Felipe Reyes busca acercar al lector a la realidad de aquellos que se han visto empujados a abandonar la propia tierra para buscar nuevos horizontes fuera de la propia patria. El exilio tiene tantas caras como siglos la humanidad. Los dos relatos que se nos presentan dan cuenta de dos momentos distintos, ambos dolorosos. Primero la epopeya de la salida del territorio propio, el enfrentamiento a las políticas de ingreso ilegal, la discriminación latente, la amenaza implícita. El relato de dos hermanos que cruzan la frontera y que para hacerlo, cual espaldas mojadas, se ven obligados al contacto normalizado con lo delictivo, con plena consciencia de estar rebajándose. Es el testimonio desgarrado de alguien que ve cómo se tuerce su destino, dejando atrás una época, un lugar, en el que no necesitaba incurrir en faltas. Es maquiavélico: el fin justifica los medios. Lograr el bienestar anhelado nos obliga a aceptar las imposiciones de este sujeto que nos cruzará la frontera por donde no se debe, por donde se supone que no podemos. Y una vez entrados al círculo del vicio, entendemos que la caída será progresiva. Es cuestión de tiempo. El planteamiento de Felipe Reyes es acertado en el sentido de que demuestra o exhibe el sesgo de culpabilidad con que muchos peruanos y extranjeros católicos enfrentan sicológicamente su situación.

En el segundo tiempo, la escena se traslada a la aduana, y es un monólogo interior de un haitiano, bloqueada la comunicación por la frontera idiomática, que nos da cuenta de la indolencia, prepotencia e ignorancia de que son capaces los agentes policiales que trabajan en esas instancias. La metáfora acá, ahonda en el ejercicio del poder no desde quien lo ejerce sino desde quien lo padece, revela esa sensación de impotencia a que nos hemos enfrentado cada vez que sentimos que no se nos escucha, que no se nos entiende, que de nada sirve ser una persona cuando al frente el otro, el prójimo, no te entiende porque no hablas su lengua. El funcionario de policía internacional, que con suerte maneja el alfabeto castellano, se ve enfrentado a un extraño. El extraño, el extranjero. El funcionario es un esclavo, acaso el último eslabón de esa intrincada y larga cadena del poder. Pienso en estos momentos en la figura del policía que dispara sobre las masas, sólo porque su condición es la del engranaje que obedece órdenes. La dimensión humana de todos quienes hemos enfrentado la imposibilidad de hablarle a un rostro que no tiene ojos ni oídos, si no casco y escudo. Multiplíquese por diferencia de lengua. Y agréguese prejuicios raciales. Cualquiera que haya vivido lo que es ser un chileno, dicho de manera despectiva, ya sea en Argentina como en Canadá, sabe de qué estamos hablando: de lo mismo que ser peruano o haitiano en Chile.

Más allá de todo lo anterior, y para ser justos, creo que vale la pena además destacar el trabajo escritural, es decir el manejo del suspenso, la construcción de personajes y la tensión narrativa, todo lo cual que refuerza el gusto a poco amargo con que uno se queda al finalizar el breve libro. Queda francamente en desazón.

Finalmente no quisiera dejar de hacer el gesto de inclinar la balanza, haciendo el siguiente mañoso e imprudente ejercicio: independiente de su calidad o contenido ¿cuánto cuesta un libro de más de 100 páginas? Migrante debe ostentar uno de los precios más ridículos del mercado. Hasta donde he comprobado, no llega a los 5 mil pesos (o sea, lo que ni un Simonetti pirateado). Es cierto: apenas supera las 50 páginas. Pero se ha visto por esa misma —o menor— extensión cobros que derechamente recuerdan las boletas ideológicamente falsas, fraudes escandalosos con los que uno quiere gritar ¡quién se ha robado mi queso! Entonces, haciendo la raya para la suma: incluso considerando que el final del libro no alcanza lo que uno esperara, o que uno quisiera más carne en el puchero, creo que no hay posibilidad de salir sintiéndose estafado.

Dicho todo lo cual, lector, te dejo en paz con  El hospital  de Luis Alberto Tamayo y con Migrante  de Felipe Reyes, y te encomiendo la tarea —así de patudo— de averiguar si al menos en los precios no me he equivocado.



 

 

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