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Sobre “RAPAZ”, cuentos de Isabel Escribano (Editorial Ceibo)
Por Rodrigo Hidalgo
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Los cuentos de este volumen tienen, como bien anota Juan Pablo Sutherland en la contratapa, algo que los une o relaciona, que podríamos identificar con una atmósfera de un soterrado malestar. Iré directo al grano a riesgo de contar mucho, pero creo que es la mejor manera de aclarar el punto.
En los cuentos “Tiempo y posición” y “Los primos”, hay una violencia contenida, primero en la figura de una niña que soporta el abuso de un hombre mayor durante un juego de ajedrez, y luego en la figura de un homosexual que enfrentado a la muerte de su pareja va descubriendo en la doble vida de su amor fallecido un eco de su propia doble vida.
Esta certeza sobre la violencia social y sexual que arrincona, que obliga a las máscaras, a la doble vida, se repite en al menos otros dos cuentos, “El repartidor de pan” y “Educadora de párvulos”. Los protagonistas, uno de clase social alta y con circuitos sociales ABC1, y la otra más bien representante de un esforzado C3 más arribista que acomodado, viven por igual esta esquizofrenia de las apariencias, el salvaje peso de las apariencias que los esclaviza y somete.
Como resultado de esa voracidad a la que son sometidos los seres humanos, víctimas de un panóptico rapaz, asoma el segundo elemento que me parece aglutina o relaciona. La soledad. Los otros relatos que componen el libro, tienen en común el enfrentarnos a sujetos quebrados en su más íntima capacidad de relacionarse.
En “Solsticio del norte” ni siquiera la muerte de una vecina, una anciana abandonada, logra sacar de su pertinaz soledad al protagonista, un tipo que parece esperar sin complejos cumplir el mismo destino de morir solo y abandonado.
En la misma línea, pero haciendo un contrapunto, “El refugio de los montes” es un bello retrato de cómo las relaciones entre hermanos puede ser precisamente una demostración de los alcances de la soledad. Enfrentados a la vejez, los hermanos buscan acompañarse para no morir solos. Algo parecido pasa en “La comunidad de los lobos”, pero allí el vínculo sanguíneo fraternal es reemplazado por esa suerte de hermandad que nace de la extrema necesidad. Es el relato de un mendigo de la plaza Yungay que cuenta cómo van muriendo sus amigos, su manada, mendigos como él, y finalmente cómo él mismo se entrega a la muerte.
Ahora, puesto a tratar de decir algo más, me haría la siguiente pregunta:
¿Qué nos mueve a escribir a quienes a través de nuestros cuentos o novelas presentamos una cara de la realidad que a veces nos resulta demasiado conocida, demasiado sabida, demasiado vista? Porque creo que estamos ante alguien que no está en plan de iluminarnos revelando realidades desconocidas u ocultas. Hay una tendencia narrativa en la que se inscribe este libro, y que no se caracteriza por pretender ser la palabra del mudo. Es una narrativa sin pretensiones en ese sentido. No busca mostrar lo que los ojos no quieren ver. Pareciera de hecho que el gesto es el contrario, contar historias que están ahí, a ojos-vista de todos, de los transeúntes comunes y corrientes. Creo que hay un mérito en ello. Porque en ese mostrar lo que todos los días vemos, en ese detenerse, hay una pregunta, hay una búsqueda implícita: ¿cómo es posible que a diario y e nuestras narices pase esto? Hay un asombro de otro tipo. La aparición de un aguilucho, como la única gran anécdota que puede parecer fuera de lo normal, no es en estricto rigor lo más asombroso. Lo asombroso es que ese aguilucho fugaz termine siendo el único oído confesor de un joven solitario al borde del abismo.
Alguien puede decir que esta tendencia prolonga la arquetípica falta de sentido del humor de la literatura chilena, donde abundan la tristeza, el desgarro y hasta la tragedia. Puede ser. La realidad, esa ave rapaz que a veces surca el cielo para convertirse en herida, nos duele. Si no por qué escribiríamos.