Proyecto Patrimonio - 2017
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Zambra y Sanhueza. Sobre «Facsímil» y «La edad del perro»

Por Rodrigo Hidalgo
Publicado en El Guillatún. 19 de Diciembre de 2014



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Dos libros que son dos entradas a una misma situación. La situación país, actual y desde hace algo menos de medio siglo. Una generación a la que pertenecemos quienes aún no somos abuelos pero dejamos hace ya rato de ser meros hijos. La de la cruda y cruel desesperanza. Contra lo único que aún nos quedan impulsos subversivos.

A riesgo de contar demasiado de ambos libros, intentaré proponer un punto de encuentro para  Facsímil  y  La edad del perro, seguro desde ya de fracasar y de no eximirme de una sensación de vacío y burdo desasosiego. Espero lector no hacerte perder demasiado el tiempo. Ve, busca y lee estos libros, eso sí es lo único, lo fundamental, lo primero.

Si en el libro de Sanhueza la muerte del padre es el final, y en su antesala el hijo-niño se prepara a enfrentarla sin terminar de creer en ella o atisbando la posibilidad de conjurarla a pesar de los descargos que ha acumulado en su contra; en el de Zambra ese deceso es más bien simbólico y se convierte en un hecho consciente con múltiples implicancias, como las alternativas de una prueba en donde se puede marcar/elegir una o todas las anteriores, reforzando la idea de omnipresencia del vínculo que todo hijo experimenta, como reflejo al derecho o al revés, cuando se convierte a su vez en padre.

Sanhueza y Zambra son primos dentro de una misma generación, la de los hijos del Golpe, cuando nos descalabraron hasta en ese plano los huesos. Convertidos en escépticos recalcitrantes, enfrentados al fracaso del amor en sus formas eróticas, parentales, filiales o colectivas de compromiso, ya no creímos en tener parejas ni en tener hijos ni en tener hermanos ni en tener compañeros. En una emotiva escena del último capítulo emitido de la serie televisiva  Los 80s (el domingo 14 de diciembre), la hermana mayor llora abrazada al hermano del medio cuando ambos se dan cuenta de que la familia se les fue al carajo y hasta la casa hay que vender. Sobrevivimos a la dictadura, le ganamos a la muerte, se dicen. Pero no sobrevivimos. Quedamos reducidos a individuos. A rascarnos con nuestras propias uñas.

En  La edad del perro, Sanhueza es un niño que nació poco después del Golpe militar, sus padres se separaron al rato, cuando aún no era lo más común ni una situación superior al promedio, y que se crió con sus abuelos, en un invernal Temuco de nata y estufa a leña. Pero la dictadura es mucho más que un telón de fondo, se convierte en hechos concretos que inciden directamente en la dinámica familiar, anécdotas trágicas que abren distancias insalvables entre hermanos, padres e hijos. Es destacable la complejidad de las relaciones que se muestran en la novela. En un mundo polarizado y bajo la lluviosa lupa de la provincia, que hace crecer las bondades y tinieblas de sus habitantes, el niño se mueve entre cotidianas y diversas formas de poder. El poder de las armas, el poder de la palabra, el poder del conocimiento, el poder vacío. Desfilan así un padre ausente y caricaturizado por los abuelos como un milico borracho, un mal chiste ante los ojos del niño; la madre que no sabe responderle a éste si en el fondo es de derecha o de izquierda; el abuelo como autoridad pura y dura; la abuela y su ceguera de creyente o pragmatismo religioso; la tía como ejemplo de valentía y solidaridad; y de un sinfín de personajes secundarios tan delicados como entrañables. El resultado es un intuitivo aprendizaje del sentido del honor, de la lealtad, así como también la culpa, la capacidad de sentir piedad o misericordia, y el perdón, el inalcanzable perdón.

¿A quién hay que perdonar? ¿Quién tiene que pedir perdón? ¿El padre al hijo o el hijo al padre? ¿Y en el país? ¿Y en el mundo entero?

Algunas imágenes concretas: el niño jugando solo en el patio, con la tierra, levantando con piedras, cascajos y maderas una pequeña ciudadela, por cuyas calles circulan los autitos de juguete. Los únicos habitantes son los soldaditos de plástico. El juego terminaba indefectiblemente cuando el aburrimiento dicta la hora del bombardeo aéreo o el ingreso de Godzilla, el apocalipsis, la destrucción total.

Otra escena clave: la herencia que deja al hijo ese padre ausente es la literatura. En la forma de una maleta llena de libros Quimantú, asaltada por las ratas y rescatada de la bodega casualmente por el niño, le revelará otra cara de su progenitor, la de un militar que consciente del valor de la palabra impresa, decidió correr el riesgo de esconder ese dudoso tesoro. El padre como misterio, con vericuetos desconocidos. Un tipo sensible, que hasta tocaba el piano. Y hay una frase que en ese sentido quiero rescatar. «Y bueno, la vida es así: al poco tiempo, en la primavera del setentaitrés, semanas después del Golpe, la casa se quemó hasta el último palo (dicen que fue un ajuste de cuentas en contra de mi abuelo materno) y el piano se redujo a escombros y cenizas, como todo lo demás». Me quedo por supuesto con esa parte final de la sentencia. Todo se redujo a escombros y cenizas. Eso podría perfectamente definir a quienes nacimos en ese contexto, viendo crecer el páramo devastado.

En este sentido, aunque comparten generación y escenario país, Zambra le habla a ese nosotros que rindió la Prueba de Aptitud Académica, y que se resignó a la no llegada de la alegría, la que se padeció la muerte de la esperanza, pues no habría justicia sino en la medida de lo posible.

Por eso no hay en Facsímil  la pintura del cotidiano durante los años negros que sí hay en  La edad del perro. En su lugar Zambra opta dos o cuatro veces por decirlo todo, sin mayor poesía: Pinochet impuso a sangre y fuego una constitución y un modelo económico, político y cultural que la derecha política ha mantenido a pesar del retorno a la democracia. El Mamo Contreras fue un asesino y torturador y su hijo anda por la calle hasta con su mismo nombre. La educación chilena es un lastre de todo esto, en un país donde los conservadores tienen un poder tan sobre-representado que ni siquiera había ley de divorcio a las puertas del nuevo milenio. Etcétera. Zambra despliega un tablero de operaciones y se permite estas dosis de inteligente humor negro sin desatender las reglas del juego. Continúa así el derrotero que ya se había permitido explotar y exponer en sus libros anteriores, la zaga de Anagrama compuesta por BonsáiLa vida privada de los árboles y Formas de volver a casa. Y donde básicamente le da vueltas al doloroso hecho de asumir una realidad tan penca (perdón por lo coloquial) que hace más absurdo aún el de por sí ya absurdo continuo de la vida.

Piénsese así: el padre, canceladas las razones colectivas o superiores por las cuales vivir, le declara al hijo que es lo que le da sentido a su vida. Se trata de un egoísta a fin de cuentas, es su propia vida la que cobró sentido. Luego ese mismo hijo, aprendiendo de esto, crece negándose a depositar en otro o en otros el sentido de la vida, buscando más allá un sentido para su propia existencia, fallando y desfalleciendo en cada falso hallazgo al respecto, padeciendo el amor, fracasando en sus relaciones, y a fin de cuentas, sencillamente se queda solo, acompañado apenas por la trampa de la literatura, que no es la vida misma sino un facsímil, una prueba, un ensayo. En este sentido, en Zambra la literatura es una opción, una consecuencia inevitable aunque meditada; mientras que en Sanhueza era una herencia, un legado, un descubrimiento. En ambos casos, sobre-existe y duele. Porque duele la vida misma. Porque nacimos y crecimos en esta tierra y en este tiempo.

Ahora, en Facsímil, además, hay un juego formal, por eso desde el principio la invitación es al juego. Juego de roles, juego de palabras. Poesía digo yo, pero es sólo al final, en la página 100, que se da pie de entrada al poema que desde mi personal punto de vista permite leer el libro: el  Monólogo del padre con su hijo de meses de Enrique Lihn, en cuyo verso inicial, insisto, está todo: «nada se pierde con vivir, ensaya». Ensayo, sinónimo válido para la palabra facsímil. De eso se trata este libro.

Pero hay otro poeta que arbitrariamente ahora estoy tentado de convocar para dar cierre a todo este ejercicio. Juan Luis Martínez. Otro que supo hablarnos de lo mismo y jugar a los reflejos, de ponerse en duda y negarse a sí mismo. Y por supuesto, para el que no quiera entender, lo dejaremos muy claro y por escrito. Porque el poema habla, claro que sí, de ese todo que como dijimos más arriba se redujo a escombros y cenizas: de los detenidos desaparecidos.

 

La desaparición de una familia

Juan Luis Martínez

1. Antes que su hija de 5 años se extraviara
entre el comedor y la cocina
él le había advertido: «Esta casa no es grande ni pequeña,
pero al menor descuido se borrarán las señales de ruta
y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza»

2. Antes que su hijo de 10 años se extraviara
entre la sala de baño y el cuarto de los juguetes,
él le había advertido: «Ésta, la casa en que vives, no es ancha ni delgada:
sólo delgada como un cabello y ancha tal vez como la aurora,
pero al menor descuido olvidarás las señales de ruta
y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza»

3. Antes que Musch y Gurba, los gatos de la casa, desaparecieran
en el living entre unos almohadones y un Buddha de porcelana,
él les había advertido: «Esta casa que hemos compartido durante tantos años
es bajita como el suelo y tan alta o más que el cielo,
pero, estad vigilantes porque al menor descuido confundiréis las señales de ruta
y de esta vida al fin, habréis perdido toda esperanza»

4. Antes que Sogol, su pequeño fox-terrier, desapareciera
en el séptimo peldaño de la escalera hacia el 2º piso,
él le había dicho: «Cuidado viejo camarada mío,
por las ventanas de esta casa entra el tiempo, por las puertas sale el espacio;
al menor descuido ya no escucharás las señales de ruta
y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza»

5. Ese último día, antes que él mismo se extraviara
entre el desayuno y la hora del té,
advirtió para sus adentros: «Ahora que el tiempo se ha muerto
y el espacio agoniza en la cama de mi mujer,
desearía decir a los próximos que vienen,
que en esta casa miserable nunca hubo ruta ni señal alguna
y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza».


 

 

 

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