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Rilke, el poeta de nuestro tiempo
Rainer María Rilke, 1875-1926. Antología poética. A. Hurtado Giol
Por Ignacio Valente
El Mercurio, Santiago, Chile), 16 de abril de 1967
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Sería difícil hallar, entre vivos y muertos, un poeta más vigente en nuestros días que Rainer María Rilke. Desaparecido hace ya cuarenta años, contemporáneo de Wilde, de Maeterlink y de D´Annunzio y aún para su propio tiempo un rezagado (mucho más próximo al Viejo romanticismo alemán que al naciente surrealismo), no ha dejado sin embargo de elevarse, sobre los ojos del siglo, actualísimo y puro, hasta el día de hoy. Han pasado los ismos a la vera del Libro de Horas y de las Elegías; se han hecho y deshecho los gustos y las modas literarias; y la lírica intemporal de su obra, esa poesía esencial de la condición humana, se yergue inalterada en el más cambiante de los tiempos.
Y es que, de este cambio, él parece haber poseído la anticipada clave. El hombre, “expuesto sobre las cumbres del corazón”; el hombre “indefenso y proyectado hacia lo abierto”; el hombre, habitante de “la total, la pura peligrosidad del mundo”: he aquí la única, la continua y angustiosa celebración de su poesía. Rilke es lectura que no puede ahorrarse quien quiera comprender el signo de este tiempo; como de Kafka, su contemporáneo y coterráneo, puede decirse de él que pocos han intuido o reflejado con tal lucidez nuestra condición presente. Un filósofo tan actual como Heidegger dirá que su filosofía no es sino el despliegue lógico de cuanto Rilke había expresado en la forma del poema, y todo el existencialismo contemporáneo se alumbra ya, de manera análoga, en la belleza esencial de sus obras de madurez. A esta luz, no es un azar su profunda afinidad con Kierkegaard, a quién leyó con pasión.
Y sin embargo, la actualidad de Rilke es propiamente poética, no filosófica. Nadie más lejos que él del pensamiento discursivo. Sus poemas no son la expresión de un contenido captado con anterioridad, como es hasta cierto punto el caso de Schiller, o el de Eliot en nuestros días: casos de impotencia intuitiva, en buenas cuentas. Para Rilke se trata siempre de la configuración poética del pensar mismo. Pocos artistas conocemos en quienes la “voluntad de poesía” haya moldeado tan profundamente un carácter y una existencia personal. Por olvidar la calidad figurativa de su intuición, ¡qué de cosas se han dicho sobre la “metafísica de Rilke!” Los críticos alemanes han encontrado la categoría justa: Gedankenlyrik: una “lírica del pensamiento”, es la de este artista, para quien pensar y poetizar eran energías aún no escindidas, un solo movimiento del intelecto y del corazón.
Gusto de filósofos –Marcel y Guardini, entre otros, han dedicado hermosas páginas a su poesía-, es al mismo tiempo una voz que todo poeta de hoy reconoce en la suya, y no pocos le confiesan ese atributo estimulante de mover a escribir, esa resonancia inconclusa de los artistas que, inspirados, inspiran: nadie más solicitado que Rilke para los epígrafes de nuevos poemas. Gusto de adolescentes -¡qué terrible, qué inolvidables las Elegías de Duino a los quince años!-, su obra resiste, inexhausta, cualquier número de lecturas al cabo del tiempo. Abolido teóricamente por las nuevas poéticas, superado por el surrealismo, la poesía pura, la poesía social, su canto se alza intangible y aún enriquecido por los nuevos contrastes. ¿Cuántas veces más deberá ser excedido para terminar de ser comprendido? Sus conocedores verdaderos, cuando se encuentran y se exploran, entablan entre sí una comunicación como de iniciados, más que cultural, casi religiosa.
En nuestro idioma no han faltado las versiones de su obra poética ni de su prosa. Pero tan insuficientes, tan mejorables –me refiero a los poemas-, que uno está siempre a la espera de la traducción superior, y con tal expectativa he abierto esta nueva antología, hecha en España. En Chile circula ya desde 1940 la de Y. Pino Saavedra –Poesía-, bilingüe, que consigue su fin solo en la medida en que este fin es modesto, “dar una pálida idea de la poesía de Rilke”. Con todo, he apreciado más esta antología en comparación con otras castellanas, peores. La argentina de E. M. S. Danero –Obra poética- deja mucho que desear. La española de José V. Álvarez –Elegías de Duino y Sonetos a Orfeo- es tiesa e innecesariamente oscura.
(¿Cómo es posible que obras originalmente escritas con sufrimiento creador, con pena y exactitud, sean luego vertidas a nuestro idioma, no diré incorrecta o ni siquiera ligeramente, pero sí sin sentido poético, sin ese indispensable esfuerzo por recrear la visión primera? Y si pensamos no ya en el publico, sino en nuestros críticos y poetas, que no suelen dominar varias lenguas, y cuyo acceso a Pound, a Saint John Perse, a Ungaretti, se hace generalmente por traducciones, el problema es más grave. ¿Qué fecundación aportarán a nuestra desarraigada y solitaria cultura poética esas versiones apenas buenas para prosa? Traducir poesía no es tarea que las editoriales puedan encomendar a elementos de oficina, ni siquiera a estudiosos o eruditos: sólo a verdaderos poetas. ¿No ha sido para éstos un excelente ejercicio creador la traducción de poesía extranjera?)
Entre las que existen en castellano de la poesía de Rilke conozco sólo dos ensayos memorables. Uno es la versión que en Argentina ha hecho Miguel Ángel Etcheverrigaray de los Sonetos a Orfeo, pulcra y muy elaborada. Pero la versión más satisfactoria, aunque breve, es la del poeta español José María Valverde, titulada Cincuenta poesías. He ahí una verdadera recreación del sentido poético desde los cimientos de la intuición original. Esta obrita, es que yo sepa, la mejor selección de Rilke en castellano.
Lo de Hurtado Giol, que me sugiere este comentario, es más extensa: comprende cerca de ciento cincuenta poemas, y se da entonces el privilegio de recorrer de arriba abajo la obra poética de Rilke. Tras un prólogo más bien convencional y no siempre exacto en sus apreciaciones, sigue la traducción, hecha con seriedad suficiente como para que el gusto de Rilke sea mayor que el disgusto de la mano ajena y mediadora: ya es bastante. Pero no con tanto esmero y creación como para sumergirnos sin más en la obra original. A veces se sorprende uno lamentando la ausencia de matices esenciales que se recuerdan de otras lecturas. Donde uno esperaba con avidez tal o cual hallazgo, la deslumbrante precisión, el verso célebre, la imagen privilegiada, encuentra alguna vez equivalencias disminuidas, rodeos inútiles, una sintaxis que deja escapar la intuición original, un sinónimo que destruye todo efecto. “De nuevo ruge, más fuerte, mi profunda vida, como rodando en un cauce ensanchado”, traduce con torpeza esta versión, allí donde nuestro Pino Saavedra se mostraba más perspicaz: “Y de nuevo murmura más alto mi profunda vida como si ahora fuese por entre anchas orillas”.
Tan frágil y exacto es el poema, que bastan unos pocos desaciertos de este género para estropear la lectura. Es irritante, por ejemplo, llegar a un pasaje célebre de la primera Elegía, y leer: “Nos queda la calle de ayer y el afecto alfeñicado a alguna costumbre que se placía en nosotros y se quedó.” ¡Alfeñicado!: eso basta para destruir el pasaje. La palabra rebuscada es uno de los desaciertos de esta versión; otro es el escaso sentido del ritmo que muchos de estos poemas postulan como su clima propio.
Pero no quisiera exagerar sobre un libro que, en general, cumple una función positiva. También son muchos sus aciertos, y los extensos pasajes que permiten una lectura gozosa. Su mejor virtud es la soltura del lenguaje, la fluidez del castellano, al que se ha vertido el poema original, cualidad que no se encuentra en las restantes antologías, salvo la de Valverde. En conjunto, la obra nos permite apreciar un destello considerable de la obra rilkeana: la tersura de las Primeras Poesías y los Cantos del Alba; el sentimiento vital y pleno del Libro de Imágenes; la religiosidad ardiente y logradísima del Libro de Horas; la impersonal “poesía de la cosa” de los Nuevos Poemas; la angustiosa intuición del hombre de las Elegías de Duino; la cumbre formal de los Sonetos a Orfeo; la celebración fugaz de los Poemas Franceses, y la extraña, final serenidad de las Últimas Poesías.