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Un poeta
hiperliterario, cómico y apaciguado
Rodrigo Lira, Proyecto
de obras completas
Editorial Universitaria,
Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2003, 153 págs.
Por Cristóbal
Joannon
Revista Universitaria,
N°82, Diciembre -Marzo 2004
Tanto tiempo se especuló acerca de la reedición de
este libro, que ahora que podemos disponer de él a nuestras
anchas resultará difícil acostumbrarse a la idea de
que ya no habrá más rumores y trascendidos
sobre quiénes serán los responsables de la publicación
y qué casa editorial hará suya la tarea. Proyecto
de obras completas apareció por primera vez en 1984, tres
años después de la muerte del poeta. Si consiguió
cimentar la reputación de Lira como un hombre de letras –más
allá de los ámbitos universitarios en los que participó–,
no se debió a la circulación masiva del libro. Fue más
bien gracias a una difusión ligeramente fantasmal: alguien
lo había visto en una librería del centro, se decía
que otra persona era propietaria de una fotocopia, un ejemplar había
sido robado de cierta biblioteca municipal y llegó a manos
de un lector reacio a compartirlo. Pero ya era hora de que este secreto
bien guardado saliera al descubierto. De eso se han ocupado el poeta
Roberto Merino y el historiador Manuel Vicuña, gracias al apoyo
de la Editorial Universitaria y el Centro de Investigaciones Diego
Barros Arana. Ahora bien, la civilizada disponibilidad de la que ahora
goza la obra no significa que la poesía de Lira se haya vuelto
accesible de golpe. Su extrañeza originaria se mantiene.
Esta poesía no acepta juicios demasiado generales. Sus escritos
dan cuenta de múltiples formas de escritura, desde la lírica
declarada de un poema como «Paseo de las flores» hasta
el absurdo casi total de ese rarísimo texto llamado «Poema
–u oratorio– fluvial y reaccionario», que en ocasiones bordea
lo ilegible. Decir que fue un poeta tomado por el lenguaje es probablemente
lo más sensato que podría sostenerse, pero no estaríamos
agregando nada nuevo, ya que de muchos se afirma algo así.
Sin duda, su poesía presupone la de Nicanor Parra y la de Enrique
Lihn –asumidas y, en algunos casos, radicalizada–, pero esto también
es atribuible a varios poetas chilenos, como Claudio Bertoni, Erick
Pohlhammer y el mismo Roberto Merino.
¿Cuáles son, entonces, sus particularidades? Una de
ellas, quizás la más evidente, consiste en hacer del
poema un objeto hiperliterario y por eso mismo bastante ridículo.
Su escepticismo –tantas veces mencionado– opera de una manera negativa:
vuelve al poema contra sí mismo. Dicho de otro modo, Lira se
complace en hacer reventar sus construcciones verbales saturándolas
de citas y alusiones poéticas, sobre todo de la tradición
chilena. El uso abusivo –programadamente abusivo– de notas y epígrafes
dan cuenta de un sistema poético hipertrofiado. El aparataje
de citas que despliega cada vez que un verso puede ser explotado paródicamente
es desmesurado, y es en ese extremo donde se le puede identificar
más fácilmente. Asimismo, elevó la recursividad
obsesiva a categoría estética (poemas que hablan de
poemas, poemas que no hablan más que de sí mismos),
yendo más lejos que Enrique Lihn, con lo cual le pavimentó
el camino a las propuestas de Gonzalo Millán y Andrés
Anwandter, dos autores que han explorado las fronteras de esa escritura
en parte circular y en parte viciosa. Se ha dicho que la recursividad
es el deseo que tiene un texto de volverse lo más transparente
posible para sí mismo; pues bien, Rodrigo Lira pulió
tanto el vidrio que terminó rayándolo, si es que la
metáfora tiene asidero en el mundo real.
Otra particularidad de su poesía es la extrapolación
de un hablante energumenesco, fuente de hilarante comicidad. Éste
transmite en clave burocrática, sacando a colación innumerables
clichés administrativos que todavía gozan de vigencia
social. Como sus antecesores, a Lira el lugar común le producía
una intensa fascinación; de ahí que pueda decirse que
fue un eximio catalizador de ruidos mentales e interferencias varias.
Este recurso hace que nos preguntemos si él creía en
lo que escribía. Tiendo a pensar que Rodrigo Lira confiaba
en la función política de esos discursos, en la medida
que proporcionaban un espejo grotesco donde nuestra inhumanidad podía
reconocerse. Aunque caigamos en una falacia sociológica, debemos
recordar que esta obra fue escrita a fines de los años setenta
y comienzos de los ochenta. Como muchos humoristas y comediantes,
Rodrigo Lira optó finalmente por el suicidio.
Ante estas dos particularidades ya mencionadas, su registro lírico
ha sido poco atendido. No ha sido, creo, una omisión deliberada;
es comprensible que la crítica se incline por aquellos rasgos
menos convencionales de una obra. Ésta es la primera estrofa
de «Cantinela musitada»:
Es que con la distancia se apagó
la aurora
y por las rendijas de la madrugada se coló otra noche.
Nunca los celajes, tampoco los vientos concedieron aguas
como aquellas lágrimas que por hendiduras corrían
descalzas
trazando surcos sobre las arrugas de la cara larga
de la angosta cara entre cordilleras al lado del agua.
La escritura descontrolada que habitualmente practicó Lira
–una característica y no un defecto de su poesía– muestra
signos de apaciguamiento en versos como los recién citados.
No hay en ellos supersticiones tipográficas ni palabras de
significado incierto, dos elementos que le fueron familiares. El largo
de los versos es estable, y no faltará quien diga que su timbre
es anacrónico. En el contexto de Proyecto de obras completas,
poblado de lo que él llamó «poemas y/o payasadas»,
brillan aún más que en las páginas de una revista
de naturaleza universitaria. ¿Qué puede decirse de ese
«nunca los celajes, tampoco los vientos concedieron aguas»?
Creo que éste es el lado más refractario de la poesía
de Lira y, por eso mismo, el más atractivo. Pero éstos
son asuntos que el lector deberá juzgar según su propio
parecer; no tiene más que acercarse a su librería predilecta.