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El valor de un poeta:
vida, pasión y muerte del chileno Rodrigo Lira


Por Pedro Casusol
Publicado en El Comercio, Perú, 6 de junio de 2020


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Dos meses antes de quitarse la vida, Rodrigo Lira participó en ¿Cuánto vale el show?, un programa televisivo al que acudían actores, cantantes y humoristas. Ahí, un jurado confería un valor monetario a las habilidades de los participantes. Trasmitido por señal abierta, a Rodrigo lo presentaron como un hombre soltero, de 31 años y de profesión editor —aunque, a decir verdad, desde que le diagnosticaron esquizofrenia, no había tenido trabajos—. Se le vio gordo, ataviado con un camisón y una gorra oriental, que confería a su cabeza una forma como de hongo, y un sable en la correa de su pantalón. Mientras un público conformado por amas de casa lo recibía con aplausos, anunció ante cámaras que recitaría un monólogo de Shakespeare.

Rodrigo era el dolor de cabeza del matrimonio Lira Canguilhem, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que pensaron que estaban criando a un “niño genio” y que ese niño más adelante se convertiría en un ilustre abogado. Grande fue la decepción cuando Rodrigo empezó a mostrar un comportamiento más bien artístico. Hacia 1966 pasó sin pena ni gloria por la Universidad Católica de Chile y durante el gobierno de Salvador Allende obtuvo un trabajo en la Editora Nacional Quimantú. En 1971 fue diagnosticado con esquizofrenia hebefrénica, lo que lo llevó a un primer internamiento en una clínica psiquiátrica. Con los años, el diagnóstico varió a esquizofrenia paranoide, la más peligrosa de las psicosis.

Para entonces Lira había llegado a los 26 años, escribía poesía y era tachado de marihuanero. La relación con su familia era violenta, en especial con su padre, un militar en retiro, a quien trataba de idiota. Una vez, cuando intentaba llamar su atención mientras sus padres veían televisión, el poeta terminó destrozando el televisor a patadas. Por eso lo llevaron de inmediato a la Clínica del Carmen, donde se peleó con los doctores y se intentó cortar el cuello con un pedazo de un vidrio tras romper un ventanal. Al ver que ya no daban resultado los medicamentos, su médico decidió aplicar la terapia de electroshock. Rodrigo Lira entró así al grupo de los estigmatizados por la medicina, el de los electrocutados.


Los días previos al apocalipsis

Hacia 1975 era un hombre alto, robusto, de barba tupida, ojos penetrantes, frente amplia, cejas gruesas. En sus fotografías se le ve ataviado con un saco de tweed, corbata y tirantes, sombrero inglés, lentes gruesos. Leía con atención a la contracultura norteamericana, a los poetas beat: Allen Ginsberg, Gary Snyder, Gregory Corso. El apartamento en el que vivía, pagado por sus padres, estaba ubicado en la avenida Grecia 907, en la comuna de Ñuñoa, en un barrio familiar de clase media cerca de la Villa Olímpica y rodeado de jardines. En su balcón, el poeta sembraba flores. La independización solucionó el conflicto que se vivía en la casa familiar, pero no fue de ninguna manera el final de los problemas de Rodrigo.

Hacia finales de la década de 1970, Lira ya era conocido como un personaje en el medio literario santiaguino. Le gustaba declamar con voz impostada mientras esparcía un rollo de papel de donde leía sus poemas. Asaltaba recitales y eventos afines para improvisar performances en donde se burlaba y remedaba a sus contemporáneos. En 1978 obtuvo una mención honrosa en un concurso de la Sociedad de Escritores y, en 1979, el primer premio de una revista llamada  La bicicleta  por el poema “4 tres cientos sesenta y cinco y un 366 de onces”. Era la época de la dictadura de Augusto Pinochet, del toque de queda, por lo que se respiraba una bohemia casi inexistente. De alguna forma, la poesía de Rodrigo Lira, llena de juegos lingüísticos y del habla coloquial, era una respuesta al momento opresivo que vivía su país.

Lira, el neurótico, será el protagonista del Apocalipsis. Descarnado, el poeta se muestra sin más artilugio que su inventiva y un tratamiento plástico del lenguaje. Además, es tremendamente divertido. Al final del poema, luego de que su alarido hiciera estallar “las ventanas del edificio Diego Portales” y convirtiera el cerro San Cristóbal en un volcán “haciendo que la estatua de la virgen / salga disparada como un cohete”, el yo-poético añade: “me olvidaba advertir que el alarido ese será en Primavera, ya que el invierno que estamos viviendo está bastante helado y tengo la garganta / pa-la-cagá”.

La irreverencia era una constante. En su biografía abundan historias disparatadas en las que el poeta sugería en la Universidad de Chile aprovechar a los topos del gobierno para que de paso “rieguen los jardines”, o la vez en la que propuso a su junta de vecinos aprovechar los jardines para sembrar marihuana, con lo que se podría costear el mantenimiento. Incluso llevó un detallado plan de negocios. En la escena literaria, Lira era un iconoclasta que solía atacar a los poetas del establishment. Un claro ejemplo es el poema “El superpoeta Zurita”, en donde se burla del autor de Purgatorio, quien había estado detenido tras el golpe militar: El superpoeta zurita se pasea / como un cristo bizantino por las calles de santiago

Un día visitó a Enrique Lihn con un ejemplar de una de sus novelas recientemente publicadas. Rodrigo había añadido varias páginas con anotaciones, correcciones y enmiendas. Todo esto lo había vuelto a empastar y se lo entregó al autor totalmente reformulada. Su intención era que Lihn reconociera su talento como editor y lo contratara como ayudante o secretario, pero lo que entendió Enrique Lihn fue que aquel chico estaba siendo tremendamente irrespetuoso.

Otra de las ideas de Lira consistía en casarse con la hija de alguno de los escritores chilenos que admiraba, todas ellas adolescentes o todavía niñas. Preparó cajas que envió a cada uno de estos escritores, en donde incluía una carta manuscrita con la petición formal de mano y otras cosas. Luego de enviarle una de estas cajas a Enrique Lihn, lo abordó tras un recital para preguntarle si había recibido su encomienda. “No acuso recibo de su mierda”, fue la contundente respuesta del autor de “Nunca salí del horroroso Chile”.

Parece que dos de sus grandes preocupaciones, que vemos plasmadas en varios de sus poemas, son precisamente la búsqueda de trabajo y la necesidad de conseguir esposa. En “Angustioso caso de soltería”, Lira parodia los avisos que solían publicarse en los diarios con la finalidad de encontrar pareja. Y otro poema, llamado “Currículum Vitae”, que fuera realmente enviado a una agencia con el objetivo de conseguir empleo de redactor creativo, hace un recuento de sus treinta años de vida sin dejar de mencionar sus internamientos en clínicas psiquiátricas.

Todos los planes que ideaba para agenciarse una vida parecían fracasar. Su presentación en el programa ¿Cuánto vale el show? también formaba parte de una idea para ganar un poco de dinero. Durante varios días ensayó el monólogo en la casa de unos amigos. Tenía que ser estricto con el tiempo para que todo saliera bien. Una vez en el set, ante las cámaras y el conductor, se le mostró nervioso y agitado. Luego de anunciar que recitaría Otelo, impostó la voz y dio paso a su interpretación blandiendo el sable por encima de su cabeza:

así mis negros pensamientos,
con pasos airados,
no han de volver al dulce amor,
hasta que una venganza dura y plena,
no los engulla.

No ganó, el jurado consideró que valía un poco más de 200 dólares (al cambio de hoy). Con ese dinero, Rodrigo Lira se compró una bicicleta. Fue la misma bicicleta que un carro golpeó el día de nochebuena de 1981. Aquel 24 de diciembre, llegó a casa de un amigo y dijo que ya no se podía vivir en aquella ciudad, estaba alterado y hablaba de quitarse la vida.

El día de su cumpleaños 32, el 26 de diciembre, llenó la tina de su baño y se cortó las venas. Dejó una carta a sus padres: “…con respecto a mis textos y manuscritos, no sé si se podrá hacer algo. Durante mucho tiempo les tuve mucho cariño y les atribuí importancia. Ahora las cosas han cambiado, pero sentiría que se destruyeran así no más”. Tras su muerte, unos amigos reunieron los textos dispersos de Rodrigo Lira para armar Proyecto de obras completas, el libro póstumo que se convirtió en una obra de culto tras su publicación en 1984. En el prólogo, Enrique Lihn lo recuerda como “alguien que ponía a prueba la capacidad para desestabilizar los códigos de comportamiento en la relación interpersonal”.

Rodrigo Lira, cuyos poemas se hicieron conocidos por fotocopias que él mismo repartía, que sintetizó los horrores de la dictadura de Pinochet y siguió el camino abierto por el coloquialismo de Parra, alcanzaría la gloria solo después de su muerte, como suele ocurrir con los escritores malditos convertidos en autores de culto. No por gusto Roberto Bolaño, el sumo pontífice de los poetas perdidos de American Latina, lo llamó “el último poeta de Chile”. Tal vez no había otra forma de construir la leyenda de Rodrigo Lira. Pocos días antes de la nochevieja de 1981, en un papel pegado en la dirección de avenida Grecia 907, se anunciaba que la misa por el alma del Rodrigo sería el 29 de diciembre en la parroquia de Ñuñoa. No faltaría quien pensara que se trataba de otra de sus intervenciones poéticas.


 

 

 



 

 

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