EL ESPAÑOL MESSI...
Por Reinaldo Edmundo Marchant
Bastó una avivada de Julio Grondona y el maravilloso pibe se jodió. Hasta entonces todo venía bien: Messi, el niño prodigio, el petiso despreciado por bajito y frágil en su tierra natal, a base de una dieta y tratamiento especial en la cantera del Barcelona, adquirió el tamaño necesario para resistir la rudeza de los contrarios. Atrás había quedado la incertidumbre. Aquel rechazo del D.T. de turno. El talento que demostraba en los potreros, en los picados y torneos amateur, rendía ese fruto, que muy de tanto en vez el fútbol depara, lejos de su terruño descubrían al jugador fuera de lo común, que dominaba a la redonda a la manera de un prestidigitador, había nacido aquel ser tocado por esa varita mágica que tarda treinta o cuarenta años en aparecer. ¡Enbuenahora!
Sin embargo, llegó el Presidente del balompié argentino, Grondona, que observó a la perla de Rosario moviéndose como esmeraldas en un arrollo transparente, metió la mano y pudrió todo. La celeste y blanca que puso en su pecho no era para el pibe extraordinario. Esa camiseta es para los que vienen inhalando polvo y sacrificio en el torneo local, no necesariamente para un astro que fue a buscar la iluminación en las costumbres y educación en otro rincón del planeta. Lionel Messi es un exiliado desde los doce años, casi en infancia abandonó la patria. Fue un destierro futbolero. Partió como parten quienes son ignorados y deshechados en su tierra. El desarrollo vital, humano, cultural y deportivo corresponde al país que lo invitó y acogió: España. En esas latitudes se formó, en todo sentido, un nuevo individuo. ¡No le pidan que hable lunfardo!
¡Messi es español! Jamás Grondona - como se ufana- debió tener la agilada de hacerlo debutar con la "albiceleste": lo encarceló, echó encima al hincha hambriento de gloria, lo cubrió con una bandera que más de una década atrás se la negaron. El mandamás no pensó un instante que los colores se defienden cuando la corriente de adhesión y correspondencia es recíproca, y la Pulga se debe a quienes lo sacaron del anonimato, enseñaron la majestuosidad exquisita del fútbol, elevaron a la categoría del mejor del mundo. En todo ello, ni Grondona, ni Maradona, aportó una dosis de esperanza en él. Lo vinieron a conocer por sus fintas y gambetas que educó en otro país, y ahora quieren que repitas esas jugadas en un sitio que es el espacio de su nacimiento, pero no la patria que lo vio levantarse hasta los mismos cielos. Messi desconoce esos pastos, los gritos de la popular, el afán hostil del cancerbero para tumbarlo apenas acaricia el balón. El debut amistoso que tuvo contra Hungría fue un presagio: una vez que entró al campo de juego, el arbitro tardó 47 segundos en expulsarlo del partido, por una falta que no cometió, casi diciendo: "nene, no debes estar acá, regresa con los tuyos...". De ahí en más el maltrato ha subido peligrosamente de tono.
Hoy Messi es un angelito sin alma sufriendo indebidamente por un césped que nunca recorrió en sus piques endemoniados. Su mirada es la de un niño que entraña el Camp Nou, a sus queridos compatriotas, aquellos que entienden el movimientos de sus piernas y pensamientos, los que saben cómo encaminar sus arranques en esa suave delicia que es la conquista del gol. Y lo hacen reír, divertirse, jugar, vivir esa paz que provoca el paraíso de una cancha.
Lionel Messi - hay que repetirlo- es un jugador español, con todas sus letras. Mal porque quienes lo desdeñaron; bien por quienes ofrecieron morada. Es un andaluz que juega al mejor fútbol. Ninguna otra tribuna, ninguna otra hinchada, lo ponen màs firme y seguro que la del Camp Nou. Sólo con sus pares en el Viejo Mundo puede hacer las increíbles jugadas que aplaude el universo. Los goles perfectos y de una belleza notables. Ahí continuará ganando campeonatos, copas, títulos, todo. Allá están sus hermanos, la raza que lo acompaña: ¡están sus connacionales! Es en aquellas canchas donde es libre y se lleva bajo el brazo la redonda luego de anotar tres dianas. En esos estadios perfectos se divierte, no hostiliza a nadie, no recurre a mañas - no las precisa-, y sabe que la pelota fluye de una determinada forma porque los reductos son impecables, sin esas champas y hendiduras del Monumental, la Bombonera, el Nacional o el mítico Centenario de Montevideo.
En su tierra natal podrán armar un equipo para que lo rodee y acompañe, que juegue y traslade el balón como en el Barsa, y los resultados serán infames: Messi jamás conseguirá algo importante con la Selección Argentina. No tiene el ritmo, el aroma, la astucia, la vivencia, no se entiende con sus ex compatriotas. Los grandes equipos no se imitan: hubo un sólo Ajax, Milán, Santos, y habrá un solo Barcelona, los mejores cuadros de la historia. Con lo que ha hecho, ya es un grande, le respira los talones a Pelé, y hasta en este dato indiscutible en el Río de la Plata lo marginan: que Maradona es mejor, que tiene pecho frío, que no grita, carece de carácter... En otras palabras, no le reconocen ciudadanía. Tienen razón: su carné acusa su nacionalidad comunitaria. Se armó en otro lugar. Es un extranjero. Un desterrado. Vino a encontrar la formación y el éxito en otro lugar. Dejó de ser un futbolista argentino. No por anhelo personal, sino por las ingratas circunstancias del desdén social.
Messi nunca debió ponerse la "albiceleste". Debió jugar por España. Ya tendría un título mundial, como Pedro González, símil mexicano, educado y formado desde pibe en la cantera del Barsa, con cara y apellido de cuate, con sangre y piel de cuate, pero desarrollo cultural y deportivo español. Igual que la Pulga. Si algún vivaracho hubiera encasquetado la camiseta verde, de la tierra donde nació, Pedro estaría sin el Mundial ganado en Africa y arrastrando las mismas penurias que hoy sacuden a su coterráneo Messi.
Poco se ha reparado en las razones del sufrimiento que vive esta maravillosa estrella del balompié mundial. Messi es un alma desvalida cuando asoma en alguna cancha de Sudamérica. No ríe. Pareciera que olvida divertirse. La desdicha lo acosa. Un dato: cuando Argentina pierde con Chile en la Eliminatoria pasada, la andanada de quejas y responsabilidades en su contra fueron un festín que acabó con la cesación del Coco Basile y una interrogante sobre el aporte de él. Días después, de regreso en el Camp Nou, asomó de inmediato su lucimiento, hizo jugadas, desbordes, fue la perla destellante, divirtiéndose como un niño con sus pares: la figura había vuelto a casa, al lugar que le corresponde, a participar con soberana creatividad en esa fiesta semanal con sus pares... ¡Ahí se encuentra la alegría!
En la Selección adulta Messi no rendirá jamás. No hay interlocución, adrenalina, comprensión. La magia suya se desata en su querida y eterna Barcelona, con sus hermanos Xavi, Iniesta y compañía. A ellos conoce y reconoce, con ellos ha hecho los caminos y complicidad. Los extraordinarios futbolistas de su tierra natal, no bailan su música ni él la de ellos. Y es normal que así sea. Hay que distinguir: un crack puede insertarse en un club. En cualquiera, por exigente que sea. La Selección es otra vaina. Ahí se conjugan factores de identidad y crecimiento similares que no permite la entrada a elementos extraños. Y esto se abrocha en plena adolescencia, o no se abrocha. Eusebio es portugués, y Mozambique es un pueril detalle. Di Stéfano no logró triunfar en la Selección de España y el Cabezón Sívori fracasó en la de Italia: estaban grandes, con otros moldes.
Hay que ayudar a Messi. Debe saber que eso que le falta un campeonato del mundo para superar al controvertido Maradona es mentira: Schiaffino, Bebeto, Bochini, Gallego, Miller, Romario, Zidane, Dunga, Ronaldiño, - la lista es larga-, ganaron la Copa del Mundo y no están entre los diez primeros de la historia. A otros simplemente se les ha olvidado. Tampoco lo está en esa lista de privilegio el grandísimo Mario Kempes, que ganó con temple soberbio el mundial de 1978. Y sí aparecen como grandiosos eternos, que nunca levantaron la Copa, Di Stéfano, Eusebio, Cruyff, van Basten, Platini, Puskas, por nombrar a algunos.
En la lista de estos últimos estará Lionel Messi. No será por carencia de talento. En absoluto. Fue por la camiseta. Por Grondona, el vivo sempiterno, que encajó la agilada ignorando que los repatriados ya no pertenecen al suelo que los expulsó, lo son donde se abrieron los brazos de la otra cultura, el desarrollo vital y la nueva identidad.
Amo y me hace feliz el Messi español. El otro, ese triste e intimidado por el hambre de quienes lo engullen vivo, el espectro que deambula con la cabeza gacha, entregado a designios aciagos - ¡sí hasta el himno nacional no tararea!-, es otro tipo. Alguien ajeno. No es el pibe que sopla sonrisas en Camp Nou con sus legítimos compatriotas. Ahí debe regresar y lo hará. En esa atmósfera se encuentran sus sueños, el deslumbre de un artista feliz, el sentimiento de rebeldía de Cataluña, la clase inimitable que disemina en cada jornada, junto a aquella generación maravillosa, que debe estar esperando su vuelta para pasar un balón que conoce el tacto y sensibilidad de sus magníficos pies, con ellos está escribiendo su nombre en los más bellos paisajes de los héroes eternos del balompié.
Reinaldo Edmundo Marchant
Escritor, autor de los libros de fútbol, La alegría del pueblo,
Fintas y gambetas, Toco y me voy..., El Angel de las piernas torcidas, y
es el único chileno que integra la Antología de Cuentos de Fútbol de América, Argentina 2011.