EL TRAVESAÑO
Reinaldo Edmundo
Marchant
Al General Alberto Bachelet,
que jugó de arquero y amó al fútbol
Siempre esos partidos eran aburridos, como el clima de las tres de
la tarde: denso, poblado de canícula. Con una lentitud de espanto.
Claro, jugaba la tercera. El primer equipo de la tarde. Y había
que sacrificarse frente al calor montaraz. No obstante, llegaba una
buena cantidad de público, que desafiaban a esa pesada atmósfera
sin ventilación y se perdían la siesta del domingo.
Había un motivo para ir a la cancha: jugaba "El Pájaro",
un arquero sensacional, ágil, un poco loco, de físico
esmirriado,
huesudo, con una chasca desmedida, caótica, que raspaba los
hombros dándole un aire de Sansón en decadencia, con
fama de imbatible, de acróbata de los tres palos: atajaba como
quería, con una mano, levantando una pierna, usando la cabeza,
bajándola con el pecho, y hasta colgado sobre el travesaño...
El famoso guardavallas tenía una costumbre algo rara, de chico:
apenas comenzaba el partido subía al travesaño de un
brinco, se ubicaba -de pie o sentado- en la madera y desde ahí
observaba el partido, a veces liando un cigarrillo, chupando una caluga
o parado cuan pequeño era. Cuando no veía bien el trámite
del pleito, daba órdenes, gritaba a todo pulmón con
su voz ronca, y reclamaba aplicación a sus compañeros.
También aplaudía las buenas jugadas y nunca dejaba de
rezongarle al árbitro. Frente a una jugada de real peligro
en su área, se impulsaba como un resorte a la cancha y con
un cálculo impresionante tapaba los disparos, salvaba goles,
cortaba centros cabeceando la de cuero, o volaba desde esa altura
para sacar con la mano los tiros a media altura. Alejado el riesgo,
volvía a las alturas de los palos con total naturalidad. De
vez en vez, se distraía contemplando los vastos cielos lejanos.
Parecía un mono atajando pelotas. O un ángel que añoraba
regresar al lecho de los cielos.
La gente lo aplaudía a rabiar.
¡La imagen de verlo parado o caminando por la madera era de
una belleza indescriptible!
Los árbitros no sabían si era lícito que jugara
encaramado en el travesaño. De modo que sólo le pedían
que no fuera a lastimarse. "El Pájaro" se reía.
Se tenía fe. Confianza. Para él era más seguro
estar en el aire que pisando el suelo. Contaba que veía mejor
los engaños, las burlas y las gambetas de los rivales. Entonces,
si la situación lo requería, volaba para contener los
avances. Era una costumbre que desarrolló de niño, cuando
vivía más en las copas de los árboles, en los
tejados de las casas, que en la tenaz tierra: odiaba el dolor de las
calles, la contaminación humana y el hedor insano que emanaban
los basurales.
El récord de subir y bajar en un mismo cotejo lo realizó
un domingo 1 de noviembre: se elevó y descendió treinta
y tres veces. "Nunca fui más feliz que aquella vez",
recordaba a menudo, con luminosa nostalgia.
Naturalmente, muchas ocasiones le encajaron sendas dianas a treinta
y cinco metros de distancia, que lo sorprendieron. Lo dejaron sin
reacción. Eran los costos de la audacia. Empero, se había
dado el lujo de atajar lanzamientos penales ubicado en el centro del
travesaño, ¡arriba! Nadie, ni él siquiera, podía
explicar cómo pudo llegar a esas pelotas golpeadas con bronca
a doce metros de la línea del pórtico.
En una oportunidad, un puntero vivaracho le mandó un buen
tiro a media altura. "El Pájaro", antes que sacara
el disparo, intuyó la intención del jugador y en una
décima de segundo ya estaba preparado: cuando vio que el balón
transitaba velozmente por el firmamento, se colgó sujetando
los pies en el madero y desvió el esférico balanceándose
con la rapidez de un chimpancé. Hasta el árbitro celebró
el invento.
En cambio, cuando el partido era aburrido, se recostaba a lo largo
del travesaño, como si estuviera en la playa mirando la pletórica
belleza de un mar en calma: sacaba un cigarrillo -no podía
estar sin fumar-, lo encendía y parecía feliz de la
vida trepado en esa altura del arco. Un par de ocasiones permitió
soberanamente que los rivales marcaran un gol para avivar la contienda
y entretener a los fanáticos que lo venían a ver.
"El Pájaro" era realmente un buen golero. Podría
haber jugado en Primera, junto a las demás estrellas del Rojas
Ferrari: lo perjudicaba su peculiar estilo. Varios entrenadores le
ofrecieron subirlo de categoría a cambio de "civilizar"
su forma de jugar. No le interesaban este tipo de ofertas. Las desdeñaba.
Si lo hago, muero como jugador: así siento yo el fútbol
-explicaba "El Pájaro".
A decir verdad, no le importaba en cual equipo lo ponían,
sino que le permitieran jugar donde más se sentía feliz
y se divirtiera: arriba del travesaño.
Alguna vez alguien le preguntó por qué atajaba de esa
manera, y contestó que el puesto de arquero era tan desgraciado,
que había que aliviarlo con algo de locura y de poesía:
entonces se le ocurrió aquello de subir al palo, caminar y
correr de memoria sin caerse, mientras el gentío gozaba de
lo lindo y sus compañeros defendían la redonda en la
mitad de la cancha. "Las grandes creaciones del mundo se han
conquistado con un pie más arriba de la tierra", solía
decir en la sede del club. Pocos entendían sus palabras.
Para desgracia de él y de su hinchada, vivió una tarde
negra. Su equipo disputaba el tercer lugar en el campeonato. Era el
último pleito del año. Y vino demasiada gente. Incluso
merodeaba la cancha un periodista de un diario popular que quería
escribir una nota sobre el insólito guardavalla. Los nervios
traicionaron a sus compañeros y al entrenador: en el camarín
no pararon de pedirle que, ¡por única vez!, defendiera
el arco abajo, a la manera tradicional.
¡No puedo! -respondió "El Pájaro"-.
Va contra mis principios... -y remató-. Además un periodista
de un diario está preparando un reportaje sobre mi forma de
jugar...
No lo convencieron. Y el partido empezó. Apenas pudo, voló
ágilmente hasta el travesaño: mientras caminaba por
la madera, con las manos en la cintura, la chasca al viento, un fotógrafo
le sacó varias instantáneas. Parecía un pájaro
de carne y hueso desafiando a la raza humana. Por primera vez el entrenador
insistía a viva voz que bajara de los palos. Sus compañeros
lo imitaban, histéricos. "El Pájaro" escuchaba
la demanda, pero la ignoraba con evidente desdén.
Atajó un par de pelotas fáciles. Quiso la suerte que
alcanzara a desviar de manera espectacular un balón que se
colaba en el "rincón de las arañas": voló
hasta el otro extremo para salvar su valla. Aplausos endemoniados
del público y nuevas peticiones del entrenador y de sus compañeros
para que jugara a ras de piso. Volvió a ignorarlos.
Se cumplían casi treinta minutos del primer tiempo, cuando
un delantero del equipo contrario sacó un disparo impresionante:
él vio el movimiento del pie izquierdo, mas no pudo adivinar
la trayectoria del balón, que se acercó haciendo cabriolas,
un zigzag extraño, como que iba a un lugar y luego se desviaba,
y acabó por golpear de forma violenta en pleno abdomen de "El
Pájaro", quien reaccionó tardíamente, embolsando
el balón contra su estómago, afirmándolo seguro
en los guantes; sin embargo, el impacto le hizo perder el equilibrio,
sus pies se enredaron y cayó desgraciadamente dentro de su
arco. Gol. Lo tapizaron con garabatos de grueso calibre, recordándole
las zonas nobles y reproductoras de sus más preciados familiares.
Para colmo, el entrenador lo cambió...
¡No te quiero ver más! -le gritó el técnico,
ofuscado.
"El Pájaro", avergonzado, dolido, triste, dio media
vuelta, se quitó los guantes, los botó, y echó
a caminar por la línea del ferrocarril. Iba llorando. Desapareció
bajo esa tarde que recordaba a los difuntos del mundo. Lo último
que se le vio fue la chasca flotando a medida que se perdía.
Nunca más regresó. Se retiró del fútbol.
La sombra de su cabello fue la única imagen que la gente recordaría
muchos años más tarde, aunque la otra imagen, aquella
de verlo pendido en el travesaño -quizá igual que Cristo-,
esa había que haberla visto para contarla: ¡era de una
belleza indescriptible...!
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Reinaldo Edmundo Marchant nació en Santiago en 1958.
A pesar de haber publicado más de una docena de libros (novelas
principalmente), no se dio a conocer sino a partir de 1988 cuando
obtiene el importante Premio de Novela Andrés Bello con su
novela El Abuelo. Han seguido obras relevantes como Varona en el Jardín
(relato, 1991; traducido al inglés en 1993), La Patria Golondrina
(novela, 2003) y La Alegría del Pueblo. Historias de fútbol
(Bravo y Allende Editores, Santiago de Chile, 2004), que ha recibido
elogiosos comentarios tanto en nuestro país como en el extranjero
(España, Alemania, Francia, país donde incluso fue invitado
más recientemente). El cuento "El travesaño"
pertenece a este último libro.